No tuvieron mal principio. Roger subió torpemente al coche junto a Sandy y se dio unas palmaditas en la pierna, como si estuviera tranquilizando a un perro. Cuando Sandy se arañó los nudillos un par de veces al cambiar de marcha, Roger cogió su pierna y la apartó unos centímetros. Las muletas estaban cruzadas sobre el asiento trasero, con el abrigo encima para que no hicieran ruido.
Ya estaban en la gran autopista del norte cuando el tráfico del mediodía comenzó a apiñarse alrededor de los camiones que ya habían parado. Al pasar por las curvas que hacía la carretera en Hatfield, Sandy recordó a Harry Manners, y se dio cuenta de que era la única persona a la que había entrevistado que no se había mostrado nerviosa. A no ser que su locuacidad pretendiera ocultar su miedo.
Siguió la ruta romana hacia los pastos que rodean el Ouse. Roger leía en voz alta los nombres de los pueblos que pasaban, como una letanía inglesa: Bigleswade, Potton, Duck’s Cross… Hail Weston, Diddington, Alconbury Weston… La tierra parecía envejecer a cada momento; las aldeas salpicadas entre los pastos parecían haber absorbido el tiempo en vez de dejarse cambiar por él. Sandy jamás hubiera pensado que llegaría a estremecerse sólo de ver tejados de paja, y todavía estaban a cientos de kilómetros de Redfield.
—Pidley, Pode Hole, Dunsby, Dowsby, Horbling… —Roger parecía intentar distraerse mientras intentaba encontrar la postura perfecta. Ya estaban en los Fens, rodeados de campos de trigo interrumpidos por molinos de viento, casas con tejados a cuatro aguas, diques y de cuando en cuando una pista de aterrizaje en la que danzaban las hierbas como celebrando su victoria sobre el cemento. Aquellos campos habían sido arrebatados a los pantanos, recordó Sandy; aquella tierra no era tan antigua como la de Redfield y no podía verse afectada por tradiciones similares. Con todo, la visión de kilómetros y kilómetros de trigo inclinándose al paso del coche la hizo desear desesperadamente alcanzar a Enoch y sus seguidores mucho antes de que tuvieran Redfield a la vista.
Una hora después los divisó en el horizonte, a su izquierda. Incluso a aquella distancia, el abigarrado desfile de vehículos parecía más ruinoso que nunca. A ambos extremos de la lenta procesión, los coches de policía parpadeaban con destellos azules. Sandy pensó que la escena parecía desagradablemente ritual, como si la caravana fuera conducida al matadero por una guardia ceremonial.
Roger se incorporó en el asiento, para ver mejor o quizá para aliviar la incomodidad de la postura. La carretera comarcal por la que avanzaba el convoy desaparecía en el horizonte, y Sandy aceleró mientras Roger seguía con el dedo las carreteras en el mapa.
—Estás pensando en salir a su encuentro —dijo él.
—Me parece la mejor idea.
—Creo que yo tengo una mejor. En unos minutos llegaremos a la carretera por la que se aproximan, antes de que puedan vernos.
—¿Y entonces qué?
—Piénsalo bien, Sandy. ¿De verdad esperas que te escuchen, cuando te identifican con la televisión? Por lo que me contaste, probablemente Enoch Hill piensa que ya intentaste engañarlo una vez.
—Sí, pero quizás alguno de los suyos me escuche. La mujer que ayudé a volver a la caravana —sugirió Sandy, con voz esperanzada—. Tengo que intentarlo. Si no los detengo, ¿quién más va a hacerlo?
Roger golpeó con los nudillos la escayola.
—He aquí al caballero de la blanca armadura.
—Más bien pareces el caballero que se cayó del caballo.
—Bueno, supongo que esto me hace parecer menos amenazador y me dará alguna oportunidad. Déjame en la carretera y sigue tú a su encuentro, ¿de acuerdo?
Ella le apretó el brazo cariñosamente.
—¿En qué estás pensando? ¿En obstaculizar la carretera con la pierna?
Él giró con torpeza en el asiento para mirarla de frente.
—¿No quieres que hagamos todo lo posible para que no ocurra lo que temes? Si no te escuchan a ti, puede que me escuchen a mí. En otros tiempos simpaticé con esta gente. Yo mismo viví un tiempo con ellos, hasta que me volví demasiado cómodo y lo dejé.
Sandy se sintió conmovida y a la vez furiosa con él.
—Roger, cómo se puede pedir a alguien en tus condiciones…
—No estás pidiendo nada. Te estoy diciendo lo que voy a hacer. Esa gente no es violenta. No correré ningún peligro. Mira, ahí está la carretera. Gira a la izquierda.
Sandy estaba tan distraída con la discusión que estuvo a punto de entrar en el cruce por la dirección contraria. Roger estaba decidido a probarle que podía ser útil, ¿pero quería ello decir que no fuera a serlo? ¿Cómo podía dejarlo en medio de la carretera, cuando ni siquiera podía andar? Y si lo hacía, ¿no se vería obligada a intentar detener a Enoch con todas sus fuerzas para que Roger no tuviera que hacerlo? Quizá sólo estaba furiosa consigo misma porque Roger no parecía consciente de la decisión que la obligaba a tomar.
—Aquí es —dijo él con tono apremiante—. Déjame aquí o nos verán juntos.
Después de dudar un momento Sandy frenó. En cuanto el coche se detuvo, tiro del freno de mano, que se tensó con un ruido metálico, y agarró el brazo de Roger con las dos manos.
—De verdad, no creo que debas hacer esto. Ya has sido más útil de lo que piensas.
Él abrió la puerta y se inclinó hacia ella para besarla.
—Entonces veamos de qué más soy capaz —dijo, y salió del coche. En su gesto de dolor apareció el alivio al poder estirarse—. Dame las muletas, ¿quieres? Y mejor date prisa.
Las barras cromadas de las muletas estaban tan frías como el viento que entraba por la puerta abierta procedente de los campos. Sandy hubiera querido negarse, pero en cambio le tendió las muletas. Roger se agachó para sonreírle.
—Vete de una vez, o no tendré ninguna posibilidad. Mírame ahora, ¿cómo no van a apiadarse de mí esos tipos? No te preocupes por mí, cuídate mucho.
—Eso mismo te digo yo —murmuró ella frunciendo el entrecejo, y la voz debilitada por el aire.
Cuando arrancó, Roger la despidió con la mano, aunque casi perdió el equilibrio y tuvo que volver a agarrarse a la muleta. Se lo estaba pasando en grande, pensó Sandy al verlo sonreír. ¿Por qué tenía que preocuparse tanto por él? Lo vio por el retrovisor, erguido como una sonriente escultura, con las muletas hundidas en la cuneta y la escayola tocando la hierba. Se apartó un mechón de pelo de la cara con un movimiento de la cabeza y los campos parecieron cernirse sobre él. Era el movimiento del coche lo que lo alejaba, no los campos que lo arrastraban, pero Sandy volvió la cabeza para mirarlo por última vez, solitario e inmóvil, demasiado inconsciente de su apariencia.
Tuvo que resistir la tentación de levantar el pie del acelerador. Ya lo había perdido de vista, pero todavía no veía el rastro de la gente de Enoch. Tenía que haber convencido a Roger de que permaneciera en el coche. Sus manos se crisparon sobre el volante y la cabeza, llena de dudas, le palpitaba. Entonces, más allá de un cambio de rasante, vio el destello, tras un viejo roble, de la luz azul del coche de policía que precedía la comitiva.
Sandy frenó y se apartó a la cuneta. Maniobró con rapidez y dio la vuelta al coche, dejándolo aparcado al lado de la carretera por la que se aproximaba la caravana. Al salir la luz azul de detrás del roble, bajó del coche y se apoyó en la puerta abierta. El coche de policía surgió del cambio de rasante y tras él lo hizo Enoch, como si fuera atado al coche de policía, como un guerrero capturado. El conductor del coche miró a Sandy con dureza, y ella hizo todo lo posible por parecer una espectadora inocente, aunque sentía latir con fuerza las venas de su garganta.
—Quédese ahí hasta que pase todo esto —le gritó, y siguió su camino cuando ella asintió, aunque apenas lo había oído. Entonces se cruzó de brazos para hacer frente al escrutinio de Enoch.
Él la miró y frunció el entrecejo por encima del coche de policía antes de seguir caminando. No la había reconocido. Si había hecho todo el camino a pie desde que se habían visto la vez anterior, debía de estar exhausto. El polvo de la carretera había amortiguado el brillo de su fuerte cabellera y de su barba, y había vuelto sus ropas de cáñamo del color de la tierra seca. Las venas de sus curtidos brazos resaltaban más que nunca. Aquellas venas hicieron que Sandy deseara gritarle e interponerse en su camino, pero sabía que intervendría la policía.
Una vieja camioneta, con unas amistosas caras de luna pintadas en la carrocería y casi cubiertas por el barro, pasó ante ella. Un coche fúnebre lleno de arcoíris la seguía, y a continuación Sandy vio la furgoneta decorada con nubes y soles. El orden de los vehículos había cambiado. La mujer a la que había ayudado conducía su furgoneta, y su hijo iba a su lado.
—Ahí está la señora —gritó el pequeño.
Su madre acercó la cabeza al parabrisas para ver a través del reflejo del sol en el cristal, y su cara fina y rosada no mostró la menor emoción. El niño parecía encantado, y abrió la puerta de la furgoneta al llegar a la altura de Sandy, que saltó a la parte trasera.
—Hola —dijo—. ¿Puedo acompañaros un rato?
—Te he dicho que no abras la puerta en marcha, Arturo —musitó la mujer mientras el niño hacía sitio a Sandy en el asiento—. Y ya sabes lo que ha dicho Enoch.
El pequeño miró a Sandy con tristeza.
—¿Sobre mí? —sugirió Sandy mientras cerraba la puerta.
—No le va a responder —advirtió la mujer.
—Pero no deben tener miedo de mí. ¿No puede equivocarse también Enoch?
—Claro, qué va a decir usted.
—¿Por qué? Recuerde que estoy de su parte. La ayudé cuando se cayó.
—Según Enoch, lo hizo para que su gente pudiera filmarnos. Él dice que a lo mejor me hizo caer para poder ayudarme. Yo no creo que me hiciera caer, pero no me gusta que nadie me utilice.
Las sartenes y cacerolas tintineaban en el interior pintado de colores brillantes. La mayor parte del espacio lo ocupaban dos sacos de dormir y una cocina, y el ruido no estaba ayudando en nada a los nervios de Sandy.
—Muy bien, entonces reconoce que Enoch puede equivocarse —dijo, y comprendió que con estas palabras producía una impresión aún más sospechosa—. No digo que esté confundido en sus creencias, si he vuelto ha sido en parte por lo que él me dijo cuando estuve aquí.
La mujer parecía incrédula e indiferente.
—No me diga que va a unirse a nosotros.
—No. Quiero convencerlos de que no vayan a Redfield. Yo acabo de estar allí, y estoy segura de que Enoch no los llevaría si supiera lo que está sucediendo.
La mujer dedicó a Sandy una mirada ominosa.
—Bien, pues cuénteselo a él —dijo, y en ese instante la puerta del lado de Sandy se abrió con un chasquido.
Se había concentrado tanto en intentar convencerla que no había reparado en Enoch, que estaba junto a la furgoneta. Su hirsuta cabeza estaba casi al nivel de la de Sandy, y su olor a sudor y a cáñamo era casi insoportable.
—No me había dado cuenta de que era usted. No pensaba que volviéramos a verla —dijo él, con voz tan amenazadora que Sandy pensó que la iba a arrastrar fuera de la furgoneta.
—Sólo he vuelto por algo que usted me dijo. Que se puede despertar el hambre de la tierra porque la gente ha olvidado lo que la tierra quiere.
—¿Eso dije?
—Algo así, da igual —insistió Sandy, desesperada por detener el avance inexorable de los vehículos hacia Roger y hacia Redfield—. Lo importante es que el lugar al que se dirigen es así. Hacían sacrificios humanos a la tierra, y la matanza no ha terminado. Ha ocurrido cada cincuenta años, hasta hace exactamente cincuenta años.
Sus propias palabras le sonaron grotescas. De repente no estaba tan convencida, ¿pero que importaba? Quizá fuera el tipo de explicación que Enoch podría creer. La mujer de la furgoneta estaba visiblemente turbada.
—¿Quiere decir que nos han invitado para que…?
—No lo piensa —tronó Enoch—. Está actuando, ¿no lo ves? Cree que está en una de sus películas, una de esas de terror que tanto les gustan.
—Yo no hago películas —dijo Sandy, comprendiendo que estaba minando aún más su credibilidad—. Ni estoy sugiriendo que les hayan invitado para hacerles daño. He conocido al hombre que lo ha hecho, y pienso que quizá no se dé cuenta de lo que va a ocurrir, ¿pero no confirma eso lo que usted me dijo acerca de que hemos perdido contacto con la tierra?
Enoch emitió un gruñido gutural.
—Para la furgoneta —dijo.
Tan pronto como la mujer obedeció, él se acercó a Sandy, casi cubriendo por completo la puerta con los hombros.
—No creo que quiera ayudarnos. Creo que sigue buscando algo que quiere filmar.
—Nunca lo he hecho. Tampoco la otra vez —protestó Sandy, furiosa por no poder evitar que su voz temblara—. Le estoy diciendo que he estado en Redfield, y que odian a los forasteros. Yo tuve problemas para salir de allí.
—Parece que no es usted bien recibida en ningún sitio. Está empezando a darse cuenta de lo que se siente, ¿verdad? —Le cogió las muñecas con una gentileza que más parecía una amenaza de romperle los huesos—. No tenemos más tiempo que perder.
Sandy apeló a la mujer.
—Por favor, escúcheme. Por Arturo y por usted.
La gran mano encallecida se apretó ligeramente alrededor de su muñeca.
—Sé lo que quiere —dijo Enoch—. Que sigamos en la carretera para que puedan filmarnos, y causarnos más problemas para que su público nos vea en sus casas mientras cena.
—Tienes razón, por eso la han enviado —gritó la mujer—. ¡Ésta es mi casa, zorra! ¡Vete al diablo y déjanos en paz!
¿Significaría el timbre histérico de su voz que había conseguido ablandarla? Sandy deseó que fuera así. Bajó del vehículo y esperó a que Enoch la soltara. No iba a pedir auxilio porque le estuviera sujetando las muñecas; no se atrevería a hacerle daño con la policía tan cerca.
—Déjenos tranquilos —dijo con voz profunda mientras la soltaba—. No intente hablar con nadie de mi gente. No le permitiré que nos eche a perder esta oportunidad.
La procesión estaba de nuevo en marcha. Sandy aventuró una mirada más allá del monótono parpadeo del coche de policía, pero no pudo ver a Roger. Enoch la miró alejarse corriendo hacia el coche, que había quedado a unos quinientos metros atrás. Sandy se frotó la dolorida muñeca cuando estuvo segura de que Enoch ya no podía verla, y siguió corriendo junto a los vehículos, resbalando continuamente en la cuneta. Nunca conseguiría alcanzar a Roger si seguía a pie. Tenía que detenerlo. Enoch sabría de inmediato que estaba de acuerdo con ella en cuanto intentara decirle lo mismo que ella le había dicho.
Pero el coche de policía que cerraba la marcha no permitió pasar a su vehículo. Cuando Sandy lo intentó, el conductor le hizo señas de que se alejara, con gesto de estar dispuesto de arrestarla si no obedecía. El convoy no recogería a Roger, se repitió. Sería demasiado sospechoso, solo en medio del campo, como si hubiera caído del cielo. Entonces el corazón le dio un vuelco, pues tenía a la vista el cruce de carreteras. Ya debía de haber pasado el punto en el que había dejado a Roger, y no había ni rastro de él.
Siguió el convoy durante varios kilómetros más, esperando verlo de nuevo en la cuneta, hasta que el coche de policía se detuvo delante de ella. El conductor bajó y se dirigió hacia ella, muy rojo y con los labios apretados.
—Si no deja de seguirnos —dijo—, le retiraré el carné y el vehículo aquí mismo.