Durmió profundamente y se despertó cuando las cortinas empezaron a iluminarse. Se levantó y se acercó a la ventana arrastrando los pies, la abrió de un tirón y miró el jardín. Las largas sombras de las ramas bailaban lentamente sobre los arbustos, pero no había nada en la valla. Sandy sabía que era así. No tenía ni que haberse molestado en mirar. Pero el haberlo hecho hizo que se sintiera espiada, hasta que consiguió apartar la idea de su mente. Nadie, excepto el hijo de Norman Ross y posiblemente su familia, podía saber que ella tenía conocimiento del lugar en que estaba la película, y no se lo iban a decir a nadie.
Antes de salir hacia el trabajo, llamó al hospital y preguntó por Roger.
—¿Puede acercarse al teléfono?
Roger se puso, inesperadamente, casi al instante.
—Estaba practicando con mis piernas postizas por el pasillo. Me sueltan dentro de una hora o algo así.
—Agárrate a algún sitio. Te voy a dar una razón más para que te recuperes cuanto antes. Pero es un secreto, ¿de acuerdo? Sé dónde encontrar la película.
—¿De verdad? Por todos los diablos, pero eso es… Espera un momento. Voy a dejar estos trastos.
Sandy oyó unos golpes metálicos mientras Roger intentaba dejar el auricular manteniendo el equilibrio sobre sus muletas. Al fin volvió a coger el teléfono.
—Supongo que has oído lo bien que me las arreglo. Oye, eso es una gran noticia. No me digas ahora dónde se encuentra, ¿pero estás segura de que está a salvo?
La advertencia preocupó a Sandy, porque volvió a despertar en ella la sensación de que la estaban escuchando.
—Completamente. Está en la cámara de un banco.
—¿Podrás conseguirla hoy?
—Está lejos, y no puedo tomarme el día libre —dijo ella, sonriendo ante la infantil impaciencia de Roger—. Tendremos que esperar hasta el fin de semana.
—Si no estuviera en este estado, iría yo a buscártela. —Roger parecía furioso consigo mismo—. Quizá pueda acompañarte.
—Me encantaría. ¿Dónde vas a estar hoy?
—Me iré con la pierna a rastras a la biblioteca. Si quieres que nos encontremos en el vestíbulo cuando salgas de trabajar, podemos meternos en un taxi y salir a cenar.
Sandy trabajó rápida y eficientemente todo el día, haciendo una breve pausa para comer, y no miró a sus espaldas ni una sola vez. Quería estar segura de acabar el trabajo a tiempo para no hacer esperar a Roger en el vestíbulo. Pero cuando llegó, alguien le había proporcionado una silla de tijera, y allí estaba, sentado delante de la entrada, con la pierna estirada como un primitivo libro de visitas esperando firmas.
—Parece como si te hubieras donado a un museo —dijo ella.
—No sería el primero, a juzgar por la compañía que he tenido todo el día. Me imagino que a la hora de cerrar, los bibliotecarios deben de barrer los cadáveres que han quedado en las mesas.
—Al menos has tenido un día tranquilo.
—¿Tranquilo? Si hubiera aparecido un mimo en la sala, los lectores lo habrían linchado. Mi pierna no ha sido muy bien acogida, y por las miradas que me han lanzado cuando he cerrado un libro demasiado fuerte, yo podía haber seguido el mismo camino.
Roger comenzó a ponerse de pie.
—Pero parece que hay normas diferentes para el personal —siguió diciendo—. Un empleado de la biblioteca no paraba de moverse de un lado para el otro, fuera de mi vista. Y hubiera jurado que llevaba una máscara, porque de vez en cuando lo veía de reojo entre las estanterías y llevaba la cara cubierta. Supongo que al final uno se acostumbra a todo. Y no parecía molestar a nadie más que a mí.
—Vámonos de aquí de una vez, donde puedas hacer todo el ruido que quieras —dijo Sandy mientras lo ayudaba a descender la escalinata—. ¿Te apetece un restaurante, o prefieres que vayamos a tu casa? Te llevaría a la mía, pero creo que no íbamos a poder con las escaleras.
—Vamos a la mía y encargamos algo de comer. Solos tú y yo. Mi padre ya ha vuelto a casa.
A la puerta de la biblioteca, Sandy paró un taxi y lo ayudó a subir al asiento trasero.
—¿Entonces has encontrado algo de interés? —dijo mientras el taxi aceleraba.
—Nada demasiado importante ni demasiado agradable.
Se tuvo que conformar con eso por el momento, ya que el taxista se lanzó a un monólogo sobre piernas rotas, lesiones deportivas, caballos heridos durante las carreras, caballos heridos por saboteadores, gente que mezcla tradiciones que no comprende y gente que intenta destruir la esencia del espíritu inglés… Por fin llegaron a casa de Roger y Sandy se adelantó. Abrió la puerta, encendió las luces, y lo ayudó a llegar al sofá, donde Roger se dejó caer como una víctima de gota. Encargó algo de cenar por teléfono mientras Sandy servía dos copas de vino y tomaba asiento junto a él.
—Bien, vamos a oír esos detalles escabrosos.
—Lo son más de lo que te imaginas, especialmente si vamos a empezar a comer. Ni siquiera sé si vale la pena que te los cuente.
—Tendrás que dejarme decidir.
—De acuerdo —dijo él de mala gana—. El bibliotecario me encontró un informe sobre la muerte de Spence. Se estrelló contra un árbol en las inmediaciones de Redfield y debió de salir proyectado por el parabrisas. Según el periódico, se arrastró cerca de un kilómetro en dirección a Redfield antes de morir.
Spence debió de haber intentado llegar a La Espiga de Trigo para conseguir ayuda. Se había arrastrado sangrando a lo largo de un kilómetro por la tierra de Redfield. Sandy no pudo evitar el recuerdo de los epitafios del cementerio. A duras penas reprimió un escalofrío.
—Vale, eso puedo soportarlo. ¿Qué más?
—Nada que confirme lo que piensas de Redfield.
—¿Qué piensas tú que pienso?
—No sé, que el lugar necesita una especie de carnicería con regularidad, ¿no es eso?
Sandy no recordaba haber dicho tal cosa, pero sin duda la idea había estado siempre en el fondo de su mente.
—He oído hablar de costumbres similares —dijo ella.
—Yo también. Estás pensando en los aztecas y sus dioses de la fertilidad, ¿no es así? Y en la India había tribus que hacían sacrificios humanos a los campos, hasta que los ingleses los detuvieron. También en Irlanda sacrificaban niños para fertilizar la tierra, y no hace mucho los indios pawnees ofrecían la muerte de una joven al lucero del alba para propiciar las buenas cosechas. Pero dejemos esto, no me parece una conversación muy apropiada para la comida. Digamos que estuve indagando sobre este tipo de rituales, y lo que tenían en común era su periodicidad anual. En ningún caso se hablaba de que transcurriera un lapso de cincuenta años.
—Pero tú estás hablando de rituales que se practicaban conscientemente —dijo Sandy, y se preguntó si creía que en Redfield serían diferentes—. Suponte que existiera un ritual olvidado a lo largo de los siglos, pero que inconscientemente se recordara y que de alguna forma se hubiera distanciado en el tiempo —aventuró mientras oía tamborilear unos dedos en la ventana que tenía a sus espaldas.
Pudo oler la comida antes de separar las cortinas. La figura que atisbo acercándose a la puerta principal traía la cena, por supuesto. Abrió la puerta y recogió la bolsa. El repartidor entró tras ella al oír a Roger gritar que él pagaba, pero que no podía levantarse. Cuando lo acompañó a la puerta, Sandy pensó que un compañero o un perro lo esperaba fuera, pero debía de ser su sombra moviéndose silenciosamente entre los arbustos.
Sandy sirvió la cena y descubrió que estaba muerta de hambre. Debía de ser sólo el pan lo que no le sabía tan bien desde que había vuelto de Redfield. Roger estaba disfrutando por fin de una comida que no sabía a hospital, y comieron en silencio durante un rato.
—¿Entonces tuviste tiempo de leer algo sobre Redfield? —dijo ella por fin.
—Mucho tiempo, pero poco que leer. Se diría que se ha mantenido al margen de los libros de historia. De hecho, el bibliotecario pareció indignado de que no apareciera en un infalible tratado Victoriano sobre la campiña inglesa. Y casi no existen referencias de la batalla que dio nombre al lugar. —Se limpió la boca con la servilleta y buscó algo en el bolsillo—. Pero he copiado algo sobre esa parte del país. No hay razón para pensar que se refiera a Redfield, pero lo apunté porque se parecía a lo que tú estás buscando. Te lo leeré, ya que tardarías toda la noche en descifrar mis garabatos. Me dio vergüenza pedirle al bibliotecario que me lo copiara, después de tenerlo todo el día trayéndome libros.
Hojeó con rapidez su libreta hasta encontrar lo que buscaba.
—Debería haber apuntado la referencia de la cita. Era una traducción del latín, una especie de estudio sobre la invasión romana. Hablaba de los diferentes grados de civilización de los pueblos de Kent, y decía lo siguiente: «De las tribus indígenas, se dice que las más salvajes eran las del norte. Los mismos bretones ponían como ejemplo de ello a una tribu que cultivaba una fértil región al norte de Lincoln. Cada año se daba caza a través de los campos a una víctima humana, a la que se infligía numerosos cortes y heridas para que su sangre (o eso se creía) fortaleciera las cosechas. Esta tribu fue finalmente masacrada por otra que envidiaba la fertilidad de su suelo. No satisfechos con matar a todos los hombres, mujeres y niños, los victoriosos norteños exhumaron a todos los muertos de la región. Después de desmembrar sus cadáveres hicieron con ellos una pira tan alta que el humo se veía desde muchas millas a la redonda. Y lo hicieron, según se cuenta, para que fueran sólo sus muertos los que alimentaran la tierra…». ¿Qué te pasa?
—Estás hablando de Redfield.
—No puedes estar segura, Sandy.
—Estoy segura. Eso es exactamente lo que los primeros Redfield hicieron al pueblo al que arrebataron la tierra.
—Hmmm. Bien. —Roger parecía sentirse culpable por haberla impresionado—. Quizá lo que pretendieron era darles a probar su propia medicina, aunque fuera varias generaciones más tarde.
—Puede —dijo ella sin convencimiento—. ¿Pero qué significa lo de alimentar la tierra?
—Formar parte de ella, supongo. Fertilizarla, si lo prefieres. No lo sé. Eso decía la traducción al inglés. Yo no sé latín.
—No creo que eso signifique ninguna diferencia —dijo ella, sin dejar de sentirse incómoda. Recogió los platos y los fregó—. En tus condiciones yo no lo hubiera hecho ni la mitad de bien —le dijo, y se acurrucó junto a él en el sofá, acariciándole el vientre con los dedos hasta que él hizo un gesto de dolor—. ¿Todavía duele?
—Me temo que sí.
—No dejes de comunicarme cuando puedo tomar parte en el proceso curativo.
—Claro, te lo diré en cuanto pueda resistir una prueba física.
—No me importaría que fuera oral.
—En este momento lo único que puedo soportar es una terapia de sugestión.
Estar casados debía de ser algo parecido a aquello, pensó Sandy, como aquel peloteo de alegres indirectas, como aquella soñolienta satisfacción que hacía innecesario ponerlas en práctica.
—Me imagino que puedo arrastrar la pierna hasta la cama —dijo Roger por fin, y cuando Sandy lo tapó con las mantas añadió—: Quédate si te apetece, como tú quieras.
Ella se desnudó y se deslizó bajo las sábanas junto a él, con la única intención de pasar un rato tranquilo. Le habló del viaje, de las conversaciones con la gente que había participado en el rodaje y de su encuentro con Enoch Hill. Entonces se adormeció y pensó en Redfield. Un lapso de cincuenta años era más de una generación; se consideraba que una generación cubría treinta y tres años, la duración de la vida de Cristo. ¿Y si el ciclo de cincuenta años era una especie de ritual testimonial para mantener viva la tradición del baño de sangre? Y si era así, ¿quién realizaba el ritual?
—Ahí está otra vez —murmuró Roger en sueños, y por un momento Sandy pensó que el repartidor había vuelto y estaba frente a la ventana; incluso creyó oler a comida rancia, o mezclada con tierra. Se obligó a despertarse del todo y la impresión desapareció. La muerte de Giles Spence podía haber sido una coincidencia, se dijo. Pero si no lo había sido, ¿qué podía hacer ella? Sintió que una hormigueante insatisfacción caía sobre ella, y no se la quitó de encima hasta que se durmió.
Se levantó antes del amanecer y dejó una nota a Roger. Las calles estaban desiertas y silenciosas excepto por un sonido como el del viento en un campo seco, y que al momento identificó como el de un camión cisterna que regaba las calles. Tomó un tren hasta su casa; se bañó, se cambió la ropa y se fue a trabajar.
La sensación de que la seguían le estaba afectando los nervios de tal modo que casi le cerró la puerta del ascensor en las narices a un realizador, precisamente uno de los que habían discutido con ella delante del despacho de Boswell. Él la miró durante los dos primeros pisos como si pensara que Sandy había intentado dejarlo fuera.
—Tengo entendido que tus amigos han encontrado a alguien que los defienda —dijo entonces con un tono sarcástico.
—Eso me devuelve la fe en la humanidad —explicó ella mientras el ascensor seguía subiendo—. ¿Quién es?
—Un terrateniente del norte. Les ha dicho que pueden acampar en sus propiedades mientras deciden adónde van a dirigirse, eso si entre todos son capaces de saberlo.
El ascensor se detuvo y él hizo ademán de salir. Sandy tuvo que reprimirse para no cogerlo del brazo.
—¿No sabes cómo se llama?
—¿Su Señoría? Tiene el mismo nombre que sus tierras. Más les vale a tus amigos que no haga honor a su nombre. —Las puertas se cerraron tras él, atrapando a Sandy en el ascensor con la respuesta—. Se llama Redfield.