Por la mañana llamó a Boswell.
—Ya estoy aquí.
—¿Mejor?
—Eso espero.
—Conque sea como antes me vale. Tu amiga Lezli ha impresionado a toda la gente con la que ha trabajado, pero te han echado de menos.
Entonces su ausencia había sido beneficiosa para Lezli.
—Mientras estabas fuera hice unas cuantas gestiones con las personas apropiadas —prosiguió Boswell—. Recibirás la paga de enfermedad por el tiempo que has estado fuera, sin perder las vacaciones que te corresponden.
—Te lo agradezco de verdad. ¿Cuándo quieres que vuelva?
—¿Qué tal ahora mismo?
—Voy para allá —dijo Sandy.
Cinco minutos más tarde estaba delante del lecho de flores en el que estaban enterrados los gatos. La tierra que rodeaba al trozo de losa estaba igual que como la había dejado, excepto por un brote verde de alguna flor, que le produjo una sensación de sosiego. La imagen permaneció en su cabeza mientras atravesaba el parque. En una ocasión le pareció que alguien intentaba alcanzarla, pero al volver la vista atrás no pudo ver a nadie en los senderos.
En el metro, tuvo que permanecer de pie todo el trayecto hasta Marble Arch, rodeada de rostros que se inclinaban sobre ella. Cruzó con paso rápido el vestíbulo de la Metropolitan y entró por los pelos en un ascensor que se cerraba. Apretó el botón de apertura un momento, pero vio que en realidad nadie iba tras ella. Al entrar en la sala de montaje la recibieron con gritos de alegría, y Lezli la abrazó con fuerza. Estaban esperando un reportaje sobre un accidente ferroviario, tan extenso que ella y Lezli tuvieron que emplearse a fondo para tenerlo dispuesto para el noticiario de la una.
Sandy casi había olvidado cuánto disfrutaba con el desafío del montaje.
Comió con Lezli en el pub de la esquina mientras oía la historia del nuevo ligue de su amiga, un actor que interpretaba al doctor Seward en una nueva versión musical de Drácula. Finalmente Sandy recordó lo que quería preguntar a Lezli desde el principio.
—¿Has intentado tú ponerte en contacto conmigo estos días?
—No, ¿por qué?
—Toby dijo que alguien de la Metropolitan quería verme. —Podía haber sido Boswell, para contarle lo de su paga por enfermedad, pero de repente lo comprendió—. Claro, Piers Falconer.
Después de la comida fue a visitarlo a su despacho. Al verla apareció en su frente la arruga de preocupación que sólo empleaba cuando estaba en pantalla.
—Intenté localizarte por lo de la comida de tus gatos —dijo.
—He estado tan ocupada que se me pasó llamarte.
—Sólo quería tranquilizarte. La mandé a analizar, y estaba bien.
—No entiendo —dijo Sandy.
—No había nada tóxico, nada que no debiera haber. Lo que fuera que hizo escapar a tus gatos no salió de esa lata.
Sandy se preguntó por qué la noticia tenía que tranquilizarla; quizá debiera sentir alivio por no haberles administrado ella la causa de su muerte. ¿Podía contener la lata algún aditivo contra el que habían reaccionado? Y en ese caso, ¿por qué no se había manifestado antes la alergia? Expulsó el problema de su mente para concentrarse en el trabajo, pero volvió a aparecer mientras se dirigía al hospital, e hizo que se sintiera seguida por algo que no podía definir.
Roger fue capaz de tomarle la mano, ansioso por mostrarle la fuerza que podía hacer ya. Cuando su padre, que tenía mejor aspecto después de una noche de sueño, intentó dejarlos solos, Sandy insistió en que se quedara y se despidió pronto con la intención de meditar con tranquilidad sobre esos asuntos con los que no quería perturbar a Roger mientras seguía hospitalizado. Tenía que obtener más datos sobre la historia de Redfield, aunque no estaba segura de si quería encontrar una explicación o no. Tenía que averiguar si se había informado con detalle en algún lugar acerca de las circunstancias de la muerte de Giles Spence. La incógnita de la causa por la que sus gatos habían huido hacía que el piso le pareciera más frío y más solitario de lo que hubiera querido.
—Ponte bien pronto, Roger —murmuró, y se repitió varias veces la frase mientras yacía en la cama esperando el sueño.
Cerca del amanecer se despertó. Se dio la vuelta para ponerse boca arriba y estiró los brazos a ambos lados, esperando sentir el suave peso de los gatos sobre la cama.
—Vamos, subid de una vez —murmuró confusamente, y entonces se despertó lo suficiente para recordar que ya nunca volverían a hacerlo. Sin duda la conversación con Piers Falconer los había hecho aparecer en sus sueños y aún le duraba la sensación de que algo ronroneaba a los pies de la cama, a punto de saltar sobre la colcha.
Se incorporó y tiró del cordón de la lamparilla. No hubiera podido decir si olía a rancio en la habitación, quizá solo fuera el sabor del pánico; pero cuando volvió a la cama, después de recorrer todas las habitaciones para comprobar que estaban vacías, ya había desaparecido.
Cuando despuntó el sol, se duchó y luego desayunó. No tenía hambre, y el pan le pareció tan insípido que tuvo que comprobar que era el que había comprado el día anterior, y no el que había dejado al salir de viaje. Al menos tenía tiempo de sobra para un buen paseo por el parque.
El sol todavía no iluminaba los senderos; bajo los árboles hacía frío y la luz era débil. La actividad que percibía a ambos lados del sendero, las sombras que se deslizaban entre los árboles y la vegetación debían de ser de los pájaros, pero Sandy deseó que hubiera sido mejor que se identificaran por su canto.
Los trabajadores que venían de los suburbios la acompañaron al andén de Highgate. Consiguió encontrar asiento, y durante el trayecto las cabezas la contemplaron desde lo alto. En la Metropolitan el ascensor se detuvo antes de llegar a su piso, pero no había nadie esperando. Trabajó todo el día en la sala de montaje para mantenerse ocupada, y comió un simple bocadillo. Aquel pan también le sabía a rancio. De cuando en cuando se quedaba sola en la habitación, y cada vez tenía la sensación de que alguien se acercaba a mirar por encima de su hombro. En una ocasión creyó que un perro andaba suelto por los pasillos.
Al salir del trabajo fue a tomar una copa con Lezli para relajarse, y a continuación se dirigió al hospital a ver a Roger. Ya le habían descolgado la pierna y retirado los vendajes de la cabeza y los brazos. Estaba sentado en la cama.
—Mañana me echan de aquí —dijo.
Al instante Sandy se sintió mucho mejor.
—¿Tan bien estás ya?
—Supongo que mejor que el que vaya a ocupar esta cama en mi lugar. Y creo que le sale más barato a nuestra seguridad social prestarme unas muletas.
—¿Pero podrás escribir?
—Podría si tuviera algo preparado —dijo él mientras estiraba y encogía los dedos para demostrar que podía moverlos sin pestañear—. Quizá me pueda instalar en la biblioteca del Museo Británico y hacer uso de mi tarjeta de lector mientras espero a que vuelvan las ideas, si es que necesitas que te investigue algo.
—La historia de Redfield y cualquier información sobre la muerte de Giles Spence.
—Muy bien. Me miras como si me estuvieras pidiendo que me rompa la otra pierna. Sandy, quiero aclarar este asunto tanto como tú.
—Y cuando puedas moverte mejor, seguiremos buscando la película de Spence, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Durante este retiro forzoso he estado pensando que quizá los Redfield no compraron los derechos de la película para Estados Unidos. Si, como pienso, no pueden impedir que la proyectemos allí, no podrán detenerme hasta que lo consiga.
—Así que estás pensando en volver a América.
—No por el momento —dijo él, y le apretó la mano, manteniéndola entre la suya mientras se acercaba su padre. La conversación viró hacia temas más generales, pero la presión de su mano permaneció, incluso después de abandonar el hospital. Sandy sintió su compañía en las calles semidesiertas y en el Metro, donde oyó resonar los pasos de alguien que no estaba a la vista; le pareció que sonaban como el raspar de unas garras. Pensó que aquella agradable presión era una promesa de que no pasaría muchas más noches sola.
Volvió a pie a su casa rodeando el bosque y comiendo fish and chips de un cucurucho hecho con hojas del Daily Friend. Por una vez no tenía que preocuparse de que la hicieran engordar. Tenía que telefonear a algunos amigos para hacerles saber que ya estaba de vuelta a la ciudad y para presentarles a Roger. Subió trotando las escaleras y entró en el piso. Después de encender todas las luces, se preparó una infusión caliente, que sorbió lentamente mientras veía el final de una comedia televisiva. Se desvistió y se lavó los dientes. Cuando acabó de cepillarse el pelo se sentía agradablemente cansada. Entró en el dormitorio, encendió la lámpara de la mesilla de noche y se acercó a la ventana. Agarró las cortinas y estaba a punto de echarlas cuando un movimiento entre la vegetación le hizo bajar la vista. Su cuerpo dio un brinco y casi arrancó las cortinas de raíl. Contra la barandilla que marcaba el límite del jardín, con la borrosa y enmarañada cabeza vuelta hacia su ventana, había un espantapájaros.