Sandy tomó nota del nombre del hospital y se disculpó por sus palabras.
—Olvídelo —dijo el padre de Roger—. Quería que hiciera una llamada, pero no pude entender el nombre que me decía. Ahora que oigo el suyo, estoy seguro de que se trataba de usted.
Prometió decirle a Roger que estaba en camino y le deseó buen viaje. Entonces el teléfono comenzó a pedir más monedas. Antes de que Sandy pudiera decir nada más, él colgó, suponiendo seguramente que se había interrumpido la comunicación.
Se quedó un momento mirando el auricular, aunque le pareció como el tirador de una puerta que se le hubiera quedado en la mano. No debía empezar a culparse por haber sospechado de Roger cuando él estaba en un hospital. No debía preguntarse si estaría malherido. La incapacidad de hablar o de hacerse entender podía ser debida a los calmantes. ¿Cuánto estaría padeciendo para que le administraran tantos calmantes? No iba a ayudarlo en nada haciendo conjeturas, así que colgó por fin y buscó las llaves del coche. Cerró el bolso con un chasquido y se dirigió directamente hacia la puerta.
Vio a la mujer pelirroja intercambiar una mirada con el patrón e interponerse en su camino. Intentaban entretenerla, pensó confusamente. Debían de haber recibido instrucciones de no dejarla marchar. Entonces la mujer hizo un gesto hacia la barra con expresión de profundo pesar.
—No irá a dejarse la cerveza.
—Lo siento. Sólo la he pedido para que me dieran cambio —dijo Sandy, y pensó que la mujer se echaría a reír de su pánico con tanto desprecio que cuando llegó al porche iba casi corriendo.
Se sentó en el coche y se echó a reír de sí misma, hasta que perdió el aliento y tuvo que enjugarse las lágrimas. Al salir a la carretera, la torre se alzó en el espejo retrovisor. Los espantapájaros aleteaban ligeramente a ambos lados de la carretera. Uno de ellos pareció dejarse caer al suelo a su paso, pero Sandy no se dejó distraer por eso ni por la torre, que desaparecería de su vista tan pronto como hubiera cruzado el puente de Toonderfield.
Sin embargo, la torre no desapareció tan rápido como hubiera debido.
—Freud sabrá por qué —bromeó para sí, pero la sensación de que el coche no se movía tan deprisa como indicaba el marcador de velocidad persistía. No podía ceder a la tentación de conducir más rápido, o acabaría como Giles Spence. Al fin el mar amarillo que la separaba del puente pareció llegar a su fin y el canal centelleó como la dentadura de una fina boca. Roció el parabrisas con las últimas gotas del líquido limpiador y las escobillas despejaron relativamente el barro del cristal mientras Sandy reducía la marcha al cruzar el puente y se internaba en el bosque acelerando.
Los árboles se inclinaron sobre ella, asintiendo con sus frondosas cabezas. Una lámina verdosa pareció cubrir el barro que quedaba fuera del alcance del parabrisas, como si el moho hubiera crecido inadvertidamente en su superficie. Los árboles entrelazaban sus ramas sobre la carretera, cada vez más sinuosa. Sandy no recordaba que el bosque fuera tan extenso ni sombrío, pero al ir hacia Redfield no tenía motivos para haberlo notado. Al menos ya había pasado Toonderfield, pensó, y casi en el mismo momento se preguntó si realmente era así. Si Giles Spence se había estrellado contra un árbol, tenía que haber sido allí. Toonderfield debía de acabar al final del bosque.
La carretera zigzagueaba, y Sandy redujo la marcha de mala gana. Se repitió que estaba a punto de ver el sol señalando el límite del bosque. ¿Qué importaba que Giles Spence hubiera muerto en aquel mismo lugar cincuenta años atrás? Al menos ya había desaparecido la torre. En el cementerio no había encontrado ninguna alusión a ella, sólo a la tierra: la tierra que «sería anegada en sangre». No pudo evitar mirar el bosque entre la penumbra y el barro que salpicaba el parabrisas, intentando identificar lo que había acabado con la vida de Giles Spence. Pero no fue la visión de ningún árbol lo que hizo que su pie se retirara del acelerador, casi calando el coche.
No era más que un espantapájaros. Alguien debió de haberlo tirado entre los árboles en lugar de llevárselo a otro lado. Debía de llevar mucho tiempo abandonado allí, pues su cabeza se había convertido en una maraña vegetal, aunque más de uno de los que había visto plantados en los campos tenía un aspecto similar. Un golpe de viento agitó la vegetación y el espantapájaros pareció apartarse del árbol contra el que estaba apoyado. La aparición de la hinchada masa verdosa, que recordaba a una cara más de lo que Sandy hubiera querido, le hizo pisar el acelerador con fuerza. El coche derrapó ligeramente en la curva. La carretera giró sobre sí misma bruscamente y Sandy vio el cielo abierto a unos cientos de metros, al final del siguiente tramo recto. Estaba tan deslumbrada por la luz del sol y por el alivio que le producía, que casi no vio el espantapájaros.
Debía de ser una costumbre el tirar los viejos espantapájaros allí. Y no podía ser el mismo, porque estaba apoyado contra un árbol diferente, entre ella y la salida del bosque. El árbol, un grueso roble, parecía haber sido dañado en el pasado y quizá fuera el que había estado buscando. No tenía tiempo ni ganas de parar a examinarlo más de cerca, ni tampoco de acercarse a aquella figura famélica y harapienta que se recortaba tras él, asomando la enmarañada cabeza. Llegó a la altura del árbol y sintió el impulso de acelerar cuando éste le ocultó la extraña figura. El viejo roble desapareció de su vista y volvió a reaparecer en el espejo lateral. Entonces vio al espantapájaros volver la cabeza hacia ella y dejarse caer en cuatro patas, perdiéndose entre el follaje.
Sandy dejó escapar un grito, intentando controlar el volante con manos temblorosas, y se resistió con todas sus fuerzas al impulso de mirar atrás. Estaba casi en el lindero del bosque, fuera de Toonderfield. El viento debió de haber tumbado el espantapájaros, eso era todo. Lo que le había parecido una horrenda cara que seguía al coche entre los helechos y matorrales no podían ser más que las sombras de las hojas.
Aceleró para dejar atrás los últimos árboles. La idea de que en realidad todavía no había salido del bosque le produjo un nudo en el estómago. Entonces el cielo se abrió sobre su cabeza, y el coche salió como un proyectil al campo abierto. El bosque se hundió en la lejanía como si volviera a la tierra y pronto se vio rodeada de campos de labranza; frente a ella y a sus espaldas ya sólo había la carretera. Intentó convencerse de que en un momento el paisaje la tranquilizaría y por fin dejaría de sentirse vigilada y perseguida.