Ahora la carretera avanzaba por encima del nivel de los campos. Ambos estaban desiertos, aparte de los espantapájaros que destacaban entre el trigo. ¿Había tantos cuando había pasado por allí la primera vez? Ante sí tenía La Espiga de Trigo y, más allá, al otro lado del puente jorobado, el bosque de Toonderfield. Después del bosque había un cruce de carreteras, y eso era lo que la hacía dudar. Una vez se dividieran las carreteras, no podría estar segura de cruzarse con Roger, en caso de que realmente acudiera en su busca.
No era probable que llegara con tanto retraso. Pero ¿y si lo hacía? En realidad sólo se había retrasado un día. Quizás había estado tan concentrado en su trabajo que había olvidado llamarla, o quizás hubiera imaginado que ella lo llamaría si salía hacia otro lugar, o a lo mejor tenía el teléfono estropeado. Sabía que no estaba pensando lógicamente, pero parecía imposible hacerlo cuando sus miedos eran tan vagos. ¿Qué estaba imaginándose que podía ocurriría a Roger si iba a Redfield? Se dirigiría a la fábrica de Semilla de Vida y de allí lo enviarían al hotel La Gavilla, donde le informarían de que ella ya se había ido. ¿Qué más podía pasar? Pero el miedo que había reprimido desde su encuentro con las tres mujeres estaba encontrando una vía de escape, y repetía sin cesar en su cabeza, «cincuenta años, cincuenta años». Si el teléfono de Roger había tenido una avería, con seguridad estaría ya arreglado, y si simplemente había olvidado llamarla, no importaría. Se iba a sentir mucho mejor si podía hablar con él antes de llegar al cruce de carreteras. Miró intensamente por el retrovisor para comprobar que no la seguían y siguió hasta La Espiga de Trigo.
Los campos parecían cerrarse a su alrededor, y tuvo la desconcertante sensación de que algunos de los espantapájaros se incorporaban. Salió de la carretera y aparcó junto al cartel del pub. El viento hizo gemir el letrero y estremecerse el coche. Cerró la maleta en el maletero y se acercó al porche de entrada.
El viento hizo vibrar el pomo de la puerta antes de que Sandy lo tocara, y cerró la puerta de un golpe tras ella. Una corriente de aire que olía a tierra la siguió a través del porche agitando en su dirección los carteles pegados a los cristales. Sandy abrió la segunda puerta y pasó a la sala con vigas de roble. El barrigudo patrón estaba detrás de la barra, y su rubicunda esposa se movía silenciosamente entre las mesas con sus zapatillas atigradas.
—Aquí está —dijo el dueño sin levantar la vista.
Desde la ventana debió haber visto a Sandy acercarse. Era absurdo pensar que les hubieran avisado de su llegada. La mujer se inclinó sobre la mesa que había limpiado.
—¿Va a quedarse a comer?
—No, sólo beberé algo —dijo Sandy—. ¿Puedo usar su teléfono?
La mujer no se había mostrado especialmente acogedora, pero ahora su voz se tornó brusca.
—Pregúntele a él.
El patrón miraba a Sandy sin dejar de sacar brillo a las jarras de peltre. Su expresión era casi hostil, y no se suavizó cuando Sandy lo miró a los ojos.
—¿Puedo? —le preguntó.
—No ha dicho lo que quiere beber.
—Media jarra de cerveza, por favor —dijo Sandy, y se dirigió al final de la barra, donde estaba el teléfono. Quizás habían discutido por culpa de Sandy después de su primera visita, y por ello la mujer se mostraba tan hosca. Desde el teléfono Sandy podía ver la carretera de Toonderfield a través de una ventana flanqueada por dos escenas de caza. Abrió el monedero y descubrió que casi no tenía suelto.
—¿Puede darme algunas monedas de cincuenta peniques?
El patrón miró con severidad el billete de diez libras y a continuación a Sandy.
—Es conferencia, ¿verdad?
—Me temo que sí —dijo Sandy, repitiéndose que el hombre no había hablado en tono de amenaza.
Por fin cogió el billete, dejó la cerveza de Sandy sobre la barra y abrió la caja registradora con un tintineo. Miró al interior del cajón, sacó de un tirón un billete de cinco libras, añadió cuatro monedas de una, que el teléfono no aceptaba, y el cambio de una libra. Ella iba a hacérselo notar cuando él retiró una libra y la sustituyó por dos monedas de cincuenta peniques.
—Eso es todo lo que puedo hacer por usted.
—Si es así, gracias —dijo Sandy, y marcó el número de Roger.
Lo sabía de memoria, al igual que el sonido de los pitidos, que sonaban engañosamente cerca. Miró hacia la carretera desierta, más allá de los grabados de la campiña inglesa, y los pitidos se interrumpieron.
—¿Sí, dígame?
Estaba tan acostumbrada a no recibir respuesta, que casi se le cayó la moneda al suelo. La introdujo en la ranura y esperó a que cayera para hablar.
—Adivina quién soy —dijo Sandy—, y dónde estoy.
—Lo siento, pero no lo sé. ¿Quién es?
—¿No lo sabes? Eso sí que tiene gracia. —Sintió tentaciones de colgar sin siquiera advertirle que no fuera a Redfield—. Ya te has olvidado de mi voz, ¿verdad? Menos mal que yo me acuerdo de la tuya.
—Perdone, pero creo que está cometiendo…
—Desde luego que he cometido un error. Fue hace unas cuantas noches, y dos veces, si es que lo recuerdas. ¿O también eso se te ha olvidado? ¿Quién te ha ayudado a olvidar, Roger?
—Ya le he dicho que se equivocaba, señorita. No soy Roger.
—Ah, ¿así que no eres Roger? —gritó Sandy, y notó que el patrón y su mujer escuchaban a sus espaldas—. Qué curioso, estás en su piso y tu voz suena como la suya, ¿no?
—No es curioso. Soy su padre.
Sandy abrió la boca y volvió a cerrarla mientras sentía arder su rostro. Comenzaron a sonar los pitidos e introdujo la segunda moneda, agradecida por la interrupción.
—Dios mío, lo siento. Soy una amiga de Roger. Temamos que reunimos aquí, pero cuando hablamos él no esperaba su visita. Ahora comprendo que se le haya olvidado.
—Bueno, no es eso exactamente lo que ha ocurrido, señorita…
—Sandy, Sandy Allan. —Sintió que le faltaba el aire al percibir la gravedad de su voz—. ¿Qué ocurre?
—Roger está en el hospital. Por eso he venido. Lleva allí desde anteayer, y hasta ahora no ha sido capaz de decir mucho. El padre de Roger tosió, y añadió: —Todo lo que sé por el momento es que lo atacó alguien que llevaba una máscara, o que tenía algo raro en la cara.