32

Debía haber sido capaz de ver lo absurdo de la situación. Le hicieron pensar en tres participantes en un concurso de rosas esperando al juez que les ha arrebatado el premio que ambicionaban, o en tres clientes que acorralan al camarero para quejarse de la calidad del té. Las tres llevaban unos chillones sombreros cargados de encaje y perlas de imitación. Una llevaba una bolsa de verduras, otra una gran barra de pan bajo el brazo, y la tercera, la de manos más grandes y fuertes, no llevaba nada.

—¿Ya ha tenido suficiente?

Por separado ninguna de ellas hubiera parecido amenazadora, se dijo Sandy, y juntas sólo lo eran porque le cerraban el camino hacia el coche.

—¿Suficiente de qué? —dijo con toda la calma que pudo.

—De nosotros. De nuestro pueblo.

¿Cómo podían saber que se iba a ir? Miró sus anchos y severos rostros, los robustos cuerpos que le impedían el paso, mientras sentía la presencia del cementerio a sus espaldas.

—¿Por qué dice eso?

—¿Que por qué digo eso? —La mujer se volvió hacia sus compañeras—. ¿Pues no pregunta que por qué digo eso? Cuando la hemos visto correr por el cementerio como una liebre con los perros detrás…

—Como un conejo asustado —dijo la mujer de la bolsa.

—Como un gato escaldado —añadió la de la barra de pan.

Su determinación era como un trueno, como una amenaza de violencia oculta bajo la placidez del lugar. Al ver a las tres mujeres cerrándole la salida como tres sacos de patatas, Sandy sintió impulsos de abofetearlas. Sin embargo la impaciencia agilizó su mente, dando un tono gélido a su voz.

—Se me cayó algo y el aire lo arrastró, eso es todo.

—Un cuaderno, ¿verdad? —dijo la mujer de las manos vacías.

—Todas las notas que ha estado escribiendo sobre nosotros, ¿no? —intervino la de las verduras.

—Un pañuelo.

Las tres miraron a Sandy como si hubiera hablado sin ser su turno.

—Ahora nos dirá que estaba echando unas lagrimitas —dijo la mujer del pan—. O que tiene a alguien enterrado aquí.

—Claro que no lo tengo —dijo Sandy mientras se daba órdenes de no temblar, aunque las mujeres habían empezado a sonreír como si su voz la hubiera delatado—. ¿Cuál es el problema? —les espetó bruscamente.

—Quiere saber… —comenzó a decir la mujer de la cesta, pero la de las manos desnudas la interrumpió.

—No tenemos mucho tiempo para los periodistas —dijo.

La tercera mujer apretó la barra bajo el brazo, con tanta fuerza que la corteza crujió como un hueso al quebrarse.

—Ya vino uno buscando problemas el año pasado.

—Sí, buscaba gente que quisiera apuntarse a un sindicato —dijo la mujer de las verduras—. Y como no encontró a nadie, se inventó historias para su periódico. Dijo que teníamos miedo de decir que no estábamos contentos porque no podía creer lo que veía. ¿Y sabe una cosa? Nos hizo un favor, porque ya no viene gente a husmear buscando trabajo.

—Tenemos nuestro periódico —dijo la de las manos vacías—. No necesitamos esa basura.

La mujer de la barra de pan miró a Sandy con dureza.

—Maldita la falta que nos hace que vengan forasteros a meter las narices en nuestros asuntos y a intentar remover las cosas.

—Creo que lord Redfield lo invitó para que intentara encontrar a alguien descontento —dijo Sandy, y en el mismo momento se dio cuenta de lo que debía haber dicho a las mujeres en primer lugar—. Igual que ha sido lord Redfield quien me ha invitado a mí.

Los tres rostros se ensombrecieron al instante, adoptando un aire acusador.

—Nos gustaría creer que lo hizo de buena gana —dijo la mujer de las manos vacías.

Sandy podía haberles dicho que no era periodista —para entonces la recepcionista del hotel ya debía haberles comunicado que trabajaba en la televisión—, pero hacerlo hubiera dado lugar a nuevas e incomodas preguntas.

—Ésta es la verdad —señaló Sandy con voz firme—. Y ahora perdónenme.

No cedieron, pero la que llevaba la voz cantante se frotó las manos con un ruido suave y seco.

—¿Adónde va?

—Si quiere más información, pregunte a lord Redfield. Me dijo que fuera donde me viniera en gana.

La aseveración tampoco las hizo moverse. En todo caso parecieron más monolíticas que nunca.

—Debía haber pedido a alguien que la acompañara —dijo la mujer de la barra de pan.

—No se conoce un lugar hasta que se conoce a su gente.

—No se puede apreciar su sabor si se deja fuera la sal de la tierra.

Si su hostilidad se debía a que no había entrevistado a ninguno de los habitantes del pueblo, ¿cómo sabían que no lo había hecho? Sandy tuvo la sensación de que la mujer de las manos desnudas podía leer sus pensamientos, porque sonrió y dio un paso atrás.

—Dejadla salir, a ver si va a pensar que hay algún sitio a que no puede ir.

Las otras dos se apartaron un poco, de modo que sólo pudiera pasar de lado. Sandy contuvo el aliento para soltarlo lentamente cuando las hubiera dejado atrás.

—Mira la hora que es —dijo entonces la mujer de las verduras—. Puede venir con nosotras.

Al consultar el reloj, la mujer de las manos desnudas descubrió una muñeca gruesa y nudosa como una rama de árbol.

—Sí, ya es hora.

Todavía no le dejaban espacio suficiente para pasar. Estaba a punto de explotar y preguntarles de qué hablaban cuando la mujer de la barra de pan se lo dijo.

—La vamos a invitar a comer. Así tendrá tiempo de conocernos.

Sandy comprendió que la comida significaba una nueva dosis del pan especial de Redfield —de nuevo la pesada satisfacción que la retenía allí—. Por segunda vez en el día sintió en la boca un gusto a moho, y el herrumbroso sabor de Redfield ascendió hasta su garganta.

—No puedo, lo siento —dijo—. De verdad se lo agradezco, pero tendrán que perdonarme. Se me hace demasiado tarde.

Las tres mujeres la miraron con expresión sombría; sus hombros casi se tocaban.

—No va a aprender nada nuevo comiendo sola —dijo la mujer de las verduras.

¿Cómo sabían que iba a estar sola? Eli hecho de tener que mentirles, nerviosa de pensar en decirles la verdad sin saber por qué, despertó en su interior una furia que reprimió a duras penas, pero estaba dispuesta a decir cualquier cosa que le permitiera cruzar la barrera que formaban.

—Tengo que volver al hotel. Estoy esperando una llamada —dijo, sin saber muy bien si estaba mintiendo o expresando una vana esperanza.

—Muy bien —dijo la mujer de la barra de pan—. La acompañaremos, y cuando haya recibido su llamada comeremos juntas.

—Vamos entonces —dijo Sandy con impaciencia, temerosa de que adivinaran lo que planeaba—. Es muy amable por su parte —añadió—. Se lo agradezco de verdad.

Por fin se apartaron dejando el camino libre. La visión de la vía de escape fue tan tentadora que tuvo que reprimirse para no echar a correr hacia el coche. Se imaginó huyendo de tres mujeres con sombreros de encaje mientras todo el pueblo las observaba, y también que la alcanzaban porque el desayuno le pesaba demasiado. Se sintió absurda e irracional, incapaz de simular que no pasaba nada extraño. Consiguió sonreír confiadamente al traspasar la puerta.

Las tres mujeres la rodearon estrechamente, la de las verduras a su derecha, la de la barra de pan a su izquierda, y la de las manos vacías detrás, tan cerca que Sandy esperaba que en cualquier momento los toscos zapatones negros le pisaran los talones. Un grupo de amas de casa cargadas de cestos de la compra saludaron a las mujeres, pero no demostraron interés alguno por Sandy, lo que acentuó su sensación de sentirse prisionera tanto como la pregunta que de repente le hizo la mujer que tenía a la espalda.

—Entonces, a ver, ¿qué es lo que ha visto?

No se referiría al cementerio, se dijo Sandy, deseando poder ver la cara de la mujer.

—Estuve tomando el té con lord Redfield, y también he subido a la torre y he recorrido el pueblo. Ah, y también he ido a la fábrica un par de veces.

Las mujeres recibieron la información en medio de un silencio que hizo sonar fuertemente y de manera obsesiva sus pisadas. ¿Debía haber mencionado también la capilla? Si estaban enteradas de su visita, estarían preguntándose qué ocultaba. Estaba a punto de mencionarlo cuando la mujer que caminaba a sus espaldas rompió el silencio, con voz tan fuerte que Sandy sintió su aliento en el pelo.

—Nadie que conozcamos la ha visto en la fábrica.

—Y tenemos primos que trabajan allí —dijo la de las verduras.

—He dicho que fui a la fábrica, no que la haya visitado. Lord Redfield me envió allí.

—Muy bien —dijo con voz triunfal la mujer de las manos vacías—, pues allí es donde la vamos a llevar después de comer.

—En aquel lugar es donde conocerá a la gente a la que tiene que conocer.

—Allí verá la sangre que corre por las venas de Redfield.

Ya habían llegado al hotel, y al pasar por delante de la entrada al aparcamiento, Sandy vio su coche, con las ventanas salpicadas y las ruedas cubiertas de barro rojizo. Tras un esfuerzo siguió caminando y subió los escalones que conducían al vestíbulo mientras las mujeres que la flanqueaban abrían las puertas a su paso. La recepcionista sonrió lentamente al grupo, y Sandy se dijo que simplemente se alegraba de que estuviera conociendo a la gente del pueblo. Entonces la chica le dijo en tono serio:

—Lo siento, señorita Allan, no ha habido llamadas.

Por una vez Sandy se alegró de oír aquellas palabras. Se volvió hacia las escaleras y la mujer que no llevaba nada le cerró el paso mostrándole las palmas de las manos, duras y ásperas.

—Ella la avisará cuando llegue su llamada. Podemos sentarnos aquí y hablar.

Sandy sintió como si le hubieran lanzado a la cara una palada de cenizas ardientes. Su pánico se convirtió en rabia y su voz adquirió un tono gélido.

—Por favor, espérenme aquí. Tengo el periodo y necesito subir a mi habitación.

La mujer la miró con obstinación. Sandy se preguntó si iría a pedir a una de sus amigas un tampón y la escoltaría al baño que había junto al mostrador de recepción.

—Cuéntele a la recepcionista lo de la comida —sugirió, y apartando suave pero firmemente a la mujer de las manos enrojecidas se dirigió a las escaleras sin mirar atrás.

En cuanto estuvo fuera del alcance de sus miradas se detuvo y contuvo el aliento, que le palpitaba en la garganta y amenazaba con hacerle castañetear los dientes. No la habían seguido. Corrió a su habitación mientras buscaba la llave en el bolso y cerró la puerta con fuerza tras de sí. Todavía resonaba el estampido en su cabeza cuando agarró la maleta, la tiró sobre la cama y la abrió precipitadamente. Lanzó en su interior todo lo que había dejado sobre el tocador y abrió con fuerza la puerta del armario. El ruido seco y metálico de las perchas vacías le hizo contener la respiración. Sacó la ropa todo lo rápido que pudo sin volver a hacer sonar las perchas y la metió en la maleta, maldiciendo a aquellas mujeres por hacerle arrugar todo.

—Debería pasaros la cuenta —dijo entre dientes, y dedicó una última mirada a la habitación mientras cerraba la maleta. Corrió a la puerta, la abrió y asomó la cabeza al pasillo.

Las mujeres seguían en el vestíbulo. Podía oír sus voces murmurar apagadamente una tras otra lo que podía ser una letanía. Cogió la maleta y atravesó con mucho ruido el pasillo hasta el baño. Abrió y cerró la puerta con fuerza, y entonces cruzó de puntillas con rapidez la distancia que la separaba de la salida a la escalera de incendios.

Empujó con suavidad la barra de la puerta, pero no cedió. Volvió a empujar con más fuerza, apoyándose contra ella. No se movió. Se inclinó hacia atrás, intentado escuchar si alguien subía las escaleras, y dejó caer todo su cuerpo contra la puerta. La única respuesta fue el sudor frío de sus manos, que daba a la barra un tacto frío y áspero. Cerró los ojos con tanta fuerza que lo vio todo rojo, y se lanzó contra la puerta con todo su peso. Al sentir que súbitamente cedía, la sujetó con fuerza, de modo que sólo emitió un leve chirrido al irse abriendo centímetro a centímetro. Buscó torpemente sus llaves en el bolso y casi se le cayeron ambas cosas. Aferró el asa de la maleta con una mano resbaladiza y salió a la escalera de incendios.

¿Debía cerrar la puerta? ¿No notarían en el vestíbulo la corriente de aire? Dejó la maleta sobre la rejilla metálica de la escalera para cerrar la puerta silenciosamente, y de repente se sintió ridícula. ¿Cómo era posible que estuviera huyendo así, sin despedirse de lord Redfield, sin agradecerle su hospitalidad? ¿De qué tenía miedo, de tres aldeanas con unos sombreros grotescos? La vergüenza y la culpa se amasaban en su estómago, formando un bulto pesado y doloroso que pedía alivio.

Súbitamente ya no fueron las mujeres lo que le daba miedo, ni siquiera las fechas de las lápidas, sino su propia y creciente inercia, una especie de hambre de quedarse en Redfield. Agarró el pasamanos con tanta fuerza que la escalera vibró ligeramente y la maleta se movió. Con una sensación de una ranciedad que no supo si era olor o sabor y que estaba comenzando a marearla, bajó de puntillas la escalera de incendios.

El coche estaría seguramente frío, pues las ventanas se veían empañadas. El motor no arrancaría a la primera. ¿Cuánto tiempo tendría antes de que las mujeres se dieran cuenta? El coche era el único vehículo aparcado. Pero si empezaba a pensar en lo peor, no sería capaz de llegar abajo. Se obligó a no pensar en nada más que en llegar al pie de la escalera, cruzar el aparcamiento e introducir la llave en la cerradura del coche con rapidez, y eso fue lo que hizo.

Abrió la puerta y lanzó la maleta al asiento trasero. Ya tendría tiempo de trasladarla al maletero cuando hubiera salido de Redfield. Se puso al volante y cerró la puerta suave pero firmemente, conteniendo la respiración. Introdujo la llave en el contacto, limpió el vaho del parabrisas con la manga y se arriesgó a dar una pasada con los limpiaparabrisas. Éstos dejaron en el cristal dos arcos de barro, pero podía ver lo suficiente. A menos de diez metros veía a través de una ventana a la recepcionista sentada tras el mostrador.

Sandy tiró de la palanca del aire al máximo y apretó la llave con tanta fuerza que se le clavó en los dedos.

—Vamos, a la primera —susurró entre suplicante y autoritaria, sin importarle el matiz con tal de que funcionara. Apoyó el pie en el acelerador, dispuesto para pisar a fondo, y la recepcionista se levantó.

No se volvió hacia la ventana. Sandy dejó escapar el aire de sus pulmones y abrió el puño para desentumecerlo. Volvió a aferrar la llave mientras veía a las tres mujeres aparecer delante del mostrador. Podían verla simplemente con mirar por la ventana.

—Intentad detenerme —les murmuró Sandy, e hizo girar la llave, sin soltarla cuando el motor se puso en marcha. Entonces empujó con fuerza la palanca de cambio metiendo la primera, y pisó el acelerador. El motor tosió ahogadamente y se caló.

La recepcionista ya se había vuelto al oír el ruido, y en aquel momento se acercaba a la ventana. Al ver a Sandy, su rostro adquirió una expresión sombría y decidida. Tras ella Sandy podía ver los tres sombreros, mientras las mujeres se inclinaban sobre el mostrador para verla. Volvió a girar la llave del contacto, y los sombreros desaparecieron. Salían a buscarla.

El motor tosió de nuevo, y jadeó con dificultad mientras un humo gris cegaba el cristal trasero. El coche saltó adelante tan bruscamente que las ruedas patinaron sobre la piedra musgosa, y el faro izquierdo esquivó por milímetros el portón de piedra. El coche salió coleteando del aparcamiento, pero tuvo que frenar al salir a la calle para dejar pasar a un camión de reparto. Las tres mujeres bajaban los escalones de la entrada como en un patético número musical, sujetándose el sombrero con una mano y extendiendo la otra en dirección a Sandy.

—¡Eh! —gritó la mujer de las manos enrojecidas, y entonces el motor se ahogó.

Sandy volvió a girar la llave y no se puso en marcha. Las mujeres estaban cubriendo a toda velocidad la distancia que las separaba del coche. Pretendían obstruirle el paso, y podían hacerlo. En medio de su desesperación, Sandy se dio cuenta claramente de que había olvidado apagar del todo el aire para poder volver a arrancar. Hizo girar la llave hacia atrás y de nuevo hacia adelante, y el motor volvió a la vida. El coche derrapó al salir a la carretera y dejó a las mujeres atrás.

Al adelantar al camión pudo verlas por el retrovisor improvisando sobre el asfalto una danza furiosa, con las manos sobre los sombreros y blandiendo los puños en el aire; entonces el camión se las ocultó. La gente que había junto a las tiendas y en los jardines la miraba el pasar, pero nadie más intentó detenerla. Las últimas casas quedaron atrás, y el rótulo de Redfield se hundió detrás de una loma. La carretera descendía hasta adentrarse en el mar de trigo, que se mecía a su alrededor bajo el cielo pálido. Cerró el aire y pisó con fuerza el acelerador mientras tarareaba para sí una indefinida tonada para tranquilizarse, aunque no sabía muy bien de qué escapaba exactamente. Pero todavía tenía a la vista la torre de Redfield cuando hundió el pie en el freno.