Cuando Sandy salió del pueblo, las nubes iban y venían. Cada vez que el sol volvía a aparecer, los colores del trigo y de la herrumbrosa tierra revivían en silencio a su alrededor. La sombra de la torre avanzaba sobre la hierba, se hundía en la tierra y volvía a surgir en la carretera por la que se acercaba Sandy. Las voces de los niños en la escuela se fueron debilitando y acabaron siendo barridas por el rumor del paisaje, y al final no quedó más sonido que las ligeras y sordas pisadas de sus zapatos sobre el asfalto. Cuando se apartó de la carretera y comenzó a caminar sobre la ancha franja de hierba que conducía de la torre al palacio, la tierra ahogó el ruido de sus pasos.
El sol resplandeció por una rendija entre las nubes y la sombra de la torre pareció avanzar hacia Sandy. Caminando con la sombra al lado, se acercó a la entrada de la torre. No había puerta, sólo un marco con un ancho dintel, una forma que le hizo pensar en los monumentos megalíticos. Al mirar a lo alto de la tosca mole gris sólo interrumpida por unas troneras tan estrechas como su cintura, la torre pareció inclinarse sobre ella desde el cielo. Cerró los ojos un momento para tranquilizarse y entró.
La estructura cilíndrica de piedra se cerró en torno a ella, fría y gris como la niebla. Se subió la cremallera de la cazadora y emprendió la subida. Los escalones eran demasiado altos, y Sandy tuvo que subir agarrándose la rodilla derecha para impulsarse, apoyando la mano izquierda en el muro para no perder pie. Dio una vuelta completa a la espiral y casi no podía ver los escalones; otra vuelta más y el muro comenzó a resplandecer con la luz de la primera tronera; otra más y llegó a su altura, que ofrecía una estrecha vista de los campos. La luz quedó atrás mientras seguía subiendo; la penumbra reinaba en la siguiente vuelta de la espiral, y Sandy sintió los ojos irritados hasta que pudo divisar un horizonte más lejano al otro lado de la siguiente tronera. Se detuvo en la quinta para dar un respiro a sus doloridas piernas, y también en la séptima y en la novena, y lamentó no haber contado las aberturas antes de entrar para saber cuánto más tenía que subir. Se frotó las piernas con fuerza; dejó atrás la luz de la novena tronera y se adentró en una penumbra que parecía espesarse y durar más de una vuelta de espiral, más de dos. Ya no era penumbra, sino una oscuridad que olía vagamente a podrido. Sin dejar de apoyar la mano contra la pared, siguió ascendiendo, con las piernas temblorosas y doloridas. Algo frío le tocó el cráneo.
Se encogió instintivamente y miró hacia arriba, y vio una línea de luz tan estrecha como el filo de un cuchillo. Era el contorno de una trampilla, de la que colgaba la anilla de hierro que la había tocado. Empujó la trampilla con la mano izquierda y a continuación con las dos. Sintió un dolor lacerante en la nuca y un hormigueo por todo el cuerpo. La trampilla ni siquiera crujió.
Sandy subió un escalón más y, con las piernas muy abiertas, apoyó la espalda en la superficie de madera y empujó hacia arriba con todas sus fuerzas. La trampilla chirrió, se levantó lentamente y cayó sobre el piso con un rotundo golpe que resonó bajo el cielo. Sandy subió a la plataforma de la torre y se dejó caer sobre la piedra inesperadamente cálida. Se quedó sentada, con los ojos cerrados, intentando recuperarse del ascenso y de la lucha contra la trampilla. Al cabo de un rato se arrastró hasta el parapeto y, apoyándose en él, se puso en pie.
El paisaje se alzó hacia ella y los campos de trigo parecieron curvarse. Se aferró al parapeto con las dos manos, sintiéndose como si el cielo pudiera arrastrarla en cualquier momento. Si el viento no le hubiera quitado ya el aliento, la vista lo hubiera hecho. Los campos, que la tarde había teñido de color miel, se extendían hasta el borde del mundo, donde la tierra y el cielo palidecían. Al este se veía el mar, como la hoja de una enorme cimitarra. Una bandada de pájaros pasó ante sus ojos de derecha a izquierda, hacia el palacio. Sandy vio que más allá se divisaba una capilla, un edificio cuadrado y macizo mucho más antiguo que el palacio, tanto como la torre. Los pájaros echaban a volar desde la capilla como pavesas de una hoguera, dejándose llevar hacia el distante océano, pero la atención de Sandy seguía concentrada en la capilla. Redfield había dicho que cada uno de sus antepasados tenía su lugar en ella, y había invitado a Sandy a ir por donde quisiese. No veía nada en la torre que explicase la reacción de los Redfield hacia la obra que había estado leyendo un rato antes, pero quizás en la capilla encontraría la razón.
Sin soltar el parapeto, dio la vuelta completa a la torre para admirar la vista por última vez. Tuvo la sensación de que su cabeza se ensanchaba y abría para dar cabida a todo. Las nubes rodaban por encima de la torre, y Sandy sintió que el mundo se daba la vuelta; por un desconcertante momento se sintió colgando de la punta de aquella torre que surgía de la tierra, a punto de saltar hacia el cielo. La idea de subir más alto le hizo un nudo en la garganta. Soltó el parapeto y cruzó la plataforma hasta la trampilla. Un leve olor a rancio salió a su encuentro por la abertura. La lluvia debía de haberse filtrado entre las rendijas de la madera humedeciendo el musgo que crecía en los escalones. Si no cerraba antes de bajar, los escalones no serían seguros para quienquiera que subiera después de ella. Bajó hasta donde alcanzaba la luz en busca de zonas resbaladizas que debiera evitar. Al no ver ninguna, volvió a subir para cerrar la trampilla.
Agarró con ambas manos la oxidada argolla y tiró de ella. Al no conseguir cerrar la trampilla, bajó un escalón y volvió a tirar con todo su peso. En aquel momento perdió pie y se sintió colgando en el aire. Su peso hizo bascular la trampilla. Apenas tuvo tiempo de agacharse y hundir la barbilla entre las clavículas con tanta fuerza que no podía respirar, cuando la puerta cayó sobre ella con un estampido e hizo desaparecer la luz como una palada de tierra.
Sus pies tantearon la maloliente oscuridad. Le dolían las muñecas a consecuencia del golpe. Por fin encontró una superficie. Se arrastró al siguiente escalón y se acurrucó temblando mientras maldecía en silencio a los Redfield por construir su torre exclusivamente para hombres, con una trampilla que ninguna mujer hubiera podido manejar sin ponerse en peligro. Los peldaños también eran para piernas masculinas. Por fin se levantó, respirando con toda la fuerza que le permitía el sofocante olor a rancio.
Aquel tramo de oscuridad sería el más largo antes de llegar a una tronera. Apretó las manos contra el frío muro, dio un paso a tientas y descendió un escalón. Recuperó el equilibrio, se tranquilizó y buscó el siguiente. Quizá después de todo no fuera tan difícil; su cuerpo iba estableciendo un ritmo. Pero cuando había descendido más de diez peldaños, se estremeció y contuvo el aliento.
Tenía que seguir descendiendo, no había otro camino. La profunda e irregular respiración que sonaba algo más abajo debía de ser el viento al entrar por la primera tronera, un viento que intensificaba el olor a podrido. En todo el tiempo que había permanecido arriba no había visto a nadie a menos de un kilómetro de la torre. Era absurdo imaginar que hubiera alguien acechando tras la siguiente vuelta de la escalera. Apretó el muro con las manos como si esperase recibir de él algo de su fuerza, y reanudó el descenso.
Diez escalones, once, doce. Cada vez parecía adelantar el pie hacia el vacío, cuando de repente caía sobre el peldaño. No era como si alguien fuera a cogerle el pie y tirar de ella hacia abajo, se repitió una y otra vez. Un paso más y sus ojos parpadearon varias veces al percibir una ligera claridad en la pared. Bajó el siguiente escalón de un salto y estuvo a punto de perder el equilibrio. El tramo siguiente estaba desierto. Bajó hasta la luz, a la altura de la tronera.
Descansó unos momentos y miró al exterior. Hubiera querido ver a alguien en los campos, no para gritar, sino simplemente para saber que había alguien cerca. No debía detenerse más tiempo, o podía perder la voluntad de seguir descendiendo. Se apartó de la ventana e iba a pisar su propia sombra cuando se quedó paralizada. Arriba había sonado un tintineo de metal. Era la argolla de hierro.
La trampilla no debió de haber quedado bien cerrada, se dijo, y ahora debía de haberse ajustado sola. No podía haber nadie arriba, pero la simple idea hacía cobrar vida también a la oscuridad que había dejado atrás. Se sintió mareada y luego furiosa. Golpeó la pared y bajó otro escalón.
Cuando la oscuridad volvió a engullirla, comenzó a lanzar patadas al aire antes de descender cada escalón. La silbante e irregular respiración del viento, pues no era más que el viento, sonaba ahora tanto delante de ella como a sus espaldas, y también estaba el olor a rancio. Hubiera sacado la alarma del bolso, pero ello le hubiera impedido usar las dos manos para apoyarse en la pared. Reprimió el impulso de dar patadas al aire por miedo a perder el equilibrio, pero bajaba con tanta decisión que más de una vez estuvo a punto de caer.
Se forzó a no parar en la siguiente tronera, para no deslumbrarse y para evitar la tentación de ampararse en la luz. Sólo quedaban seis troneras, casi veinte vueltas de espiral a través de una oscuridad que parecía a punto de saltar y absorberla o simplemente de esperar a que ella misma cayera en sus brazos. Cada tramo parecía un poco más oscuro que el anterior, y en cada uno los profundos sonidos del viento parecían intensificarse. ¿Y no era normal, puesto que cada vez había más troneras a sus espaldas? Los escalones parecían más y más altos, sobre todo en las zonas oscuras, pero era debido a que tenía las piernas cada vez más cansadas. Cuando hubo contado cinco troneras más tenía las palmas de las manos ardiendo por la aspereza de la pared, y las piernas parecían casi incapaces de sostenerla.
Pasó una más y volvió a sumergirse en una oscuridad que parecía espesarse y apartar cada vez más los escalones de sus pies. Algo ocurría; desde donde estaba ya debiera haber visto la luz de la entrada. El aliento de la oscuridad pareció aproximarse más. Siguió bajando precipitadamente y vio luz, demasiado débil, demasiado estrecha. La visión de la tronera que la producía no fue tranquilizadora. Debió de haber contado mal, se dijo. Ésta tenía que ser la última. No podía seguir bajando indefinidamente; eso sólo podía ocurrir en una pesadilla. Se arañó las manos contra el muro mientras se aventuraba en una oscuridad que de repente parecía contener el aliento. Cuando vio el gajo de luz del sol en el suelo, delante de la puerta, su alivio fue tan grande que estuvo a punto de caer.
Al bajar el último escalón, se sentó en él, olvidándose de la oscuridad que quedaba a sus espaldas, y se quedó mirando al cielo hasta que las piernas dejaron de temblarle. Por fin se puso en pie y salió con pasos vacilantes. La carretera seguía desierta, al igual que los campos circundantes hasta donde alcanzaba la vista, excepto por un espantapájaros plantado entre el trigo, junto al borde del campo. Su desmelenada cabeza era un borrón oscuro contra la luz del sol, que atravesaba los agujeros de su vestimenta y brillaba perezosamente entre las ramas que formaban sus brazos, desconcertantemente afilados.
Había recorrido la mitad de la distancia que la separaba del pueblo cuando pensó en lo extraño que era plantar un espantapájaros al borde de un campo. Imaginó que alguien muy inexperto lo habría puesto allí; pero cuando se volvió ya no se veía. Debía de haberse caído, quedando oculto por el trigo. Reanudó el camino hacia las casas con toda la rapidez que le permitían sus piernas sin volver a mirar atrás.