Sandy entró en el cuarto de baño que compartía con quien ocupara la otra habitación del pasillo y se dio un largo baño. Se quedó inmóvil en el agua hasta sentirse algo más relajada. En una ocasión alguien pareció intentar abrir la puerta.
—Está ocupado —dijo Sandy en voz alta, pero al momento pensó que debía de haber sido la corriente de aire que entraba por la salida e incendios del final del pasillo, ya que no se veía a nadie al otro lado del cristal esmerilado que cubría la parte superior de la puerta.
Se restregó con fuerza, y al salir del agua se sintió más descansada. Mientras se secaba, el remolino formado por el desagüe arrastró un hilillo de sangre.
Se puso un vestido y el broche de perlas de su abuela en el cuello y salió del hotel. Se quedó unos minutos bajo la marquesina de cristal, saboreando el no tener que subirse de nuevo al coche, y mirando a los niños que salían del colegio con sus dibujos bajo el brazo. Se encaminó hacia la salida del pueblo.
Las tiendas que se agolpaban alrededor del hotel iban desapareciendo mientras las hileras de casas adosadas daban paso a chalets con jardines. Los niños la miraban desde las casas, y algunos corrieron a la ventana para verla pasar. Sandy les dedicó una sonrisa mientras se preguntaba si todo el mundo en el pueblo sabría que era forastera. Aquélla debía de ser la causa de que se sintiera vigilada.
Tan pronto como salió a campo abierto, tuvo una clara visión del edificio que la recepcionista había llamado la casa grande. Era un palacio estilo Tudor situado sobre una ancha franja de hierba que cruzaba los campos de trigo hasta la torre. A la luz de la tarde la fachada de ladrillos brillaba como el barro mojado. Las hileras de ventanas emplomadas reflejaban la luz del sol en una gran variedad de colores. De las chimeneas salían espirales de humo, y en primer plano se alzaba un portón con torres almenadas. No había muralla alguna protegiendo la casa.
La carretera se bifurcaba en dos ramales, que conducían al norte, hacia la torre, y al este, hacia el palacio. Mientras Sandy caminaba hacia éste último, el viento jugaba alrededor de sus piernas y le levantaba la falda. De cuando en cuando le tocaba la cara, llevándole el olor de hierba al sol. Hubiera disfrutado más del paseo si no hubiera seguido sintiendo la presencia de la torre a sus espaldas. Después de mirar atrás una vez y comprobar que no había nadie a la vista, intentó sin éxito olvidarse de ella.
Tardó veinte minutos en cubrir la distancia que separaba el pueblo del palacio. Mientras la mole de la casa se le echaba encima, la sombra de Sandy ascendió como el humo por la fachada de ladrillo rojo. Pulsó el timbre, una fría pupila blanca en el centro de un ojo de latón reluciente. Fuera cual fuera el sonido que produjo, no cruzó los muros de la casa. Creyó oír ladrar a unos perros, pero cuando intentó escuchar, sólo oyó el murmullo del viento. Estaba a punto de volver a llamar cuando se abrió la pesada puerta de roble tallado.
Un mayordomo de librea apareció delante de Sandy. Su cara suave y alargada tenía una expresión de neutral cortesía.
—¿Señora?
—Soy Sandy Allan. Vengo a ver a lord Redfield.
—Si la señora tiene la bondad de seguirme —murmuró él. Cerró la puerta tras ella y la condujo a través de un vestíbulo abovedado hasta un inmenso salón forrado en roble hasta las robustas vigas que sostenían el techo. Las paredes estaban cubiertas por retratos de familia, entre los que se intercalaban escenas de caza y labores del campo. La gran chimenea de piedra estaba encendida. Una alfombra con motivos que representaban gavillas se extendía de pared a pared. Esparcidos por el salón había una media docena de sofás. El mayordomo le indicó el más cercano al fuego.
—Si la señora tiene la bondad de esperar…
Cuando se retiró, Sandy permaneció de pie y comenzó a curiosear. Se sentía fuera de la realidad, como en una película; no podía evitar imaginarse la habitación en blanco y negro. Algunos de los retratos eran tan viejos y oscuros que los rostros de los Redfield parecían salir de la tierra. Caras grandes y planas con ojos tan grandes que hacían que sus frentes parecieran más pequeñas de lo que en realidad eran, narices largas y anchas que estaban unidas con las comisuras de los labios por profundas arrugas.
No había ningún retrato sobre la chimenea, sino una talla de madera del escudo de armas de los Redfield. En un primer momento, Sandy no se fijó en él, pero luego lo miró más atentamente. El escudo estaba rodeado por espigas de trigo que se curvaban hacia arriba formando una elaborada cornamenta. Estaba intentando descubrir qué le recordaban, tan intensamente que había dejado de oír el crepitar del fuego, cuando una voz llegó a su cerebro.
—Señorita Allan.
Al darse la vuelta, el cuerpo pareció arderle. Sería por la cercanía del fuego. El rostro que tenía delante era el mismo de los retratos pero más carnoso. Finas venas púrpura comenzaban a ganar terreno en sus mejillas, como un boceto de barba. Tenía unos cincuenta años, y era una cabeza más alto que Sandy. Vestía un traje tan discretamente elegante que tenía que ser caro, y el pañuelo a juego con su corbata verde oscuro sobresalía del bolsillo de la chaqueta. Sus ojos eran oscuros y tranquilos, casi soñadores, pero vigilantes. Las dos arrugas que iban de su nariz a las comisuras de los labios se acentuaron cuando esbozó una sonrisa formal y desplegó una brazo indicando a Sandy el sofá junto al hogar.
—Por favor —dijo.
Sandy ya no sabía si sentía calor o frío, o sólo incomodidad. Cuando se hubo sentado, Redfield se pellizcó las rodillas de los pantalones al agacharse y tomó asiento en otro sofá orientado en diagonal.
—¿Le apetece beber algo?
—¿Podría ser un té?
—¿Alguno en especial?
—Earl Grey.
—Por supuesto. —Llamó al camarero pulsando un botón y, después de pedir el té, detuvo al mayordomo con un gesto tan leve que fue prácticamente invisible—. ¿Ha comido usted? —preguntó a Sandy—. Quizá le apetezca un bocadillo.
—No me vendría mal, si no es molestia.
—En absoluto. —Redfield se arrellanó en el sofá y cruzó las piernas al retirarse el mayordomo—. Dígame entonces, ¿qué le ha parecido?
—No sé muy bien a qué se refiere.
—Nuestro pueblo, nuestra forma de vida.
—Parece muy… —dijo Sandy, y volvió a empezar, decidida a no dejarse impresionar por aquel hombre—. Parece muy ordenada.
—Eso creo. ¿Lo dice en tono de crítica?
—¿Debería haberlo hecho?
—No creo que haya venido para que yo le diga lo que debe hacer —dijo él con una leve sonrisa—. Me olvidaba de que acaba de llegar. Tómese su tiempo, e intente encontrar a alguien que esté descontento con su estado.
—No le he dado las gracias por el alojamiento —dijo Sandy—. Muchas gracias.
—De nada. —El momentáneo fruncimiento de su entrecejo hizo pensar a Sandy que había cometido una falta de tacto—. Quiero que tenga usted tiempo para ver todo lo que desee. El pueblo y su historia están a su disposición. Me pregunto si sabrá cómo ganó el pueblo su nombre.
—No —dijo Sandy, renunciando por el momento a hacer preguntas—. Cuéntemelo, por favor.
—Aquí tuvo lugar una batalla de la que quizás oyera hablar en la escuela. Recordará que después de la batalla de Hastings, el norte del país se rebeló contra Guillermo de Normandía. El señor de estas tierras ofreció su ayuda al norte, y un ejército mandado por uno de los nobles de Guillermo marchó contra él y cayó sobre este lugar tomándolo por sorpresa.
—Sí, creo que me suena.
—En un solo día pasaron por las armas al señor y a todos sus hombres, mujeres y niños. Las tierras que rodeaban el campo de batalla fueron arrasadas, y ni una sola casa o granja se salvó de las llamas. Hasta las tumbas del cementerio fueron profanadas y sus contenidos quemados. Me temo que mi antepasado padecía un cierto exceso de celo.
—Así parece.
—Guillermo nombró a mi antepasado señor de todas las tierras que había destruido, y le dio el nombre de lo que había hecho de ellas: Redfield, un campo de sangre. Todo lo que quedó fue el castillo sobre el que ahora se eleva esta casa. Los soldados fueron licenciados, construyeron sus hogares y comenzaron a trabajar la tierra. Al parecer Guillermo pretendía que se volvieran contra mi antepasado y se unieran a su ejército, que marchaba hacia el norte, a pesar de que él sólo había mostrado su lealtad a su rey. Desde nuestro punto de vista, eran tiempos salvajes. Yo creo que esta tierra les dio a él y a sus hombres su justa recompensa y los redimió permitiéndoles dar de comer al pueblo. La tierra hizo de nosotros lo que somos, y desde entonces hemos vivido aquí.
¿Era posible que un complejo de culpabilidad hereditario hubiera motivado la hostilidad de la familia hacia Giles Spence y su película?
—Me llama la atención la forma en que habla de la tierra…
—La tierra de Redfield, el asombro de los edafólogos. Hace siglos que estudian nuestro suelo sin ponerse de acuerdo sobre el origen de su fertilidad. Sólo sabemos que podemos confiar en que seguirá produciendo el mejor trigo del país casi todos los años, al margen de lo pobres que sean las cosechas en otros lugares.
—¿Y no puede crecer este trigo en otro suelo?
—Desde hace muchos siglos se ha ido adecuando a éste. Creo que nunca hemos llegado a olvidar la autosuficiencia que tuvimos que aprender forzosamente en los primeros tiempos de Redfield. No es el trigo lo único que crece poderosamente aquí, sino todo lo demás, y el vigor de nuestros hombres pronto se hizo legendario. Ellos fueron los que arrastraron pesadas piedras durante muchos kilómetros para construir una torre de vigía que contribuyera a la defensa del reino.
Redfield levantó la vista hacia el retrato más oscuro, el más cercano al escudo de armas.
—A veces deseo que ojalá mi abuelo hubiera podido saber por qué se iba a hacer famosa nuestra tierra. Se deleitaba enseñándonos una enciclopedia agrícola de hace más de cien años en la que se registraban ochenta y cinco variedades diferentes de trigo, entre las cuales no se encontraba la de Redfield. La llamada «Squareheads Master» era entonces la más apreciada, ¿y quién la conoce hoy en día? De todas formas la envidia no hace mella en nosotros, y ahora podrá probar la causa de que se nos envidie.
El mayordomo se aproximaba con una bandeja de plata. Dispuso el servicio de té y un plato con canapés de pepino en una mesita junto a Sandy, y desapareció. Redfield la observó mientras se servía el té y daba un bocado al canapé.
—Delicioso —dijo.
—¿Merece la pena conservar algo como esto?
—Definitivamente. —El pan sabía a tarde de verano, pensó; al menos su sabor era tan rico, fuerte y evocador que hacía sentir alegría de que hubiera tardes de verano durante las que se podía tomar todo el tiempo necesario para saborearlo—. Siempre me ha gustado su pan —dijo a Redfield—, pero aquí parece incluso mejor.
—Lo es. Lo que está comiendo es el verdadero pan de Redfield, un pan que actualmente sólo se hace para el pueblo y para nuestros invitados.
Sandy tragó otro bocado, pero un leve sabor herrumbroso permaneció en su paladar.
—No pueden cultivar aquí tanto trigo como para abastecer a toda la nación.
—Ni siquiera Redfield es tan fértil. Cuando las grandes ciudades comenzaron a solicitar nuestro pan, compramos grano para mezclar con el nuestro, y así nació Semilla de Vida. Nunca vendemos nuestro grano para su mezcla en otro lugar. Quizá le sorprenda saber que nunca se ha producido una huelga ni ningún tipo de conflicto laboral en Redfield, y tenemos el índice más bajo de delincuencia del país. Por desgracia, los medios de comunicación no tienen espacio para este tipo de historias. A veces pienso que están demasiado hambrientos de salvajismo y desesperación para ver las cosas que vale la pena conservar.
—Yo también he tenido algún problema con los medios de comunicación.
—Sí. —Un destello de arrepentimiento asomó a sus ojos—. Cuando hablamos antes le dije que no quería que hubiera malentendidos. Quiero que comprenda que no ejerzo ningún control sobre el contenido del periódico.
—Me resulta difícil creerlo.
—Le doy mi palabra. —Redfield no dejó de mirarla hasta que ella asintió, y entonces prosiguió—. Consideré que el periodista que la había atacado se había comportado incorrectamente. Hablé con el director, y quizás habrá reparado usted en que el párrafo no aparecía en las siguientes ediciones. Espero no haberle causado excesivas molestias.
—No me fue nada mal en comparación con Enoch Hill. Su periódico ha estado azuzando el odio contra él y sus seguidores durante todo el verano.
—¿No es simplemente expresar un honesto punto de vista inglés?
—Si da tanto valor a la paz como dice, debería dejar en paz a los demás.
—Quizá no necesitemos economizar tanto con nuestra paz como con nuestro trigo. De todos modos, le recuerdo que el periódico no expresa mis opiniones.
—¿Pero no emplea a personas que piensan como usted? ¿Por ejemplo, Leonard Stilwell?
—Mi abuelo lo recompensó por su lealtad. ¿A usted le parece lo mismo? —Al no responder ella, prosiguió—. Stilwell realizó ciertas investigaciones para mi padre cuando trabajaba para una de nuestras revistas. Pero ésta fue una más de nuestras bajas de guerra, y puesto que Stilwell había sido declarado médicamente incapaz para las armas, mi abuelo le dio el puesto que ahora desempeña.
—Stilwell investigó las circunstancias que rodeaban la película que su abuelo atacó en la Cámara de los Lores.
—Exacto.
—La película cuyos derechos compró su familia e hizo desaparecer.
—La misma.
La pregunta pretendía tomarlo por sorpresa, pero fue su respuesta la que desconcertó a Sandy.
—¿Entonces lo admite?
—¿Por qué no iba a hacerlo?
Su inalterable flema era injuriante.
—Entonces quizá pueda contarme lo que su abuelo dijo a Giles Spence —le espetó ella.
—Mi familia no tenía la menor intención de hablar con él.
¿Se había alterado su tono de voz, aunque fuera imperceptiblemente?
—Pero uno de sus miembros lo hizo —insistió Sandy.
—Está usted en un error.
—Desde luego Spence estuvo aquí durante el rodaje de la película. He visto pruebas de ello —dijo Sandy, rogando que él no le preguntara por ellas—. Incluso es posible que viniera hacia aquí cuando murió.
—¿Eso cree?
—Murió en la carretera después de haber finalizado el rodaje, eso lo sé. En algún lugar camino del norte.
Redfield se llevó los dedos a los labios y pareció reflexionar.
—Recuerdo algo —murmuró. Tomó un tronco de un cubo de hierro junto al hogar, lo puso en el fuego y volvió a sentarse—. Recuerdo vagamente al señor Spence, aunque yo era muy pequeño. Vino a la casa y organizó un escándalo, convencido de que mi familia estaba intentando sabotear su película. Incluso siendo un niño, yo sabía que aquello era falso. Nosotros no necesitamos contratar a saboteadores. Más bien pienso que lo que fuera que ocurrió durante el rodaje de esa película fue provocado por el señor Spence.
—¿Qué fue de ella al final? ¿Qué ocurrió con el negativo?
—Una palabra muy adecuada para el producto y para sus intenciones, si me permite que lo diga. Mi padre la destruyó. Siento apenarla, pero ¿por qué significa tanto esa película para usted?
—Nunca la he visto —dijo Sandy, respirando con fuerza para controlar su ira—, pero sé de personas que consideran que merece un lugar en la historia.
—Una curiosa noción de la historia, que pretende conservar una obra con tantas mentiras sobre Inglaterra y los ingleses. Usted y yo, y cualquier otra persona inteligente podría juzgarla simplemente por lo que es, pero se corre un grave peligro al suponer que todo el mundo es como nosotros.
—¿Me está diciendo que ésa es la única razón por la que su familia destruyó el trabajo de un hombre?
—¿Es eso lo que le he dado a entender? No era mi intención. No, la verdad es que cuando el señor Spence vio que no conseguiría lo que fuera que pretendía obtener aquí, intentó escarnecernos en la película. Concretamente, introdujo en ella una caricatura de nuestro escudo de armas.
Sandy miró el escudo tallado que colgaba sobre la chimenea y vio lo que había intentado recordar. Las espigas de trigo trenzadas se parecían mucho a los cuernos del dibujo que Charlie Miles le había dibujado, y su artritis era la explicación de que el resto del dibujo pareciera tan extraño.
—Me pregunto si en su investigación ha averiguado usted si los que colaboraron con él en esa película sabían lo que estaba haciendo —dijo Redfield.
—No creo que ninguno de ellos lo supiera.
—¿Y eso no le hace pensar que Spence no era «trigo limpio», valga la expresión? No sólo siguió filmando cuando sabía que muy probablemente la misma naturaleza de la película provocaría su prohibición, sino que convirtió a sus actores y a su equipo en involuntarios cómplices de un delito de calumnia. Podían haber perdido algo mucho más que el tiempo que él les hizo perder si mi familia no se hubiera contentado con suprimir la película.
Redfield entrelazó los dedos como si fuera a rezar, pero volvió las palmas hacia arriba.
—No crea que no simpatizo con su causa. El prestigio de su amigo no debía haber sido puesto en duda por el periódico. Pero el país olvidará esa insignificante mancha sobre su nombre, mientras que la exhibición de la película no haría más que volver a abrir viejas heridas. ¿Esperaba usted que fuera yo menos leal con mi familia que usted con su amigo?
—Ya que estoy aquí —dijo Sandy intentando no parecer interesada—, ¿cree que podría hablar con su padre?
—Me temo que es imposible. Es muy mayor, su salud es delicada y se trastorna con facilidad. Por eso precisamente no puedo permitir que esa película salga a la luz, incluso aunque apareciera alguna copia ilegal. —Redfield la miraba con una suavidad nacida de una confianza total—. Debo decirle que si algo de lo que le he dicho aquí saliera publicado en los medios de comunicación, me vería obligado a tomar las medidas legales más severas para proteger nuestro nombre, y creo que mi hijo también lo haría. —Dirigió la mirada más allá de Sandy e hizo un gesto de asentimiento—. Señorita Allan, mi hijo Daniel.
Sandy no había oído entrar a nadie, pero cuando se levantó, el joven estaba detrás de ella. Tendría unos veinte años, y vestía ropa informal cara. Su rostro era más lleno que el de su padre, y también más alegre. Había heredado de su progenitor la economía de gestos. Al inclinarse ligeramente hacia ella, una leve sonrisa iluminó sus ojos, y Sandy no pudo evitar que le cayera bien.
—Perdona, padre. No me había dado cuenta de que estabais hablando —dijo.
—Me alegro de que la señorita Allan te conozca. —Cuando Daniel se hubo retirado, lord Redfield murmuró—: Espero que no haya necesidad de que se entere de lo que hemos estado discutiendo.
No se sintió amenazada, ni pensó que fuera ésa la intención del comentario. Se daba perfecta cuenta de lo orgulloso que él se sentía de su hijo. El pan de Redfield le producía en el estómago una sensación de sol y de perezosa tranquilidad, y se sentía como si hubiera hecho todo lo posible. Tomó el último sorbo de Earl Grey y estaba poniéndose en pie cuando él rompió el silencio.
—Me gustaría que no pensara que simplemente está haciendo un favor a mi familia. Piense que está ayudando a conservar un trozo de lo mejor de Inglaterra y de su espíritu. —Sonrió casi con tristeza y su mirada pareció volverse hacia su interior—. Mi padre me dijo esto, como a él se lo dijo el suyo. Somos los guardianes de esta porción de la vieja Inglaterra, y si alguna vez la traicionamos o la abandonamos, nuestra buena fortuna nos dejará. Somos producto de esta tierra tanto como nuestras cosechas. La llevamos en la sangre. La tierra está arraigada en nuestras almas, y cada uno de nosotros tiene su lugar en la capilla. —Dejó escapar una carcajada semejante a un ladrido—. Bien, creo que ya me he vuelto a poner pedante —dijo mientras la acompañaba hacia las torres de la entrada—. Espero que eso sea la peor impresión que se lleve de Redfield.
Sandy pensó que quizá fuera así. Volvió al hotel paseando entre los campos de trigo que el sol poniente estaba volviendo dorados. Entre los surcos, la tierra tenía un color aún más rojo que el de los ladrillos del palacio Redfield. Se sentía como si la calidez del paisaje estuviera concentrada en su estómago y se extendiera desde allí a todo su cuerpo, haciendo sus pasos ligeros y relajados. Sentía que los recuerdos de Graham debían ser tan serenos como ella se encontraba en aquel momento.
Desde su habitación telefoneó a Roger, pero no hubo respuesta. Hubiera querido decirle que la esperara en Londres a su regreso.
Aparte del placer de esperarlo, no veía otra razón para demorarse en Redfield. Se quedó tumbada en la cama hasta que un gong anunció la hora de la cena; bajó las escaleras con lentitud, preocupada. La certeza del deber cumplido no conseguía acallar la impresión que, de alguna forma, la conversación con Redfield no había alcanzado su objetivo; sentía que todavía había una cuestión fundamental por resolver.