Más autopista. Viajó hacia el este atravesando los montes Peninos, de cuyos valles encerrados entre altos riscos brotaban las chimeneas rojas de las fábricas. Los faros de los coches y la llovizna convirtieron la carretera en un río de diamantes que describía anchos meandros entre las montañas hasta perderse en el horizonte. Más adelante, ya en las montañas, una procesión de camiones se arrastraba laboriosamente por las cuestas. Al adelantarlos y dejar atrás la lluvia, Sandy tuvo la sensación de que la conducían, más que de conducir ella. Había hecho ya tantos kilómetros por Graham que había perdido la cuenta de los días que llevaba viajando.
Al otro lado de los Peninos la tierra se volvía llana, y después todavía más. Sandy abandonó la autopista en la salida que le pareció más cercana a su destino, aunque no se mencionaba Redfield en la señal que la anunciaba. La carretera más ancha que partía del cruce más o menos en dirección este parecía ser la que debía seguir.
No tenía protecciones. Sólo las estrechas cunetas la separaban de los campos bajo un cielo pálido del que parecía como si hubieran recortado el sol, un agujero redondo en el centro de un horno al rojo vivo. Sandy no podía creer que el paisaje fuera todavía más llano, pero así era. Las escasas líneas de árboles que podía divisar al límite de su visión parecían grises, pero no por la niebla, sino por la distancia. Aquí y allá aparecía una máquina agrícola trabajando en un campo. El barro arrastrado hasta la carretera salpicaba el parabrisas con tanta frecuencia que empezó a preocuparse de que se le terminara el líquido limpiador antes de llegar a un garaje. En una ocasión, mientras limpiaba una vez más el cristal, estuvo a punto de atropellar a un faisán que cruzaba la calzada.
La carretera descendía atravesando un bosquecillo y volvía a ascender hasta un puente jorobado, y a partir de allí se mantenía a un nivel ligeramente superior al del paisaje. La tierra tenía un fuerte tono amarillo; los campos de trigo eran los más extensos que Sandy había visto jamás. No se notaba ningún movimiento aparte de las reverencias de las espigas y algún espantapájaros. Al bajar la ventanilla pudo oír el susurro del paisaje. Aquel sonido y el monótono amarillo que parecía manchar el borde del cielo hacían que se sintiera oprimida. El período le había empezado al llegar al bosquecillo, y tenía mayor necesidad que nunca de un garaje o algún sitio con servicios. Aceleró al divisar un tejado de paja a un lado de la carretera, y rogó para que fuera un pub.
Muy pronto apareció el cartel anunciador del pub oscilando en lo alto de un poste, junto a un aparcamiento tan pequeño que parecía a punto de ser devorado por los campos de labranza. El establecimiento se llamaba La Espiga de Trigo. Sandy aparcó bajo el rótulo, cuyo insistente chirrido confundió al principio con un fallo del motor. Se bamboleaba sin cesar a causa del continuo viento, la irregular respiración de la tierra, una tierra que olía a estiércol, a podredumbre y crecimiento. El viento, o el efecto de tantas horas al volante, o quizá el periodo, la hicieron estremecerse. Se apoyó con una mano en el coche y al cabo de un momento se encaminó hacia el pub arrastrando la maleta.
Las cortinas estaban echadas. Aunque podía ver luz en el interior, el suyo era el único coche aparcado. Hizo girar el picaporte y entró en el portal, que estaba empapelado con anuncios de bailes y de representaciones de compañías de teatro de aficionados, mientras el viento golpeaba la puerta con frustración. Abrió la puerta interior y se detuvo un instante en el umbral.
Negras vigas de roble soportaban el peso del tejado en la única habitación. Detrás de la barra, un hombre barrigudo con un lápiz sobre la oreja estaba ajustando en su dosificador una botella de whisky invertida mientras una robusta mujer con los cabellos rojos recogidos en dos coletas y que calzaba unas zapatillas con forma de tigres de felpa repartía ceniceros por las mesas de roble. La única puerta que había, además de la de la entrada, no tenía rótulo.
—Perdone —dijo Sandy—. ¿Tienen servicios?
—Pues sí, tenemos dos, para los clientes. —El hombre la miró como si lo hubiera acusado de ser un salvaje—. ¿Va a tomar algo?
—Deja a la chica ahora, Alan. Lo que necesita no es una copa. Ven por aquí, muchacha.
La mujer acompañó a Sandy a la puerta contigua a la barra y la cerró cuando hubo pasado, dejándola en un corto pasillo del que ascendía una escalera de piedra. Sandy descorrió el pestillo del servicio de mujeres, una celda de piedra en la que apenas podía abrir la maleta. Al menos había tenido la precaución de comprar tampones en Manchester. Incluso allí se sentía espiada, posiblemente porque aquel hombre debía de saber lo que estaba haciendo. Se estiró la falda y salió al bar a pedir algo de beber.
Se llevó la media jarra de cerveza con olor a grano a una mesa en un rincón, y se disponía a sentarse cuando la mujer se acomodó en un taburete frente a ella.
—¿Vas a algún sitio especial, guapa?
—A Redfield. ¿Está muy lejos?
El hombre levantó la vista de la jarra de estaño a la que estaba sacando brillo y miró a Sandy con hostilidad.
—Esto es Redfield.
—El pueblo, quiero decir.
—Más adelante. No tiene pérdida. Por allí no se va a ningún otro sitio. —Al fruncir el entrecejo pareció que los ojos del hombre casi se tocaban—. No estará buscando trabajo, ¿no?
—No. Vengo de visita.
Él dejó escapar un gruñido y volvió a su tarea.
—No le hagas caso —dijo la mujer—. Siempre es igual con los desconocidos. Cuando se ha vivido siempre donde se ha nacido, a veces la gente se vuelve así. A mí me gusta ver caras nuevas de vez en cuando.
—¿Hay mucho movimiento por aquí?
—No más del necesario —dijo el patrón, y masculló algo más. Sandy creyó oírlo añadir—: Ni falta que hace.
—Supongo que esto se llenará en tiempos de cosecha —preguntó Sandy—. ¿Viene alguna vez lord Redfield por aquí?
El hombre levantó la cabeza como un animal al que molestan mientras está comiendo.
—Él visita nuestra casa.
Su orgullosa respuesta sonó como una advertencia de que midiera sus palabras. Sandy vació la jarra y cogió su maleta.
—No tiene más que seguir como venía —dijo la mujer mientras le abría la puerta—. Estará en Redfield antes de darse cuenta.
Sandy se puso todo lo cómoda que pudo en el asiento del coche y volvió a salir a la carretera. El viento hacía vibrar los limpiaparabrisas, y los campos parecían a punto de cerrarse sobre ella como un mar de trigo. Los largos surcos pasaban ante ella, y por un momento creyó que estaban alterando su sentido de la perspectiva, pues no conseguía calcular la distancia a la que se erguía un tronco de árbol solitario… Entonces surgió ante sus ojos el pueblo, un grupo de tejados de paja que parecían setas, y vio que lo que había tomado por un árbol seco estaba más allá de la población. Era una torre, una torre de vigía tan alta que parecía dominar el pueblo y el paisaje amarillo. Por un momento la sensación de que la estaban vigilando la hizo sentirse muy pequeña e insignificante como un insecto a punto de desaparecer en la tierra.
La carretera se empinaba gradualmente al aproximarse al pueblo, haciendo que la torre pareciera aún más alta. Al llegar a las afueras creyó ver una figura en lo alto de la torre, pero debía de ser otra cosa, porque sus colores no eran los de un rostro. Redujo la velocidad al ver el letrero que se erguía vacilante a la entrada de la localidad.
REDFIELD
AQUÍ ELABORAMOS SEMILLA DE VIDA
CONDUZCA CON PRECAUCION
Detrás del cartel estaba un hombre segando la hierba, y siguió a Sandy con la mirada. La lengua desgarrada y pálida que colgaba de su boca era una espiga que estaba masticando.
A unos cien metros del letrero comenzaba el pueblo. Unas hileras de pequeñas casas de estilo Tudor modernizado daban paso a otras más antiguas con techos de paja a ambos lados de la carretera. Los jardines delanteros de las casas parecían competir por un premio a la pulcritud. Casi toda la parte oeste del pueblo estaba ocupada por la fábrica de Semilla de Vida, y hacia allí se dirigió Sandy tras cruzar la plaza, por la que paseaban mujeres que empujaban cochecitos de niños y carros de la compra y cotilleaban junto a un monumento por los caídos en la guerra. Al final de una de las calles, la plaza ofrecía una vista de la torre. Por lo que Sandy pudo ver, no había nadie en lo alto.
Una calle de casas bajas con techo de paja conducía en línea recta a las puertas de la factoría, abiertas y sin vigilancia. Un amplio paseo cruzaba una pradera en la que un aspersor lanzaba arcoíris sobre la hierba. Había unos cuantos coches aparcados a la sombra de la alargada fachada victoriana. Sandy se arregló el pelo en el espejo retrovisor, pero una brisa que olía a pastelería le alborotó el cabello en cuanto salió del coche.
Sandy hizo sonar el timbre que descansaba sobre un mostrador a la derecha del vestíbulo y el tintineo hizo aparecer el busto de una joven de párpados azules.
—Bienvenida a Semilla de Vida.
—Gracias. Soy Sandy Allan. Busco a lord Redfield.
—Sí, desde luego. Vaya al hotel y allí le darán un mensaje —dijo la joven con una sonrisa equina tan brillante que pareció quedar flotando en el aire después de haber desaparecido.
Sandy imaginó que no habría más que un hotel. Subió de nuevo al coche, regresó a la plaza y tomó la calle principal. Había un edificio que se elevaba dos pisos más que el resto de los comercios, el hotel La Gavilla. Un arco recubierto de musgo conducía al aparcamiento del hotel. Sandy entró arrastrando su maleta por el vestíbulo. Vio unas grandes arañas de cristal que lanzaban destellos sobre unas robustas barandillas de roble, unos sofás que más bien parecían unos grandes fardos de cuero, y un mostrador rectangular con incrustaciones verdes. Una chica regordeta y pálida de cabellos blancos estaba mecanografiando un menú detrás del mostrador y se levantó al ver a Sandy.
—Creo que tiene usted un mensaje para mí —dijo Sandy—. Pero primero, ¿tienen habitaciones?
—¿Cuál es su nombre?
—Sandy Allan.
—Su habitación está dispuesta, señorita Allan.
—¿De verdad? —Sandy se tragó la sorpresa y tomó la llave que le ofrecía la recepcionista—. ¿Tengo que rellenar algún impreso?
—No es necesario, señorita Allan. Sus gastos ya han sido pagados. Háganos saber si hay algo más que podamos hacer por usted.
Sus palabras sonaron demasiado autoritarias para el gusto de Sandy.
—¿Hay algún mensaje para mí?
—Creo habérselo dado ya. —Cuando Sandy hizo un ademán de duda, la chica prometió llamarla en el momento en que lo hubiera.
Sandy cogió su maleta y la arrastró hasta el primer piso a lo largo del pasillo iluminado por apliques con motivos vegetales. Un grabado con una escena de cosecha colgaba sobre la cama de su habitación. La colcha de ganchillo y las cortinas acolchadas daban a la estancia un aspecto de habitación de invitados, más que de hotel. Sandy dejó caer la maleta junto a la cama, y apenas se hubo sentado sobre la colcha sonó el teléfono.
Era la recepcionista del hotel, ansiosa de deshacerse del mensaje.
—Lord Redfield la recibirá esta tarde. Debe ir a comer primero si no lo ha hecho todavía.
—Ya he comido, gracias —mintió Sandy, pensando que le era más necesaria una hora de descanso—. ¿Dónde me reuniré con él?
—En la casa grande, por supuesto.
—¿Y dónde es eso?
—Oh, no tiene pérdida. Salga del pueblo y la encontrará.
—La chica pareció apiadarse de su ignorancia, y le dio una pista. —Diríjase a la torre.