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Sandy tomó una habitación en el Midland, un hotel de cuatro estrellas situado frente a la biblioteca, e imaginó a cuánto ascendería el recibo de la tarjeta de crédito al mes siguiente. En el vestíbulo vio un cartel del cine Corner House, en el que estaban proyectando la versión de Alicia que Graham había restaurado. Decidió acercarse y ver de nuevo la película. El auditorio estaba formado principalmente por niños que disfrutaban de Laurel y Hardy interpretando a la morsa y al carpintero. Quizás algunos de los niños de las últimas filas estaban nerviosos, porque la puerta de salida que daba a un vestíbulo subterráneo se entreabrió varias veces. Sandy pensó que Graham se hubiera sentido orgulloso de ver a las nuevas generaciones disfrutando de una película que se hubiera perdido de no ser por él.

Al terminar la proyección, salió a la calle arrastrada por la marea infantil, que la dejó bajo la luz de un farol. Por un momento pensó que el autocar se había olvidado a un niño, pero era una sombra que se perdió en un callejón. Compró un bocadillo que fue mordisqueando mientras volvía al hotel, sintiéndose optimista y a la vez perpleja. Estaba casi segura de saber quién había comprado los derechos de la película de Spence para hacerla desaparecer, ¿pero por qué lo había hecho? Antes de llegar a su habitación, el cansancio del viaje pudo con ella. Se quedó tendida en la cama unos minutos, preguntándose perezosamente por qué alguien caminaba por el pasillo arriba y abajo, y se quedó dormida.

Por la mañana salió antes del desayuno a comprar el Daily Friend. El titular declaraba: LOS APARCAMIENTOS NO SON PARA VAGABUNDOS, DICEN LOS CAMIONEROS. El Ejército de Enoch había intentado detenerse a pasar la noche en varias áreas de aparcamiento en una carretera a unos cincuenta kilómetros al sur del lugar en el que ella los había encontrado —se preguntó por dónde habrían estado mientras tanto—, y los camioneros se habían quejado de que no tenían dónde detenerse a descansar un rato. «Aquí va a haber sangre», había declarado uno de ellos al parecer. Sandy hojeó el periódico mientras desayunaba, y estaba a punto de tirarlo cuando una página de publicidad de Semilla de Vida le llamó la atención.

—Alto ahí —murmuró mientras se encendía una luz en su memoria.

Volvió a la biblioteca en cuanto abrió sus puertas y consultó un almanaque comercial. La panificadora Semilla de Vida era propiedad de la familia Redfield y su factoría se encontraba en la localidad de Redfield. Anotó el número de teléfono de la fábrica y se apresuró a volver al hotel entre una procesión de ejecutivos y compradores tempraneros, sin detenerse hasta que se instaló junto al teléfono de su habitación. Se sentía despejada por la claridad, fría de rabia. Se alisó la falda mientras tomaba asiento en la cama, descolgó el auricular y marcó el número.

El teléfono sonó dos veces y Sandy oyó la voz de una mujer que acababa una frase. Entonces la voz se hizo más clara.

—Semilla de Vida, ¿dígame?

La voz era agradable, casi íntima, y arrastraba un fuerte acento de Northumbría.

—Me gustaría hablar con lord Redfield —dijo Sandy.

—¿Puedo preguntarle de qué se trata?

—La historia de su familia.

—Un momento, por favor. Le pongo con la oficina de prensa.

—Espere, no es… —protestó Sandy, pero la voz ya había sido sustituida por una musiquilla grabada, una versión electrónica de una canción que recordaba haber oído en su infancia:

Amasa el pan, panadero,

Dale y dale que te pego

Lo quiero con un agujero…

Sexo y violencia por todos lados, pensó Sandy con humor retorcido, intentando olvidar la sensación de sentirse espiada.

—Oficina de prensa. Mary al habla.

—Me han pasado con una extensión equivocada. ¿Puede usted ponerme con lord Redfield?

—¿De qué se trata, por favor?

—Es un asunto privado.

—Le vuelvo a pasar con centralita.

—¿Antes podría decirme…? —comenzó a decir Sandy, y contuvo el aliento.

—¿Puede pasar esta llamada a lord Redfield? Dicen que es particular —estaba ya diciendo Mary.

Se produjo una pausa y Sandy sintió que le daba vueltas la cabeza. Aparentemente era una represalia contra Mary, la de la oficina de prensa. Por fin volvió a sonar la voz de la operadora.

—Le paso con la secretaría de prensa de lord Redfield.

… Y me lo comeré entero, continuaba la canción. Dale que te pego, panadero, dale que te pego, repitió una y otra vez hasta que oyó una voz femenina.

—Annabel Worthington, secretaria de prensa de lord Redfield —canturreó.

—Siguen confundiéndose de extensión —dijo Sandy con toda la impaciencia que pudo mostrar—. Estoy intentando hablar con lord Redfield de un asunto de familia.

—¿De qué familia?

—De la suya.

—Si quiere dejar un mensaje, me encargaré de transmitírselo.

—No creo que le guste la idea. Preferirá hablar personalmente conmigo.

—¿La conoce a usted?

—Eso creo.

—¿Pero no tiene su número personal?

—No aquí.

—Si me deja su nombre y un número donde pueda localizarla, me encargaré de comunicárselo tan pronto como esté libre.

Por el momento era lo mejor que Sandy podía hacer, y desde luego preferible a una ronda más de extensiones y dale que te pego. Dio a Annabel Worthington su nombre y el número del hotel.

—Dígale que se trata de su abuelo —añadió impulsivamente.

La secretaria de prensa cortó con un eficiente clic. Nada más colgar, Sandy empezó a arrepentirse de haber dejado el mensaje. En el mejor de los casos tendría que esperar una llamada que, pensándolo bien, no era probable que se produjera. La nobleza no obedece órdenes con tanta facilidad. Debía haber ido directamente a Redfield en vez de anunciarse y mostrar sus sospechas. No era extraño que se sintiera más vigilada que nunca y atrapada en aquella anónima habitación. Terminaría de hacer el equipaje y llamaría a la secretaria de prensa para decir que tenía que irse. Así quizá pudiera contar todavía con el elemento sorpresa al llegar a Redfield.

Estaba acabando de cerrar la maleta cuando sonó el teléfono. Pensó que sería la recepcionista del hotel, y se tomó su tiempo para descolgar.

—¿Diga?

—¿Señorita Allan?

—Bajo en este momento.

—¿Puede esperar? Tengo a lord Redfield al aparato.

La voz pertenecía a Semilla de Vida, no al hotel. Sandy tragó saliva y se irguió.

—Muy bien —dijo simplemente.

Pensó que si volvían a jugar con ella al dale que te pego, iba a gritar.

—Señorita Allan —susurró en su oído una voz masculina cuando estaba preparándose para escuchar de nuevo la cancioncilla.

—Sí.

—Creo que ha preguntado por mí.

La voz era ligera, controlada, bien modulada, naturalmente segura de sí misma.

—En efecto —dijo Sandy.

—Siento haberle causado tantos problemas.

Por lo que fuera que se disculpaba, el comentario la desconcertó.

—Bueno, sí los he tenido —dijo ella vagamente.

—Creo que ha mencionado a mi abuelo.

La sombra de tristeza en su voz pareció sugerir que le tocaba a ella disculparse.

—Ése era el mensaje —dijo ella, sintiéndose grosera.

—Me gustaría aclarar cualquier malentendido que haya podido producirse. ¿Querría usted venir aquí?

—¿A dónde?

—A nuestro pueblo —dijo él, como si fuera demasiado educado para reírse de la pregunta—. Cuando llegue, pregunte por mí a cualquiera.

—¿Quiere usted que vaya?

—Sí, cuanto antes, mejor. Supongo que le parecerá bien.

—¿Hoy?

—Perfecto. Estoy deseando verla.

—Yo también —dijo Sandy, por decir algo, y sostuvo en la mano el auricular cuando él hubo colgado.

Lo golpeó contra la palma de la mano varias veces para eliminar la electricidad estática que zumbaba como una respiración ligera, y marcó otro número.

Tras el segundo timbrazo llegó hasta ella una respuesta preocupada.

—¿Mhhh?

—¿Roger?

—¡Sandy! Me preguntaba dónde estarías.

—No quería llamarte hasta saber mi próximo destino.

—Antes de nada, debes saber lo que he descubierto. Puede ser la pista que estabas buscando.

—Soy toda oídos.

—¿Recuerdas la revista que te dio aquel tipo, Picture Pictorial? Pues pertenece al mismo dueño que el Daily Friend.

—Redfield.

—¡Oh! ¿Ya lo sabías?

Pareció tan decepcionado que Sandy deseó estar junto a él para abrazarlo.

—No sabía ese detalle, y es un motivo más para ir donde me dirijo. Fue la familia Redfield la que intentó impedir a Giles Spence rodar su película.

—¿Quieres que te acompañe a hablar con ellos?

—¿Cuándo podrías venir? Redfield debe estar a unas seis horas de Londres en coche.

—Me pondré en marcha en cuanto termine este capítulo. Si no llego esta noche, te veré mañana por la mañana.

—Creo que debo estar allí cuanto antes. Me han invitado. No pasa nada, no te preocupes —dijo ella, no sólo para tranquilizarlo a él—. Si quieres te esperaré allí. Llama a Semilla de Vida en cuanto llegues. Dejaré un mensaje en la centralita diciendo dónde estoy.

—De verdad me gustaría reunirme contigo ahora mismo —se quejó él—. Pero ha empezado a germinar otro libro más.

—¿Tienes ya el título?

Las narices en Disney.

—Casi no puedo esperar —dijo ella, y añadió—: el momento de verte.

—Nos vemos allí —dijo él, como sí no la hubiera oído.

Roger cortó la conexión, dejándola a solas con el zumbido electrostático, que parecía más que nunca una silbante respiración junto a su oído, o el viento colándose por una rendija.

—Nos vemos allí —repitió Sandy, y se dispuso a salir del hotel.