La biblioteca de Keswick estaba cerrada, y además parecía demasiado pequeña para contener las actas de las sesiones parlamentarias. Sandy tuvo que recorrer un buen número de calles estrechas flanqueadas de casas grandes y grises como palomas antes de encontrar un sitio para aparcar cerca de una cabina telefónica. Mientras hacía sus llamadas no dejaron de pasar por su lado excursionistas con la casa a la espalda. No era extraño que se sintiera como si alguien la estuviera escuchando.
Como Roger no cogió el teléfono, pensó que sería más rápido que ella buscara personalmente la información. La biblioteca más cercana en la que había una copia de las actas parlamentarias estaba en Manchester, al menos a tres horas de coche. «Alguien va a tener que invitarme a una buena cena cuando acabe esto», se dijo, y volvió a sentarse al volante.
Al cabo de media hora estaba de nuevo en la autopista, y empezaba a sentirse como si las entrevistas y las noches de hotel fueran unos simples descansos en aquella interminable carrera contra grandes camiones y autobuses. Mientras se hundían las montañas, un crepúsculo nublado avanzó sobre los taciturnos campos. Cuando llegó a Manchester, los vehículos comenzaban a encender las luces. Dio dos veces la vuelta a la maraña de oscuras callejas góticas de dirección única sin encontrar dónde aparcar. La fila de aparcamientos de peaje que se extendía frente a una librería en la que la policía estaba requisando unos grandes paquetes de revistas de terror resultó estar permanentemente ocupada. La segunda vez que pasó por delante de la biblioteca vio un coche que hacía marcha atrás para salir, y se deslizó en el espacio libre con un gemido de alivio.
La cúpula de la biblioteca se elevaba por encima de las farolas como un trozo de cielo que hubiera caído en medio de la ciudad. Sandy cruzó el pórtico y subió con rapidez la amplia escalinata que conducía al vestíbulo, que le devolvió el eco de sus pasos. Un asistente la envió a la sección de Ciencias Sociales, donde un hombre con suave y marcado acento de Lancashire le buscó varios volúmenes encuadernados en cuero y se los llevó a una mesa.
El índice de debates de 1938 no incluía ninguna entrada referente a «Censura» o «Terror», pero sí había varias bajo el epígrafe «Cinematografía». La más extensa era la relativa a la ley de cinematografía, y Sandy buscó el acta correspondiente. Dicha ley pretendía garantizar que un cupo fijo de películas británicas fuera exhibido en los cines del país. Con el fin de deshacerse de los oportunistas que podrían producir películas de ínfimo presupuesto y calidad aprovechando que tendrían que ser proyectadas obligatoriamente, la ley establecía el presupuesto mínimo de una película para la exhibición comercial en quince mil libras. El arzobispo de Canterbury expresaba su decepción porque la ley no establecía unas exigencias oficiales de calidad. «Día a día y noche a noche, para bien o para mal, el cine está moldeando los hábitos, la apariencia exterior y las formas de vida de la comunidad…» Lord Moyne se lamentaba de «las vulgares películas extranjeras que dan una falsa imagen de la vida», y el obispo de Winchester consideraba «extremadamente grave el hecho de que el 75% del tiempo de exhibición esté ocupado por películas extranjeras». Los oradores parecían presentar un frente común tan cerrado que a duras penas se podía hablar de debate, pensó Sandy, mientras hojeaba columna tras columna. Miró la última página y vio que sólo intervenía un orador más, lord Redfield. Al ver el nombre su mente comenzó a trabajar febrilmente, incluso antes de leer la intervención.
Lord REDFIELD: Señorías, he escuchado con sumo interés el debate de la ley que el noble vizconde ha promovido. Me congratulo al comprobar la salud general de nuestra industria cinematográfica como de cualquier otra que pueda ser llamada nuestra. No obstante, me gustaría hacer una llamada de atención. El reverendo Prelado nos ha recordado la base moral de esta ley, que pretende poner freno a la colonización de nuestras salas de cine y de nuestro público por parte de influencias extranjeras. Pero Sus Señorías son conscientes de cuánto más peligroso es el enemigo que se esconde en nuestra propia casa, y me siento obligado a llamar la atención de la Cámara hacia una parte enferma de nuestra industria cinematográfica, a saber, el germen del cine terrorífico británico.
Acepten Sus Señorías mis disculpas por pronunciar en su presencia un vocablo que tan deplorablemente ha invadido nuestra noble y antigua lengua, pero dijérase que el contenido de este tipo de obras es tal que ninguna palabra existente puede describirlo con exactitud. Hablando de este tipo de películas, el noble lord Tyrrell ha dicho que el poder del cine, impropiamente usado, puede acabar con la civilización. El noble lord también ha formulado una severa advertencia contra la producción de películas sobre religión y política, que podría entrar en conflicto con el compromiso de los exhibidores de no proyectar películas que puedan incitar al desorden. Ruego a Sus Señorías tengan en cuenta la grave amenaza que representan las películas de terror para la civilización de la que podemos considerarnos guardianes. No es un verdadero inglés aquel que no hace correr la sangre en defensa de su tierra —y hablo como alguien que ha perdido a muchos arrendatarios en las trincheras durante la Gran Guerra— pero la justa violencia es algo totalmente diferente del ansia de sangre que estas obras despiertan. En algunas de nuestras comarcas —aunque pueden estar seguras Sus Señorías, no en tierra alguna que lleve el nombre de Redfield— el liberalismo parece exigir que se permita a los padres someter a su prole a la perniciosa influencia de estas películas. Es esperanzador observar que nuestra nación reconoce las trampas del liberalismo como lo que son, y que se ha alzado la voz popular contra la exhibición de tales productos. Me alivia saber que dentro de poco va a ser introducida una calificación que impedirá a los niños contemplar obras consideradas demasiado suaves en su brutalidad como para ser prohibidas dentro de nuestras fronteras, y no dudo que Sus Señorías se sentirán orgullosas de saber que nuestra unánime aversión hacia lo terrorífico ha obligado a los productores de Hollywood a dedicar sus energías a la creación de productos más saludables. Pero, Señorías, estos avances pueden ser inútiles si se permite a los productores británicos explotar estos apetitos salvajes.
Tengo entendido que sólo una de estas películas está siendo producida actualmente en nuestra nación, y es mi parecer que se debería dar ejemplo prohibiéndola para controlar la reproducción de esta plaga. Su argumento no nos concierne —ha sido extraído de una insignificante obra de pésimo gusto que el tiempo ya ha juzgado y que ningún espíritu civilizado desearía desempolvar—, y hasta tal punto es ofensivo, que el productor se ha visto obligado a importar actores suficientemente degradados, o suficientemente desesperados, como para aceptar el trabajo. Uno de ellos, que interpreta a un lord inglés, nació en efecto en nuestras costas, pero emigró a América y adoptó un nombre ruso, más apropiado para representar a criminales y monstruos. Al parecer fue en otros tiempos conductor de camiones, y Sus Señorías reconocerán conmigo que el mundo habría ganado si hubiese conservado su profesión. Su compañero ha interpretado tanto a Jesucristo como al vampiro Drácula. Sus Señorías se asombrarán de que un ser tan blasfemo sea admitido y trabaje en cualquier nación que no siga sumida en el paganismo. En su Hungría natal fue un revolucionario, y estuvo a punto de ser ejecutado por la justa ira de la patriótica tripulación del navio en el que huía. Se ha hecho creer a su público americano que su padre era barón, cuando en realidad era panadero, profesión que cualquier inglés consideraría fuente de orgullo. Me han informado de que su mera aparición en público provoca escenas de pánico, y me pregunto si las leyes que prohiben a los indeseables la entrada en nuestra nación no se pueden aplicar en este caso.
Espero que Sus Señorías no consideren que me he extendido en el tema más de lo justificado. El noble lord Moyne ha advertido a Sus Señorías contra las películas importadas que ofrecen falsas imágenes de la vida; ¡cuánto más vil no será una obra como ésta, que presenta una falsa imagen de Inglaterra! ¿Vamos a permitir que nuestra tierra sea representada fuera de nuestras fronteras por basura semejante? ¿Dejaremos que el mundo piense que los ingleses son seres salvajes y sedientos de sangre? Ya hay bastante horror en Alemania y en ultramar para crear más en nombre del entretenimiento. Puede llegar el día en que todos nosotros, como nación, tengamos que enseñar los dientes al teutón. Mientras tanto, que Inglaterra disfrute de la paz que merece por derecho y naturaleza, y que aquellos que buscan minar esa paz sean cazados y castigados con todo el peso de la ley.
Lord Strabolgi, el siguiente orador, le agradeció su elocuente discurso admonitorio y expresó la esperanza de que fueran tomadas las medidas precisas, volviendo —Sandy sospechó que con alivio— al tema de la ley de cinematografía. Se preguntó si a ninguno de los asistentes al debate le habría llamado la atención el aspecto más destacado de la intervención de lord Redfield: la abundancia de datos que parecía poseer sobre Karloff y Lugosi, detalles tan oscuros que con seguridad habría tenido que tomarse molestias en averiguar. Leyó por encima el resto del debate y hojeó los demás volúmenes en busca de otros discursos de lord Redfield sin éxito. Un bibliotecario anunció que se acercaba la hora de cerrar, y Sandy llevó la pila de libros al mostrador. Pero todavía tenía que hacer una consulta más. El empleado le buscó la guía Willings de la prensa, y en un momento Sandy confirmó lo que había pensado nada más leer el nombre de lord Redfield. La familia Redfield era la propietaria del Daily Friend.