22

Menos de dos horas después, cuando comenzó a diluviar sobre la autopista, Sandy recordó la advertencia de su madre. Las negras nubes que anidaban en sus cumbres, de los lagos comenzaron a azotar a los coches y cubrieron las montañas que dominaban la carretera. Los otros vehículos se vieron reducidos a unas tenues lucecillas blancas y rojas. Ni siquiera cuando redujo la velocidad a cincuenta kilómetros por hora se sintió a salvo, pero no había ningún lugar donde parar ni ninguna salida en muchos kilómetros. Al menos los otros conductores mantenían la distancia. Durante un rato estuvo prácticamente sola excepto por las luces distantes y una forma oscura que bailaba entre ella y los faros que veía por el retrovisor. Tuvo la sensación de que si no aceleraba, aquella mancha borrosa iba a aterrizar sobre su cristal trasero. Sin embargo, lo que hizo fue disminuir la velocidad para permitir que las luces que tenía detrás se acercaran más. Los faros le parecieron unos ojos que nunca parpadeaban.

—A callar —ordenó a su imaginación, y se esforzó por perforar con los ojos la cortina de agua, que se fue desvaneciendo poco a poco. Por fin, bajo un sol enfermizo, pudo acelerar sobre el empapado asfalto.

Charlie Miles, el escenógrafo con el que Roger había hablado, vivía junto a una carretera comarcal pasado Derwentwater. Cuando Sandy se desvió de la autopista, las nubes navegaban por el cielo como fantasmas de montañas, unas desveladas pendientes de granito y brezo resplandecientes de lluvia y caudalosos torrentes, que parecían suspendidos sobre las carreteras plateadas. Sandy sintió que sus sentidos florecían al absorber la nueva frescura del paisaje.

Imaginó que la carretera sin señalizar por la que conducía la llevaría a la casa del escenógrafo. Mientras ascendía trabajosamente por la ladera, el lago fue apareciendo a sus pies como un gigantesco gajo del oscuro cielo caído entre las montañas. Las ovejas corrían ladera arriba al paso del coche y de repente apareció de frente un autocar de pensionistas. Por no retroceder casi un kilómetro, Sandy se apartó a la cuneta mientras un hombrecillo arrugado y calvo, con las manos nudosas, emergía de una casita junto a la carretera y se apoyaba en el portón para observar.

Mientras el autocar maniobraba para poder pasar, el hombre sacó una pipa y la encendió con tranquilidad. Entonces se acercó y se puso a dirigir la operación.

—Dele, dele, vamos, un poco más, vamos… —El autocar pasó por fin con un ronco gruñido, y el viejo miró a Sandy con expresión ferozmente solícita.

—Gracias —se apresuró a decir ella—. Puedo arreglármelas sola. Mientras ella volvía a arrancar, el anciano se alejó arrastrando los pies por el sendero y entró en la casita dando un portazo. Con una leve sensación de mezquindad por no haber permitido que el viejo la ayudara, Sandy salió a la carretera. Al llegar a la altura de la casita vio un nombre casi cubierto por el musgo. Tuvo que frenar y asomarse por la ventanilla para estar segura de que el nombre era Miles.

Dio media vuelta; y tuvo que maniobrar adelante y atrás seis veces antes de aparcar junto al muro de la casita. En primer plano se veía un huerto de verduras cuyos brotes brillaban sobre la tierra mojada. Siguió el sendero hasta la puerta y llamó al timbre. El hombre la hizo esperar antes de abrir la puerta bruscamente y encararse a ella con las nudosas manos en las caderas.

—Creí que no necesitaba ayuda.

—No sabía quién era.

—Y eso cambia las cosas, ¿verdad?

—Para mí sí. Soy Sandy Allan. Venía a hablar con usted. Él miró por encima del hombro de Sandy arrugando la nariz, como si pensara que había algún cómplice escondido, y dio un paso atrás tan bruscamente que Sandy pensó que le iba a cerrar la puerta en las narices.

—Muy bien, veamos lo que tiene que decir —dijo, y tan pronto como ella abrió la boca, añadió—: Creo que tenemos derecho a sentarnos.

La habitación principal era pequeña y desnuda. Había una silla frente a una mesa plegable cubierta por un tapete bordado, sobre el cual descansaba un cuaderno de dibujo con un lápiz dentro de la espiral. Dos sillones estaban dispuestos frente a la ventana, desde la que se veía el lago. Sobre la repisa de la chimenea había varias fotografías parduzcas de una pareja de aspecto severo, posiblemente sus padres. Las dos puertas abiertas mostraron a Sandy una cocina con suelo de piedra y un dormitorio monacal. Tan sólo paseó la mirada fugazmente por la habitación mientras tomaba asiento, pero Miles sacudió la cabeza con lentitud.

—Fíate de las mujeres. Acaba de entrar en la casa y ya está pensando en lo que cambiaría.

—Sólo echaba de menos algo relacionado con el cine.

—En ese caso, usted es la única relacionada con él, porque yo ya no quiero tener nada que ver con el cine.

¿Habría entrado Graham en la casa con mejor pie que ella, o se había equivocado de hombre?

—Pero en otros tiempos sí tuvo que ver, ¿no es así? —dijo ella.

—Mucho antes de que usted naciera. Cuando había películas de las que enorgullecerse.

—Entonces está usted orgulloso de su trabajo en ellas.

—¿Me ha oído decir eso? ¿Se parece en algo a lo que he dicho? Su generación está tan saturada de televisión y cine que ya no tienen tiempo para las palabras. Antes de que nos demos cuenta, estaremos otra vez como los bárbaros, sin saber leer ni escribir.

—Así pues no le satisface el trabajo que hizo en aquellas películas.

—Que me tiren al lago si he dicho eso. —Entonces pareció compadecerse de ella, lo que le resultó insultante—. Me gustó aquella película de Boadicea. En una ocasión leí una revista yanqui en la que alababan mi trabajo en ella. Pero en aquellos tiempos aparecer en los títulos de crédito como escenógrafo significaba algo.

—Ahora también significa algo.

—Pues no debería —dijo él con voz triunfante—. Mis alumnos me llevaron el año pasado a ver una película en Keswick, y me desperté a tiempo de ver los títulos finales. Es un milagro encontrar al escenógrafo entre toda la chusma que se empeña en que aparezca su nombre.

—Pensarán que su trabajo también merece un crédito.

—Pues yo pienso que es porque si no los sindicatos les cerrarían los estudios, y tampoco creo que fuera ninguna mala idea. ¡Que merecen un crédito! ¡Por Dios, si sale hasta el empapelador! Me extraña que no incluyan también el nombre del que compra el papel higiénico. Si en la película sale alguien jugando con una radio, aparece en los créditos una banda sonora que nadie ha oído, y todo para sacar un disco y que el público lo compre. Eso suponiendo que sepan leer.

—Algunos todavía sabemos.

—Pues tenga cuidado, a lo mejor la detienen por saber demasiado. En esa película aparecía un periódico y el titular no tenía nada que ver con la noticia que venía a continuación. No me diga que lo habrían puesto si pensaran que alguien tenía el cerebro necesario para notarlo.

—He visto casos similares en películas de hace cincuenta años.

—Exacto. Entonces fue cuando empezaron a robarnos la inteligencia —dijo el anciano, e hizo una reverencia—. Me ha gustado mucho la discusión. Tiene que volver por aquí.

Dirigió una rápida mirada hacia la ventana, y Sandy se preguntó si habría soportado todo aquel discurso para nada.

—¿Está esperando a alguien?

—¿Por qué?

—Pensé que quizá sus alumnos…

—Hoy no, y nunca aquí. Uno de ellos me lleva al pueblo a dar las clases. Todavía puedo enseñar arte, incluso con estas manos. —Mostró sus deformadas manos y al momento las escondió entre las piernas—. Ahora le toca a usted. Dígame para qué ha venido hasta aquí.

—Para hacerle unas preguntas sobre la última película de Giles Spence en la que trabajó.

—¿Esa maldita La torre del miedo? No fue más que una complicación detrás de otra. Es increíble que llegaran a acabarla. ¿Qué sabe usted de ella?

—Como usted ha dicho, que fue un cúmulo de problemas.

—¿Como yo he dicho? —Pareció a punto de dedicarle otro sermón, pero lo pensó mejor—. La mitad de los problemas vinieron por la forma de trabajar de Giles, si quiere mi opinión. A veces creo que incluso estaba detrás de las cosas que se suponía que habían sucedido en el estudio, que intentaba crear el ambiente adecuado en el equipo.

—Entonces, por lo que he oído, se pasó de la raya.

—Si sabe usted tanto, no sé qué espera que yo le cuente. Durante la mayor parte del rodaje no estuve allí.

—¿No guardaría usted alguno de los bocetos?

—¿De esa película? Para nada, como dicen mis alumnos. Respiré al salir del estudio la última vez que fui, cuando Giles me pidió que volviera. Desde entonces cogí manía a esas películas.

Posiblemente aquello tenía bastante que ver con su escepticismo.

—¿Qué era lo que no le gustaba de ella?

—Prefiero no hablar de eso, gracias. Toda aquella condenada pandilla, Spence y los suyos, estuvieron a punto de mancharse los pantalones la última vez que estuve allí. Nadie debería ponerse tan nervioso por una simple película.

Sandy sintió que no estaba llegando a ninguna parte.

—Ha dicho que Spence volvió a llamarlo.

—Eso es lo que he dicho —asintió él con impaciencia, pero su rostro se relajó al instante—. Ahora que lo pienso, hay algo que puedo enseñarle y que quizá le interese. Páseme el cuaderno.

Sandy se acercó a la mesa y volvió con el bloc de apuntes. Cuando él lo abrió, vio que estaba en blanco. Sacó el lápiz de la espiral y se puso a dibujar con una mueca de dolor o de frustración por su artrítica torpeza. Miraba hacia la ventana tan frecuentemente que Sandy creyó que le molestaba la luz. Desde luego, lo que estaba dibujando no era el paisaje. De repente se puso en pie, casi dejando caer el cuaderno, y se aferró al borde de la mesa.

—Cómo te coja… —advirtió.

Sandy se llevó las manos al corazón por el sobresalto.

—¿Qué ocurre?

—Algún animal del demonio está haciendo de las suyas en el huerto. Habrá sido una cabra. ¿No la ha visto mirar por la ventana?

Sandy había estado demasiado atenta observando cómo el anciano dibujaba.

—No —dijo.

Él la miró como si lo hubiese llamado embustero.

—Bien, ahí lo tiene —dijo entonces, lanzando el cuaderno sobre la mesa—. Eso es todo lo que puedo hacer por usted.

Sandy miró por la ventana sin ver nada que alterase la vista del lago y de las verdes laderas aparte de su coche, y entonces examinó el dibujo. No se había dado cuenta de que ya lo había acabado. ¿Era algo como una masa de vegetación que formaba un rostro? Y si era así, ¿qué tipo de rostro? Lo único identificable era la lengua que colgaba sedienta de las fauces entreabiertas (a no ser que fuera una especie de raíz inflada), y los dos tallos que se curvaban hacia arriba desde los ojos formando dos cuernos en la estrecha frente. No se atrevió a preguntar qué representaba el dibujo después de ver lo que había sufrido para hacerlo, y pensó en alguna pregunta que resultara menos cruel.

—¿Puede explicarme el significado de esto?

—Es lo último que Giles me pidió que diseñara para la película. Se suponía que era el escudo de armas del personaje de Karloff.

Sandy recordó algo que le había dicho Denzil Eames.

—Eso sería después de las investigaciones que hizo a última hora.

Miles se echó a reír bruscamente.

—¿Así lo llamaría usted?

—¿Usted no?

—Giles sí. No quiso decirnos a ninguno dónde había estado o en qué lío nos estaba metiendo. —Miles se volvió hacia la ventana. Sandy se preguntó con nerviosismo si habría oído ruidos en su jardín, pero parecía estar contemplando sus recuerdos—. No me enteré hasta que su mujer me lo contó, después de que se estrellara contra un árbol en Toonderfield. Ella y yo éramos buenos amigos. Yo había diseñado los escenarios para una obra en la que ella actuaba, y cuando Giles comenzó a dirigir películas me lo presentó.

—Me estaba hablando de su investigación —apremió Sandy.

Miles la miró con tanto resentimiento que Sandy se maldijo por haberlo interrumpido. El anciano golpeó el dibujo con la punta de su dedo índice.

—¿Ya lo ha visto bien?

—Creo que sí.

—Pues entonces fuera. —Antes de que ella pudiera protestar, él arrancó la hoja del cuaderno, la hizo pedazos y los echó a la papelera—. Y supongo que ya no importa que le diga que jamás le perdoné por lo que hizo.

—¿Por qué? No comprendo.

—Por hacerme poner eso en su película por una venganza personal. Créame, si hubiéramos sabido lo que pretendía, se hubiera quedado sin actores y sin equipo.

—¿Pero qué pretendía?

—¿No se lo he dicho? Vengarse.

Sandy temía que el mal humor de Miles lo hiciera ocultarle la verdad, pero entonces comprendió que no era el mal humor la culpa de su reserva.

—Métase esto en la cabeza —murmuró—: A mi edad, no puedo permitirme que se diga que yo colaboré con aquello, ni siquiera inconscientemente. No pienso echar a perder la vida que me he construido aquí. No voy a dar nombres, y no le habría contado todo esto si pensara que existe la menor oportunidad de que la película llegue a ver la luz. —Volvió a mirar por la ventana mientras el viento se alejaba a través de la hierba, y se tapó la boca con la mano al volver a hablar—. Cuando Giles desapareció, fue a ver al hombre que había atacado la película en la Cámara de los Lores ya antes de que comenzara el rodaje. Y cuando volvió, quería que yo añadiera a los decorados lo que le he mostrado. La causa tendrá que averiguarla usted sola.