Fue sólo su falta de sentido del ridículo lo que permitió a Sandy acercarse a la recepción del hotel. Ya había anulado una reserva en lo que iba del día, y estaba a punto de hacer lo mismo con la segunda. Dijo a la recepcionista que tenía que ir urgentemente a ver a su familia. Y no era mentira. De todas formas tenía que ir a verlos pronto, se dijo, y tendría que desviarse de su ruta hacia los lagos. Eso le llevaría menos de una hora. Quería hacer las paces con ellos si era posible, ¿pero no era también cierto que necesitaba sentirse a salvo con sus padres mientras intentaba reflexionar sobre los acontecimientos de las últimas semanas?
Dejó atrás una larga fila de camiones en la autopista y aceleró a fondo durante una hora en dirección al norte. Tan pronto como se acostumbró a la velocidad, una cancioncilla comenzó a rondarle en la cabeza. ¿Conocéis a John Peel, el del abrigo gris? Había dejado a Leslie Tomlison tarareando aquel verso una y otra vez casi sin ninguna entonación mientras sonreía al cielo y arañaba nerviosamente la colcha. Sabía que la popular canción formaba parte de la banda sonora de La torre del miedo, pero no por ello consiguió quitársela de la mente. De pequeña siempre le había parecido demasiado sangrienta, y ahora la melodía le traía a la memoria versos sueltos que no hacían más que aumentar su inquietud: … del ojeo a la caza, morirás por la mañana.… y al aullido de sus perros se levantarán los muertos… Y uno que nunca había entendido: ¿Conocéis a la perra que tiene la muerte en la lengua? Otro misógino incorregible, pensó, pero no sintió ningún alivio. Al llegar a la bifurcación de las autopistas tomó la ruta hacia Liverpool.
Circuló lentamente durante unos minutos por la ciudad. Muchos de los edificios que recordaba de su infancia habían sido sustituidos por anónimas calles comerciales, y se sintió tan desorientada que decidió tomar de inmediato el túnel que pasaba por debajo del río, a pesar de la claustrofobia que le hacía sentir. A mitad del subterráneo vio de reojo una figura que salía de algún hueco en la pared hacia la estrecha acera que la separaba de la calzada. Debía de ser algún obrero, y no la estaba persiguiendo; seguramente se había puesto a cuatro patas para examinar algo de cerca. Se alegró de volver a la autopista, y aceleró a fondo antes de abandonarla y poner rumbo hacia el mar.
Después de Hoylake las casas y las propiedades se hacían mayores y más apartadas. En West Kirby la península se elevaba ofreciendo una hermosa panorámica del mar de Irlanda detrás de un obelisco. Un petrolero reflejó el sol en la lejanía y desapareció con suavidad tras el horizonte. Sandy tomó la carretera que pasaba por delante del obelisco en dirección a las granjas y a los terrenos comunales. Sus padres vivían donde se perdía de vista el mar. Aparcó delante de la pequeña casa blanca y cuando estaba abriendo la puerta del coche para salir, su madre cruzó el jardín corriendo hacia ella.
Abrazó a Sandy, la besó con fuerza y gritó junto a su oído casi ensordeciéndola.
—¿Ves? Te dije que era el coche de Sandra. ¿No te dije esta mañana que tenía el presentimiento de que vendría alguien de visita? —Acarició el oído de Sandy y sonrió disculpándose, mientras se multiplicaban las finas arrugas que rodeaban sus grandes ojos marrones. Una sonrisa más amplia se dibujó en sus labios—. Sabía que eras tú —susurró—, pero ya sabes que no hay forma de convencer a tu padre.
Él apareció en la puerta principal, mirando por encima de sus gafas de leer. Como siempre, bajó la cabeza hasta donde tenía la mano para quitárselas. Sandy lo recordaba siempre leyendo durante su infancia, para sí o en voz alta para ella, y a la luz del sol sus pálidos ojos azules parecían desprotegidos y sus orejas parecían no saber qué hacer sin tener que sujetar las pesadas patillas. Volvió los ojos al cielo y le dio un abrazo que olía a tweedy a tabaco de pipa con un leve toque de resina.
—Esto sí que es una sorpresa. Estábamos deseando saber algo de ti. Te quedarás, ¿verdad? Todo el tiempo que quieras.
—Había pensado pasar la noche, si no os molesta —dijo Sandy a su madre.
—¿Cómo vas a molestarnos? Sabes que tu habitación está siempre libre para ti. ¿Adónde vas mañana?
—Hacia los lagos.
—Ay, los lagos… Tu padre y yo estuvimos allí pasando un fin de semana de lo más loco —exclamó la madre de Sandy, y miró a su alrededor por si algún vecino la había oído.
—No pensábamos que estuvieras de vacaciones —dijo su padre—. ¿O es que estás en viaje de trabajo?
—Me han dado unos días para que me recupere.
—El otro día nos enteramos de que dos de los amigos del cuarto de papá son gais —comentó su madre antes de que el silencio se hiciera embarazoso—. Nos lo dijeron en mitad de un recital de Mozart. Nos halagó mucho que demostraran tanta confianza en nosotros.
Su padre le dio otro abrazo y retrocedió.
—Adelante, señorita. Vamos a llevar tu equipaje adentro.
—Ahora ponte cómoda, Sandra. Luego charlaremos mientras tomamos algo, y más tarde saldremos a cenar fuera.
Su padre dejó las maletas a los pies de la cama y pareció quedarse esperando.
—Bajaré en unos minutos. —Se quitó los zapatos de dos patadas y se desperezó. La habitación seguía siendo suya después de tanto tiempo, con el papel pintado de flores, sus muebles y las cortinas que había elegido ella misma cuando era una adolescente. Estar en ella seguía siendo como refugiarse de todo por un momento. Sus padres se habían mostrado más cariñosos que de costumbre, si eso era posible, aunque quizá su despliegue de tolerancia quería dar a entender que estaban dispuestos a olvidar la discusión de la semana anterior. Apenas se había tumbado sobre la cama cuando oyó la voz de su padre al otro lado de la puerta.
—¿Qué vas a tomar?
Sandy suspiró y gritó lo que quería, y poco después bajó al salón. Su madre estaba ansiosa por enseñarle el trabajo que estaba haciendo en el jardín botánico de Ness, dibujos de plantas extrañas durante las cuatro estaciones. Sandy se instaló en un cómodo sillón y sorbió lentamente su gin-tonic mientras admiraba el cuaderno de dibujos.
—Sólo espero que a los libreros de Londres no les parezca demasiado provinciano cuando se edite.
—Yo me encargaré de que todos lo tengan. Me muero de ganas de contar a todo el mundo que la autora es mi madre.
—Sí —dijo ésta, y Sandy se preguntó qué sería lo que callaba.
—Por el libro —dijo su padre alzando su Martini.
Los tres hicieron chocar sus vasos.
—Y por la Filarmónica de Liverpool —añadió Sandy.
—Y que yo pueda verlo —dijo él.
—Amén —sentenció su madre, e hizo una pausa—. Un colega tuyo me dio recuerdos para ti, Sandra.
—¿Quién?
—Un antiguo novio tuyo. ¿No te imaginas quién? Ian no sé qué, un chico que te acompañó a uno de los conciertos de tu padre. ¿No sabías que trabaja en la televisión?
—Hay bastante gente que trabaja en la televisión. Y no es precisamente lo que yo llamaría un novio. Hasta que lo conocí, jamás había pensado que alguien que no se afeitaba podía llevar tanto after-shave.
—A mí me pareció un chico muy agradable. De cualquier forma, ahora lleva barba, y trabaja en la BBC. Viene a vivir a Liverpool, a los nuevos estudios que han abierto. Podríamos ir juntos a visitarlo. Creo que es una maravilla.
—Podemos ir la próxima vez. Comprenderéis que si vengo desde Londres no es precisamente eso lo que más me apetece.
—Si ya has decidido que no te interesa, no tiene mucho sentido ir a verlo.
Más que con Sandy, estaba furiosa consigo misma por mostrar tan claramente sus intenciones. Por eso intentó disimular su enfado cuando preguntó a Sandy cómo iba todo. Cuando salieron a cenar la conversación volvía a ser relajada. Fueron en coche bordeando la península hasta Parkgate y cenaron en Mr. Chau, junto a un estanque en el que nadaban luces de colores y donde los arbustos tenían forma de dragón.
—¿Cómo están Tracy y Hepburn? —preguntó su padre a mitad del primer plato.
—Bogan y Bacall —corrigió su madre tan pronto como dejó de masticar furiosamente.
—Me temo que están criando malvas. Los atropello un coche la semana pasada.
Su madre le tomó la mano.
—No me extraña que no sepas qué hacer con tanta muerte a tu alrededor.
—Sé qué hacer, mamá. No os preocupéis.
—En fin, quizá tengas razón. No me extraña que quieras alejarte de todo unos días. Si es soledad lo que buscas, podrías subir hasta Gales por la costa.
—También estoy investigando un poco.
—¿Sobre qué?
Mentir hubiera sido injusto, con ellos y consigo misma.
—Sobre la película que Graham Nolan había encontrado.
—Haz lo que creas que debes hacer —dijo su madre, tan seriamente que todos sus comentarios durante el resto de la velada parecieron encubrir la misma velada acusación.
En cuanto estuvieron de vuelta en casa, Sandy escapó escaleras arriba aduciendo un dolor de cabeza y se tendió en la cama, sin dejar de oír el murmullo apaciguador de su padre en el salón. Al parecer la vuelta a casa no le iba a servir para reflexionar, aunque seguramente la verdad era que no lo necesitaba. Los nervios habían perdido a Tommy Hoddle, y Leslie Tomlison sufría demencia senil; ambos encuentros la habían inquietado, ¿pero qué sentido tenía buscar conexiones donde no podía haberlas? Lo que necesitaba antes de reanudar la investigación era una noche de verdadero descanso. Se despertó una vez y recordó el comentario de su madre de que estaba rodeada de muerte. Miró con ojos entrecerrados las paredes y las cortinas, que dejaban pasar una rendija de claridad. No estaba rodeada de muerte sino de flores, pensó perezosamente, y volvió a quedarse dormida.
Por la mañana se despertó cuando su madre salía de la habitación de puntillas después de dejar una taza de café sobre la mesilla de noche. Al ver a su madre en camisón con el cabello gris suelto sobre la espalda, Sandy estuvo a punto de caer en la tentación de quedarse al menos hasta que se hubieran aclarado las cosas. Miró el reloj y vio que ya había pasado la hora a la que pensaba salir. Se obligó a saltar de la cama y se dirigió con paso inseguro hacia el baño con el café en la mano. Estaba en la ducha cuando su madre tamborileo en la puerta con los dedos.
—Te estoy haciendo el desayuno —gritó.
Sandy sabía que eso significaba al menos treinta minutos. En la mitad de tiempo apareció en la planta baja.
—¿Te importa que use el teléfono?
—Claro que no —dijeron sus padres al unísono, con tanta solicitud que sintió una punzada de vergüenza por utilizarlo para su investigación.
Pero el caso era que tenía que intentar concertar una cita para el día siguiente, ya que el compositor de la música de la película vivía junto al límite con Escocia. Marcó el número y al momento oyó que descolgaban.
—¿Neville Vine?
Su padre pareció reconocer el nombre. Una voz temblorosa por la edad llegó desde el otro lado del hilo.
—¿Quién pregunta por él?
—Mi nombre es Sandy Allan. Trabajo en la Metropolitan Televisión. Quería hacer unas preguntas al señor Vine sobre una de sus bandas sonoras.
—¿Televisión? No quiero saber nada de la televisión —declaró su interlocutor con voz aún más agitada—, ni de nadie que tenga que ver con ella.
—Según creo estuvo hablando con usted un amigo mío, Graham Nolan.
—No lo conozco.
—Hará un año, más o menos. Debió preguntarle por una cinta para la que usted escribió la música, La torre del miedo.
—No puedo ayudarla.
La voz de Vine había subido tanto de tono que Sandy pensó que estaba a punto de colgar.
—¿Estaría dispuesto a hablar con una persona que me ha pedido información sobre la película? No tiene ninguna relación con la televisión. Está escribiendo un libro.
—No insista. No sé nada de esa película.
—Pero usted escribió la banda sonora, ¿no es así? Supongo que…
—¡Ya se lo he dicho, no la recuerdo! —chilló él y colgó el auricular tan torpemente que Sandy pudo oírlo entrechocar varios segundos contra el aparato antes de que se interrumpiera la comunicación.
Su madre la miró fijamente esperando que levantara los ojos.
—¿No ha habido suerte?
—Ha negado que Graham hablara con él.
—¿No te dijimos que tu amigo estaba equivocado? Quizás ahora los dejes descansar, a él y a esa película. —Nada más decir estas palabras, se propinó un bofetón y se acercó a Sandy con rapidez—. No hagas caso de mis tonterías —murmuró abrazándola—, confía en tu instinto como has hecho siempre. —Entonces su mirada se humedeció—. Pero no te pongas en peligro, por lo que más quieras.