20

Todo lo que podía hacer era seguir el viaje hacia Birmingham. Continuó hacia el sudoeste, a través de tierras llanas, por King’s Lynn, con su mercado junto al mar, cruzando los campos de frutales de Wisbech, donde las manzanas brillaban cubiertas de rocío. Pronto el cielo se enturbió, primero por efecto de la quema de turba en los pantanos, y después con el humo de las fábricas que había impregnado la catedral de Peterborough. Más adelante, entre pastizales y agujas góticas que se alzaban sobre los árboles, la ciudad metalúrgica de Corby se oxidaba como si el ancestral paisaje reclamara sus elementos. La carretera comenzó a anunciar antiguos nombres —Marston Trussell, Husbands Bosworth— hasta llegar a la autopista, donde el tráfico arrastró a Sandy más allá de Coventry hacia Birmingham.

El trayecto fue duro, pero no complicado hasta que llegó a Birmingham. Siguió la carretera de circunvalación en busca del hotel en el que había reservado habitación desde Cromer. Le pareció que nunca iba a parar; la carretera era como una pista de carreras de galgos en la que ella fuese la liebre mecánica. Por fin, tomó una habitación en un hotel frente a la estación de ferrocarril y desde allí canceló la otra reserva; poco después salió a estirar las piernas.

Resultó casi tan fácil perderse a pie como lo había sido en coche. Frente a los grandes almacenes se abrían unos pasos subterráneos que volvían a emerger junto a unos sombríos edificios de oficinas o al borde de unos solares pelados donde había excavadoras amarillas que desgarraban la tierra. Cuando se cansó de oír gruñir a las máquinas, se internó en el subterráneo más cercano, que parecía conducir de vuelta a la zona comercial que tenía a la vista y que el tráfico le impedía alcanzar.

Podía haber escogido una ruta más atractiva. Todas las luces del subterráneo habían sido reventadas, y sus entrañas multicolores colgaban de las pantallas. Tan solo lucía una, que zumbaba y parpadeaba con desesperación. Cuando Sandy la dejó atrás, la mitad del túnel que tenía delante pareció aún más oscura. Los azulejos de las paredes estaban ennegrecidos por pintadas que parecían raíces descubiertas. Se preguntó si habría una excavadora trabajando cerca, porque el olor a comida rancia se mezclaba con el de tierra removida. De hecho, creyó oír un golpeteo de piedras al caer al suelo y un débil rozar de garras. Apretó el paso hacia la salida y miró hacia atrás. Debía de ser basura lo que se veía en la parte más oscura del pasadizo, parecía una forma agazapada a punto de saltar. Sandy se forzó a subir la rampa con paso tranquilo, y pronto se vio envuelta por la multitud que se dirigía a comer.

Almorzó en el bar del hotel. En la mesa contigua, un ciego había cubierto a su perro lazarillo con el abrigo, Sandy no supo si para abrigarlo o para ocultarlo. De cuando en cuando la cabeza del perro emergía entre los pliegues del abrigo, bamboleando la lengua grisácea. Sandy acarició al animal y se dirigió presurosa al aparcamiento.

No fue capaz de localizar el esquivo chirrido que sonaba entre las filas de coches vacíos hasta que lo oyó a su lado. Un hombre salió de debajo de un coche con las manos relucientes de grasa. Sandy se enfureció de tal modo por su aprensión, que el pobre hombre pensó que sus juramentos iban dirigidos a él, y no a sí misma. Se disculpó con una azorada sonrisa y se refugió en el coche.

Al menos pudo salir a la carretera del norte sin tener que dar demasiadas vueltas. La residencia de ancianos en la que vivía el antiguo especialista no estaba lejos de una salida de la autopista. Sandy pensó que el lugar sería excesivamente ruidoso, pero aunque vio el cartel anunciador de «El Valle» nada más salir de la autopista, la tierra ya había ahogado el zumbido del tráfico. Pasó entre los dos grandes pilares de la propiedad y comenzó a ascender por el ancho sendero.

«El Valle» era una gran casa de tres plantas, con su reloj y su veleta. Unas monjas vestidas de azul y blanco patrullaban por las sendas de grava que rodeaban la residencia. Algunos de los pacientes iban sobre sillas de ruedas, y una enfermera estaba regañando a uno de ellos que había estado dando de comer a los pájaros a escondidas. Cuando Sandy dejó el coche en el aparcamiento adjunto, observó que había una zona recreativa con columpios, toboganes y un balancín. Imaginó que habrían sido instalados para los niños que acompañaban a las visitas, y no para los internos que vivían su segunda infancia.

La recepcionista estaba leyendo un folletín de alguna historia de hospitales detrás del mostrador, que estaba situado al pie de una amplia escalera.

—¿En que puedo ayudarla? —preguntó mientras dejaba el libro abierto sobre el mostrador.

—Llamé hace unos días solicitando una entrevista con Leslie.

—Ah, sí. ¿Le importa esperar un momento? Llamaré a la enfermera jefe.

Sandy tomó asiento en un sofá de cuero frente al mostrador de recepción. En el piso superior podía oírse a una anciana tarareando una canción, y en el salón de la planta baja varios internos estaban viendo una película de guerra; un hombre con boina blandía su bastón cada vez que el enemigo sufría una baja. Al momento apareció a recepcionista con dos enfermeras, cuyos uniformes azules y blancos recordaron a Sandy a las camareras de una hamburguesería.

—Ve a ver al señor Hunter. No nos gusta que lleve su boina dentro de la casa, ¿no es así? —dijo la mayor de las dos a su compañera, y a continuación se sentó junto a Sandy en el sofá—. ¿Quería visitar al señor Tomlison?

—Eso es.

—¿Es usted pariente?

—No, sólo estoy haciendo una investigación —dijo Sandy, mostrando su carnet de la Metropolitan—. Quería hacerle unas preguntas sobre una de sus películas.

—¿Ha venido de muy lejos?

—De Londres.

—No está mal. —La enfermera se quitó de la rodilla una mota de algo tan pequeño que Sandy no pudo verlo—. La verdad es que no esperábamos que surgieran problemas cuando hablamos con usted. El señor Tomlison estaba más animado. Pero esta misma mañana, poco antes de la comida, parece haber empeorado.

—¿Piensa que ha sido a causa de mi visita?

—No, estoy segura de que no. Estaba muy excitado, pero además algo parece haberlo impresionado profundamente, y no hemos conseguido que nos diga qué ha sido. El caso es que se niega a abrir la boca.

—Lo siento —Sandy hizo ademán de levantarse—. No la entretendré más. Espero que mejore pronto.

—Estaba pensando que quizás usted pudiera ayudarnos.

—Si está en mi mano hacerlo… —dijo Sandy, pensando que debía haberse ofrecido primero.

—Nunca habla de su carrera profesional, y ninguna de nosotras sabe lo suficiente para darle conversación. A lo mejor usted puede recordarle algo que lo haga reaccionar.

—En realidad yo sólo sé algo sobre la película que estoy investigando, y tengo entendido que él sufrió un accidente durante el rodaje. ¿Cree que es prudente recordárselo precisamente ahora?

—No tiene por qué ser un recuerdo agradable —dijo la enfermera como si Sandy estuviera poniendo en duda su juicio profesional—, pero quizá consiga hacerlo hablar. —Dio unas palmadas en dirección al salón, donde un anciano aferraba su bastón con una mano y se apretaba la boina sobre el cráneo con la otra—. Mire, tenemos visita. ¿Qué va a pensar de usted esta señorita? Pórtese bien o se quedará sin paseo mañana —le gritó mientras se dirigía hacia la escalera.

Sandy dudó lo suficiente para dejar claro que estaba decidiendo si la acompañaba o no. La enfermera se dirigió a paso ligero hasta el final de un pasillo del primer piso, donde había una ventana que dominaba la zona de recreo.

—Creemos que el señor Tomlison ha visto a alguien subirse al tobogán. Una de las cuidadoras me dijo que había visto a alguien echar a correr. Me pregunto por qué puede querer alguien molestar a nuestros pobres huéspedes. —Abrió la última puerta del pasillo y cedió el paso a Sandy—. Aquí hay una señorita que ha venido a verlo, señor Tomlison —declamó con voz lenta y clara.

El sol inundaba la habitación empapelada de flores. Las cortinas rosadas estaban recogidas, y todos los muebles blancos parecían apuntar al hombre que yacía en la cama mirando al cielo con una sonrisa en los labios. Tenía la colcha subida hasta la barbilla, carnosa y llena de manchas. Sus manos descansaban sobre la floreada superficie, y sostenían varios dibujos infantiles que representaban el sol sobre unos campos amarillos.

—¿Lo han visitado sus nietos hace poco? —susurró Sandy.

Por un momento la enfermera pareció desconcertada.

—Ah, ¿lo dice por los dibujos? Los ha pintado él.

Sandy pensó que quizás aquello lo hacía feliz, pero no parecía que hubiera muchas posibilidades de comunicarse con él. Le sorprendió ver que, a pesar de haber suplantado en escenas peligrosas de aquella película tanto a Karloff como a Lugosi, no se parecía a ninguno de los dos. De todos modos, su rostro parecía haberse hinchado con la edad, y su peso había deformado ligeramente la vaga sonrisa.

La enfermera se inclinó sobre la cama como si fuera a levantar al paciente.

—Pero bueno, señor Tomlison, ¿no va a usted a saludar? Va a pensar que hemos olvidado nuestros modales. Quiere hablar sobre una de nuestras películas.

Ni siquiera la gratuita autoinclusión de la enfermera en el reparto lo hizo reaccionar. Sus manos se movieron sobre la colcha, pero sólo como podrían haberlo hecho estando dormido. Su mirada parecía vacía como el cielo. La enfermera hizo señas a Sandy para que se acercara más.

—Mire, aquí está —canturreó la enfermera mientras situaba a Sandy donde él pudiera verla.

Al entrar en su campo de visión, Sandy se sintió incómoda, sin saber qué decir, fuera de lugar. Quería hablarle, contrarrestar la ausencia que delataban sus ojos, la vacía luminosidad de la habitación.

—Soy Sandy Allan, señor Tomlison. Soy amiga de Graham Nolan.

—El señor Nolan, se acuerda del señor Nolan, ¿verdad? —repitió la enfermera como si fuera sordo—. Aquel caballero tan amable que había visto todas sus películas.

No parecía reconocer ningún nombre, ni siquiera el suyo.

—Tiene que acordarse —insistió la enfermera en tono casi acusador—. Estaba interesado en la misma película que la señorita Allan, aquélla en la que se hizo daño en la espalda.

Aunque no pareció reaccionar, Sandy sintió una punzada de resentimiento contra la enfermera por recordarle el accidente mientras la estaba mirando a ella. Se dio media vuelta deliberadamente y siguió la mirada del anciano.

—Es una vista preciosa —dijo, aunque la visión del tobogán la puso inesperadamente nerviosa. Si un adulto se subía al tobogán, su rostro estaría a la altura de la ventana de Leslie Tomlison. Acababa de advertir el detalle cuando una voz, como un respiro, susurró a su espalda.

—Me hizo caer.

Sandy se volvió hacia él. Seguía mirando como si no hubiera nada entre sus ojos y el cielo, pero su boca se había quedado abierta, con las comisuras caídas.

—¿Quién lo hizo caer, señor Tomlison? —preguntó bruscamente la enfermera—. ¿Cuándo?

La impaciencia que Sandy comenzaba a sentir hacia la enfermera pudo más que su determinación de no molestar al anciano.

—¿Se refiere a la caída que sufrió durante el rodaje? —preguntó—. ¿Cuándo estaba sustituyendo a Boris Karloff?

Para su sorpresa, la mención del nombre hizo chispear sus ojos, que giraron en sus órbitas. Tomlison miró a su alrededor, luego el papel pintado y la colcha de flores, como si buscara un lugar soportable para posar la mirada, y al final dirigió a Sandy una mirada suplicante.

—Miraba por la ventana —dijo sin cerrar la boca.

¿Habría creído ver él también a los supuestos intrusos que se escondían en los escenarios, o sería la influencia de la paranoia de Spence?

—Yo era Karloff —prosiguió con voz vaga—. Caí de la torre.

Sandy supo que tenía que seguir, aunque le hiciera daño.

—¿Qué vio por la ventana?

La mirada del viejo especialista volvió a recorrer la habitación, con tal desesperación que Sandy se arrepintió de haberle hecho la pregunta. Tomlison miró las paredes y la colcha, y sus manos comenzaron a arañarla como si quisiera arrancar las flores estampadas. Volvió a mirar por la ventana, más allá de Sandy, y ella siguió su mirada con nerviosismo. Sólo se veía a una mujer sentada en una silla de tijera leyendo un libro. Cuando volvió a mirar al anciano, la mirada de éste era otra vez indiferente y estaba de nuevo fija en el cielo.

—Los perros —murmuró, como si fuera la última frase de una respuesta.

—¿Qué perros, señor Tomlison?

—Lugosi. Estaba preocupado por los perros.

—¡Ah, sus perros! —recordó Sandy—. No los dejaron entrar en Inglaterra por la cuarentena.

Por primera y única vez, Tomlison la miró directamente a ella. Su rostro temblaba por el esfuerzo, Sandy no supo si porque intentaba recuperar un recuerdo o apartarlo de su mente. El temblor se extendió a sus labios abiertos. Cuando terminó de hablar, sus ojos volvieron a mirar el cielo, y ni Sandy ni la enfermera consiguieron hacerle responder a más preguntas.

—No sus perros —había dicho con voz asustada—. Los perros que vimos él y yo. Los perros con rostro humano y cosas que les salían de los ojos.