18

Dos horas después salió de un bosque y enfiló una pronunciada cuesta después de pasar junto a un zoo abandonado, y apareció el mar, más allá de Cromer. En su superficie resplandecía un río de sol que se perdía en el afilado horizonte. Una brisa que parecía traer recuerdos de arena y agua fría y salada le hizo cosquillas en la cara. El inmenso espacio abierto suponía tal alivio después de las asfixiantes carreteras, que bebió con ansia la vista durante unos minutos antes de adentrarse en el laberinto de callejuelas.

Las multitudes que atestaban el pueblo vestían de colores tan brillantes y mostraban tan diferentes bronceados, que casi parecían dibujos animados. Familias enteras se abrían paso a codazos entre las callejas flanqueadas por tiendas que rebosaban de bamboleantes expositores de postales, cubos de plástico, patos hinchables y cinturones salvavidas rosa. Por todas partes sobresalían de las paredes rótulos anunciadores de restaurantes, casas de té y hoteles. Pensó que sería mejor dirigirse a los esbeltos hoteles del paseo marítimo, frente a la playa y el puerto. En el primero encontró habitación.

Dejó el equipaje y bajó andando al puerto. En el pabellón se anunciaba la actuación de «Valentino el vampiro: un espectáculo para toda la familia». El nombre de Tommy Hoddle había sido relegado hasta la base de los carteles por las fotos de un comediante y de sus acompañantes femeninas, ninguno de los cuales significaba nada para Sandy. Tommy no estaba en el teatro, y no llegaría hasta la hora de maquillarse para salir a escena, le dijo la chica que atendía la entrada de los artistas. Lo mejor que el director le pudo ofrecer fue una entrada para la sesión de la noche, y la posibilidad de entrevistar a Tommy Hoddle después. Sandy le dio las gracias y se preguntó dónde estaría el actor en aquel momento.

—Siempre sale a pasear todo lo lejos que puede para estar de vuelta a la hora justa —dijo el director—. Puede estar en los acantilados o en la playa.

—¿No sabrá por casualidad cómo va vestido hoy?

El director se encogió de hombros.

—Como siempre.

Sandy se lo imaginó vestido de policía, como siempre habían aparecido Hoddle y Bingo en sus películas, vagando por la playa como un payaso triste en busca de su comparsa. Oteó la playa desde el embarcadero por si lo reconocía. Los niños cavaban fosos alrededor de sus castillos de arena junto a sus adormilados padres; un perro muerto de hambre subía penosamente hacia el acantilado. Sandy no vio a nadie solo. Volvió al hotel y descolgó el teléfono de su habitación.

Roger tardó en responder.

—Sí, un momento —dijo secamente, pero reaccionó al reconocer su voz—. ¡Hola, Sandy! ¿Por dónde andas?

—Estoy disfrutando de la brisa marina en Cromer. He encontrado a uno de los actores de la película y espero hablar con él dentro de un rato. ¿A ti cómo te va?

—El libro va creciendo y todo va bien, aunque parece que el perro de alguno de mis vecinos anda suelto y muy nervioso. Escucha, tengo una buena noticia para ti. Stilwell va a tener que tragarse lo que dijo. Tengo parte de la película que según él nunca existió.

—¿Dónde la encontraste? ¿Cuántos metros son?

—Bueno, sólo son un par de fotogramas, pero consecutivos. Karloff en una torre y Lugosi mirando desde abajo. Me jugaría mi reputación a que no pertenecen a ninguna otra película. Ojalá tuviera más metraje, una escena por lo menos. Demostraríamos a todo el mundo que Graham tenía razón. Toby los encontró en el piso, y hay un testigo que lo confirma.

—¿Qué lo hizo volver?

—Fue a llevarse la cama, ahora que tiene piso propio. Supongo que quería tener un recuerdo de Graham. El tipo que lo estaba ayudando vio que había algo detrás de la puerta. A Toby no le sorprendió que la policía no lo viera, porque se había enganchado entre la puerta y la bisagra. Me imagino que los fotogramas pertenecen al final de algún rollo. El que robó la película debió de engancharla sin darse cuenta, porque el trozo está roto. Bastante torpe, para tratarse de un supuesto amante del cine.

—Eso parece. —Sandy intentaba encontrar palabras para expresar la incomodidad que comenzaba a sentir, cuando él siguió hablando.

—Toby intentó localizarte en la Metropolitan antes de llamarme, y me ha dicho que alguien de allí quería hablar contigo.

Sin duda la esperaba una buena bronca a consecuencia del encuentro en el cruce. Podía esperar unos días.

—¿Quieres leerme la lista de Graham, ahora que tengo tiempo? Prometo cuidarla como a mi vida.

—Mientras no dejes por ello de llamarme… —Roger le dictó la lista—. Mañana estarás en Birmingham, ¿verdad? Te he concertado una cita para pasado mañana en la tierra de Wordsworth, al lado de Keswick. Es con Charlie Miles, el escenógrafo. Graham no dio con él, pero yo sí. Parece un tanto excéntrico, pero locuaz.

—Una medalla es lo que te mereces.

—Al día siguiente puedo reunirme contigo, si quieres y si me dices dónde estás.

—Lo haré. Yo también tengo algo para que pienses un poco hasta que nos veamos. Harry Manners y Denzil Eames me dieron material relacionado con la película, incluyendo una vieja revista de cine llamada Picture Pictorial. ¿Y sabes quién lanzó un ataque furibundo contra la película incluso antes de que se terminara? Ni más ni menos que nuestro amigo Leonard Stilwell.

—Vaya, qué extraño. ¿Qué piensas que hay detrás de todo esto? Veré lo que puedo averiguar por aquí.

—Ten cuidado con los periodistas…

—No irás a prohibirme que disfrute yo también de los placeres de la caza.

—Había olvidado que te encanta.

Sandy podía haber seguido hablando, pero se sentía inexplicablemente oprimida, como si alguien estuviera escuchando su conversación. Anotó los detalles de la cita en Keswick y se despidió de Roger con un beso que sonó pegajoso en el auricular. Intentó llamar a varias direcciones de más al norte, con tan poco éxito que comenzó a pensar que el teléfono no funcionaba bien; quizá necesitaba descansar un poco. Se echó el bolso al hombro, bajó al paseo y se sentó en un banco frente al mar. Se puso a hojear el material que le había dado Denzil Eames.

Después de echar un vistazo a la novela de F. X. Faversham, la volvió a guardar dentro del bolso. El recargado estilo Victoriano le pareció demasiado pesado para aquel momento, y además Eames le había dicho que la película tenía muy poco que ver con la obra original. Desdobló las hojas de Spence y se puso a leer.

La letra grande y torcida resultó fácil de descifrar cuando hubo reconocido algunas letras, pero Sandy tuvo la sensación de que se trataba más de ideas desordenadas que del producto de una investigación. «Muere un hombre durante la construcción de la torre…, su muerte accidental hace que se consagre a un dios pagano…, paralelismos bíblicos (Babel; ¿otros?)… exige sacrificios…». Muchas de las notas se referían a lord Belvedere, al parecer el personaje de Karloff: «arrogante, soberbio, insensible, chovinista, inflexible…». Tras la avalancha de calificativos, escritos a tal velocidad que algunos trazos habían rasgado el papel, Spence había intentado dar forma a un diálogo.

«Belvedere: Me está ofendiendo con sus palabras. No se atreva a cuestionar el derecho de un caballero inglés a su tierra. No juzgue a mi país por el salvajismo del suyo.

»Gregor: ¿No se da cuenta de que su negativa lo fortalece aún más? La verdad es la única arma que tenemos contra lo que ha sido enterrado, pero no destruido. Mientras siga negándose a admitir la sangre que derramaron sus antepasados, seguirá habiendo sangre».

Un golpe de brisa agitó las flores, y Sandy sintió un escalofrío. Se preguntó si Eames habría utilizado el diálogo o si no se había molestado en incorporarlo a la película. Parecía haber una idea que se escabullía en algún sitio de su mente y que no conseguía concretar. Volvió a sacar el desgastado libro y hojeó En lo alto. En efecto, el protagonista se llamaba lord Belvedere; Gregor había sido incorporado para alargar el argumento lo suficiente. Cerró el libro y se quedó mirando las olas que rompían caprichosamente en la playa. Eso la ayudó a relajarse, pero todavía se sentía incómoda y pesada cuando llegó el momento de volver al hotel.

Cenó cangrejos de Cromer en una mesa individual junto a un ventanal que miraba hacia la playa, ya casi desierta. Al poco rato tuvo que desistir de intentar dar forma a la idea que seguía escabullándose con tozudez. Veía las olas como una forma que se levantaba y se agachaba, se tendía sobre el vientre en la brillante arena y volvía a erguirse más cerca de ella. Sintió tentaciones de pedir otra media botella de chablis, pero decidió que quizás el espectáculo del pabellón fuera lo que necesitaban sus nervios. Se tomó un café descafeinado y salió del hotel.

La noche era espléndida, y eso la animó un poco. Las parejas paseaban cogidas del brazo a lo largo de la playa y se oía chirriar las sillas de ruedas. En una calleja cerca del embarcadero tintineaban las máquinas tragaperras y los cascabeles de ponis de a diez peniques el viaje. A la luz del crepúsculo, los juguetes hinchables que colgaban en racimos de la puerta de los comercios parecían enormes y extraños vegetales. Grupos familiares bajaban a buen paso la rampa en zig-zag que llevaba al embarcadero.

El director estaba junto a la puerta del pabellón, meciéndose ligeramente y haciendo reverencias a los grupos que iban entrando. Al ver a Sandy se dio una palmada en el reluciente cráneo.

—Tommy Hoddle. Se me olvidó hablarle de usted. Se lo diré antes del final de la representación.

La sala estaba casi llena, y había tantos niños como adultos. El asiento de Sandy estaba junto al pasillo, cerca de la salida. Delante de ella un niño estaba chupando un polo verde cuyo envoltorio mostraba a un vampiro con el pelo peinado hacia atrás. Más cerca del escenario, una niña aferraba un muñeco gris de cabeza cuadrada con dos tornillos sobresaliendo a ambos lados del cuello. Mientras Sandy los miraba, se apagaron las luces.

Se alzó el telón y aparecieron dos mujeres con pañuelos en la cabeza charlando a través de la valla de un jardín y quejándose de los recién llegados al pueblo. Una contaba que, aquella misma mañana, el hombre del carrito de pizzas la había invitado a que probara su salami (cacareos de regocijo por parte de un grupo de ancianas).

—¿Y qué le parecían los que habían comprado el caserón de la colina, que nunca salían a la calle durante el día? Incluso mandaban al niño a la escuela nocturna.

—Yo me moriría si tuviera que vivir así —graznó la otra, recibiendo unos cuantos gruñidos desganados del público.

La conversación siguió en aquel tono durante unos minutos, y de repente el haz del foco que representaba al sol se hundió como una piedra. Los niños murmuraron y se revolvieron en sus asientos.

—No pasa nada, cielo, son vampiros buenos —susurró una madre detrás de Sandy—. Al final el niño los salva a todos de una inundación. Se convierte en murciélago y va a buscar ayuda.

Las comadres de la cerca miraron hacia los bastidores y desaparecieron mientras la familia entraba en escena: un hombre envuelto en un capa negra que entonó un «buenas noches» con voz profunda y acento extranjero; una mujer encapuchada que empujaba un cochecito con forma de ataúd agitando un sonajero que lucía unos ojos inyectados en sangre; y finalmente un personaje diminuto con capa y pantalones cortos, que fue saludado con aplausos y vítores. Cantaron una canción, Flipity Flapity Flop, y se retiraron alegando un insoportable olor a ajo mientras aparecía en escena el carrito de las pizzas, cuyo propietario cantaba: La pizza non e rica si el ajo no pica. Sandy empezó a pensar seriamente en dar un paseo por la playa mientras acababa la representación. Lo que le pareció la pareja de novios más viejos del mundo interpretó un soporífero dueto romántico, hasta que la bobalicona novia rechazó a su don Juan con un violento empujón.

—Compórtate, ahí viene mi padre —declamó ella mientras la orquesta acometía el tema de una conocida serie policiaca de televisión. Sólo podía ser Tommy Hoddle, y Sandy se incorporó en el asiento para no perder detalle.

Entró a escena de espaldas, encorvado como si no pudiera con el peso de su linterna. El casco era demasiado grande, y el uniforme, absurdamente pequeño, revelaba sus huesudos tobillos y muñecas. El salto que dio al simular que reparaba en el público hizo pensar a Sandy en un abuelo intentando entretener a sus nietos. Se subió el casco, que casi le tapaba los ojos, y miró al público con los ojos desorbitados.

Su boca, tan grande que podía haber sido pintada, se curvó hacia abajo. Sus ojos parecían mayores y más prominentes que en la única película suya que Sandy había visto. Se hizo pantalla con la mano tras la oreja hasta que alguien de la primera fila gritó «¡Uhhh!», y casi lo hizo caer de espaldas.

—No está asustado de verdad —susurró la madre detrás de Sandy, pues el pánico del actor era tan convincente que no resultaba nada cómico. Incluso la reaparición de las dos comadres fue un alivio.

Le gritaron que tenía que ir al caserón de la colina y averiguar qué estaban tramando los nuevos vecinos. El grupo se desperdigó al aparecer el vampiro diminuto cantando No soy más que un murcielaguito. Se desvanecieron las luces y un gran murciélago de goma atravesó el escenario. Entonces se encendieron todas las luces anunciando el primer intermedio.

El siguiente acto comenzó con Tommy Hoddle delante del telón, vestido de boy-scout y entonando Con mi maza y mi estaca en la mano. Su voz era chillona y, por momentos, temblorosa. Un búho ululó por los altavoces y él se escondió entre bastidores mientras el telón se alzaba mostrando el salón de la casa de los vampiros, con los espejos cara a la pared, un ataúd junto a la chimenea, unos colmillos postizos en un vaso sobre la repisa y el vampiro enano jugando con una tarántula de juguete.

—No la dejes que se acerque a la abuela o la despertará —le decía su madre señalando al ataúd mientras se levantaba para responder al timbre.

Volvió a aparecer seguida tímidamente por Tommy Hoddle y le ofreció algo de beber.

—Ve a ver si desentierras a tu padre. No sé dónde andará —le dijo al niño, y ambos salieron de escena, dejando solo a Tommy.

Al principio no reparó en el ataúd. Sandy se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración mientras esperaba el golpe de efecto. Tommy se acercó a la chimenea, cogió el vaso de los colmillos y abrió la boca para coger aire sin atreverse a mirar. Varias ancianas lanzaron grititos de entusiasta aprensión, reacción que pareció desconcertar al cómico más de lo normal, ya que al dejarlo, el vaso repiqueteó secamente contra la repisa de madera. Avanzó con paso inseguro hasta las candilejas, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.

—¿Qué voy a hacer? —preguntó al público mientras la tapa del ataúd comenzaba a abrirse.

Los niños chillaban y hacían señas, y él se inclinó hacia delante con la mano tras la oreja.

—¡Detrás de ti! —gritó una niña muy nerviosa, pero él pareció no oírla. Cuando otros niños se unieron al grito, él miró más fijamente— no a Sandy, desde luego, pero sí en su dirección.

—¿Qué me queréis decir? —dijo él con voz extraña y monocorde, como si declamara automáticamente de tanto repetir la escena.

—¡Detrás de ti! —gritaba el público, pero él pareció quedarse helado. No estaba mirando a Sandy, pero sus ojos se abrían cada vez más.

—Se le ven a salir —gimió un niño cerca de ella. Tommy estaba mirando hacia la puerta.

—¡Detrás de ti! —aullaba el público, al principio con grandes risotadas. Sin darse cuenta Sandy se unió a las carcajadas. Los gritos no lo hicieron moverse, y Sandy se volvió en busca de lo que estaba mirando.

Al otro lado de las puertas de cristal, casi completamente a oscuras, había un hombre de pie. No le pudo ver la cara ni ningún otro detalle más que su excepcional delgadez. Tuvo la impresión de que estaba esperando a alguno de los actores. Debía llevar un ramo de flores para alguien, pero parecía sostenerlo delante de su rostro. El público reía con más fuerza, y Sandy se volvió en el momento en que Tommy salía corriendo del escenario, tan torpemente que casi tropezó con los cables de los focos.

Las risas fueron decreciendo y se hizo el silencio. Entre las carcajadas Sandy había creído oír un chasquido y un golpe detrás de los decorados, como si hubieran abierto y cerrado una puerta con violencia. La madre vampiro y su hijo aparecieron por los bastidores, tan obviamente desconcertados al no encontrar a nadie a quien darle el vaso de líquido rojo que el público rugió su aprobación.

—Vamos a ver por qué no viene papá —dijo el diminuto cómico con evidente desesperación después de contar varios chistes. Los dos desaparecieron apresuradamente por donde habían llegado y el escenario quedó desierto tanto tiempo que el público comenzó a removerse en los asientos. Al final, apareció un hombre vestido de negro. Pero no era ningún vampiro, sino el director.

—Siento tener que comunicarles que Tommy Hoddle no podrá continuar la representación —dijo gravemente.