Dos horas más tarde estaba en mitad de Norfolk, y se juró no volver a fiarse nunca del mapa. Una carretera representada por una línea continua sobre el papel resultó en la práctica no tener ninguna recta de más de cien metros. Tenía que llegar a Cromer con tiempo para encontrar a Tommy Hoddle antes de la actuación de la noche, y decidió no perder tiempo parando a comer. Cuando se vio una vez más al final de una caravana de vehículos sin intención de adelantar a alguien más lento, redujo una marcha al ver un tramo recto y adelantó a los cuatro coches antes de que ninguno de ellos hiciera señal de adelantar.
Por el retrovisor los vio tomar una carretera lateral y se quedó sola. Una nube pastosa que cubría la mitad del cielo se fue hundiendo en el horizonte hasta que éste quedó completamente despejado. Aunque el paisaje era llano, su vista no llegaba muy lejos a causa de los setos que flanqueaban la carretera. No siempre las señalizaciones de los cruces coincidían con lo que su mapa pretendía hacerle creer. Se prometió que cuando llegara a Cromer se permitiría un rato de descanso.
Conducía rápido, frenando a la entrada de las curvas y volviendo a acelerar en cuanto era posible. Más allá de la ventanilla abierta se extendían unos vastos campos de cereales. Miró al retrovisor por si el movimiento que había detectado a sus espaldas al tomar la última curva era alguien que intentaba adelantarla, pero la carretera estaba desierta, vibrante de polvo y calor bajo el cielo incandescente. Al salir de otra curva volvió a mirar el espejo para ver qué era lo que se acercaba tan rápido a su vehículo. Debió de haber sido una ilusión de la perspectiva, algún matorral que sobresalía de una tapia y que había parecido saltar al asfalto en el momento en que la curva desaparecía por el espejo.
La altura del seto más cercano al coche crecía sin cesar, devolviéndole el ruido del motor. Se parecía tamo a un gruñido cascado que disminuyó la velocidad por si era un fallo del motor. Sintió alivio cuando la barrera y el sonido desaparecieron, y comprobó que no le pasaba nada al coche. El viento agitaba una de las ringleras del campo que estaba atravesando, era el viento o un animal. Posiblemente la corriente de aire formada por el coche causaba la inquietud de los tallos; ningún animal salvaje se hubiera mantenido tan cerca de un vehículo en movimiento. Pisó con fuerza el acelerador apurando la recta. Debía de ser el coche lo que hacía moverse la hierba, pues el movimiento seguía a su misma altura. Tomó una amplia curva alrededor de la cual el seto volvía a ascender, pero no frenó de inmediato. El siguiente tramo recto apareció ante el vehículo y Sandy levantó bruscamente el pie del acelerador. A la entrada de la siguiente curva había un coche de policía apartado.
—Justo lo que necesitaba —suspiró Sandy—. Estupendo.
Como respondiendo a sus palabras, cuando estaba a cincuenta metros del coche patrulla éste le hizo señas con las luces para que se detuviera.
Mientras ella se apartaba a la cuneta, el conductor salió del coche y cerró la puerta que sonó como un hachazo. Era tan ancho de hombros que la hizo pensar en un jugador de rugby. Se preguntó si andar despacio era parte del entrenamiento de un policía, una técnica para hacer perder los nervios a la presa. Se echó ligeramente hacia delante la gorra, cubriéndose la rubicunda frente, que parecía enana en comparación con sus hombros. Miró la matrícula y después a Sandy.
—¿Puedo preguntarle adónde se dirige?
—A Cromer.
Él asintió como si sopesara la respuesta.
—¿Y de dónde viene?
—De Cambridge.
—Entonces me parece que está un poco perdida, ¿no cree?
—No me extrañaría, por la forma en que señalizan ustedes sus carreteras.
No se refería a él personalmente, ni al cuerpo de policía, pero la cara del agente se endureció como la de un perro.
—En realidad supongo que ésta me acabará llevando a Cromer.
Él dio la vuelta alrededor del coche con lentas zancadas y se agarró a la puerta de Sandy, apoyando la yema del pulgar en la rendija por la que había desaparecido el cristal.
—Me gustaría ver su documentación.
Sandy se lo imaginó más bien jugando al hockey que al rugby, vestido con un maillot de mujer, y se sintió mejor al abrir el bolso.
—Espero que todo le parezca correcto —dijo ella, buscando entre los bolsillos de plástico de su cartera hasta dar con el permiso de conducir.
Él lo examinó con detenimiento por ambos lados y por fin se decidió a devolvérselo. Cuando Sandy iba a guardarlo, su carné de empleada de la Metropolitan se deslizó fuera. Él lo miró con tal repugnancia que Sandy tuvo la absurda idea de que Stilwell había conseguido predisponerlo también a él en su contra.
—Yo tendría cuidado, si fuera usted —dijo.
Sandy le hubiera preguntado de qué si hubiera pensado que iba a responderle. El policía volvió a su vehículo, caminando lentamente por el centro de la carretera como advirtiéndole que no se atreviera a pasarlo. Había conseguido ponerla tan nerviosa que cuando alcanzó el cruce que él debía de estar vigilando olvidó mirar las indicaciones. Era una carretera de tercer orden que seguramente no le hubiera sido de ninguna utilidad, y además podía ver a varios cientos de metros un cruce mayor y señalizado.
Un sordo rumor de motores había comenzado a flotar en el aire. Pensó que sería maquinaria agrícola, aunque no se veía a nadie trabajar en los campos. En efecto, el letrero del cruce le confirmó que se dirigía hacia Cromer. De reojo, vio luces al otro lado de uno de los campos que bordeaban el cruce y frenó. Lo que fuera que se acercaba por el sudoeste, iba escoltado por la policía.
Se detuvo un momento en la cuneta para observar. Era el ejército de Enoch, que seguía recorriendo Inglaterra en busca de una tierra hospitalaria. Los decrépitos camiones y caravanas se arrastraban penosamente como un cortejo fúnebre a través del paisaje, flanqueados por coches de policía con luces azules sobre el techo. A pesar de la escolta, la caravana pareció por un momento tan antigua como la tierra, una tribu de nómadas sin tiempo ni lugar propio. Sandy pensó que su tiempo había sido la década de los sesenta, y que si se quedaba allí mirando no llegaría a tiempo a Cromer. Puso el coche en marcha y arrancó. El cruce estaba desierto. Acababa de dejarlo atrás cuando un niño de unos siete años salió corriendo de entre las altas hierbas y saltó a la carretera, delante del coche.
Sandy hundió el pie en el freno. El coche patinó sobre el asfalto y se detuvo justo antes de caer a la zanja sobre la que el pequeño había saltado. Cuando Sandy maniobraba para volver a la carretera, una mujer vestida con un caftán salió corriendo de entre las hierbas detrás del niño. Intentó saltar la zanja, pero vaciló al ver el coche, resbaló en el barro y cayó de forma extraña al borde del campo. Cuando Sandy vio que intentaba levantarse y se agarraba el tobillo con gesto de dolor, aparcó en la cuneta contraria y salió del coche.
Antes de que llegara junto a la mujer, el niño se interpuso entre ellas, blandiendo una piedra de aristas afiladas que había cogido del suelo. Sandy todavía temblaba por el sobresalto, y la forma en que el niño se disponía a defender a su madre le produjo un escalofrío.
—No voy a hacerle daño —le aseguró—. Quiero ayudarla.
La mujer levantó la vista. Su rostro era muy delgado, de un color rosáceo. A pesar de que su pelo fuera gris y de que estuviera mal cortado, tenía unos treinta años.
—¿No es usted de por aquí? —preguntó con fuerte acento de Lancashire.
—No más que usted —contestó Sandy—. ¿Le importa?
—A la gente no le gusta que nos acerquemos a sus casas ni a sus tierras.
—Me temo que eso es inevitable.
Cuando la mujer le sonrió agradecida, el niño dejó caer la piedra. Sandy ayudó a la mujer a levantarse. Esta dio dos pasos y se tuvo que apoyar en ella.
—Deberíamos ir a un hospital —dijo Sandy.
—No. Siempre nos hacen esperar hasta que han atendido a cualquiera que viva en la zona. Tenemos hierbas y en la caravana viene una curandera.
—¿Quieren esperarlos aquí, o prefieren que los lleve?
—Yo quiero volver —suplicó el niño, dando unas palmadas en el tejado del coche. Cuando Sandy ayudó a su madre a subir al vehículo y lo dejó pasar atrás, vio que había dejado las huellas embarradas de sus manos en el techo. Era el primer niño pequeño que olía tan sucio como parecía, y su madre tampoco parecía conocer el desodorante. Sandy dio media vuelta con el coche.
—¿De qué huía el niño? —le preguntó a la madre.
—¿Arturo? Sólo quería ir junto al seto porque no tenemos retrete en la caravana, y el granjero soltó a dos perros.
—¿No ha intervenido la policía?
El niño siseó ante la mención de la policía, y la mujer dejó escapar una risita seca.
—Miraron hacia otro lado. No quieren saber nada de nosotros más que para intentar destruirnos, porque podemos hacer que la gente vea que hay otras formas de vida además de las suyas. Enoch dice que cualquiera que lleve un sombrero de punta sólo puede ser un burro o un payaso. Cuando estábamos por el sur, una patrulla de policía rompió todos los juguetes de Arturo con el pretexto de buscar drogas en la caravana. Me recuerdan a su padre. Él también solía rompernos las cosas hasta que lo abandonamos y nos unimos a Enoch.
—Ahora Enoch es nuestro papá —intervino Arturo.
Sandy se sintió aturdida por tan inesperada avalancha de información.
—Espero que los perros no te hicieran daño.
—No. Enoch los espantó, pero Arturo no se dio cuenta. ¿Y sabe una cosa? El granjero se puso a gritar «¡No hagan daño a mis perros!» Enoch dice que la gente que se preocupa más por los animales que por los humanos muestra que hemos perdido el contacto con las tradiciones, pero que no podemos prescindir de ellas. Ahora la sociedad quiere que todos nos vistamos con pieles, pero antes eran los sacerdotes los que se las ponían para poder comunicarse con los animales que compartían la tierra con ellos.
—Hmmm —respondió Sandy vagamente. Ya había llegado a la carretera lateral, y el coche de policía que precedía la caravana le hizo señas con las luces. Mientras ella aparcaba el coche a un lado de la calzada reparó en Enoch Hill, que marchaba al frente de la caravana, detrás de la policía. No había pensado que fuera tan alto. Al menos medía dos metros. Tenía una barba larga y negra que le caía sobre el pecho y una melena de similar longitud que se derramaba por su espalda. Vestía un chaleco y unos pantalones que parecían de cáñamo trenzado. Sandy encontró su imagen tan fascinante que al principio no advirtió que la policía le hacía señas para que diera la vuelta.
—Traigo a una mujer herida —gritó—. Se cayó en la carretera.
—Yo la llevaré —dijo Enoch. Su voz era tan potente que barría cualquier acento que pudiera indicar su procedencia. Pasó entre los vehículos de la policía y esperó, respirando con fuerza como un toro. Sandy ayudó a su pasajera a salir del coche y Enoch la cogió en brazos.
—Vaggie conduce tu furgoneta. Seguirá llevándola mientras Merl te mira la pierna.
—Yo te acompañaré por si hay más perros por ahí, ¿de acuerdo? —propuso Sandy al pequeño, y su madre le dirigió una mirada de agradecimiento.
La furgoneta era una de las últimas de la caravana, compuesta de unos cuarenta vehículos que seguían moviéndose, conducidos por la policía. Tras las ventanillas aparecían rostros de hombres con pendientes y aire de piratas, y niños con espigas trenzadas en el pelo. Sandy tenía que ir al trote para seguir a Enoch. Se sentía como arrastrada por su presencia y energía, el olor a sudor y a cáñamo, las venas que resaltaban en la correosa piel de sus brazos, la melena y la barba que brillaba como si fuera de alambre.
—Gracias por cuidar de estos dos —dijo—. Perdone las prisas, pero no es lugar ni momento para paseos.
—Comprendo —balbució Sandy—. ¿Van muy lejos?
Él volvió su enorme y curtida cabeza y la miró fijamente sin perder el paso.
—Todo lo lejos que debamos ir hasta encontrar una tierra que necesite alimento y no nos convierta en sus esclavos.
La mujer que iba en sus brazos asintió vigorosamente.
—Alimenta la tierra y ella te alimentará.
—Nosotros cambiamos de lugar cuando la tierra quiere descansar y soñar, pero la masa de los hombres no quiere dejarla en paz. Antes el hombre y la tierra se respetaban, pero ahora el hombre la corrompe, o clava su estandarte en ella y la deja marchitarse, o la agota cultivando alimentos que nadie va a comer. Llegará un día en que la tierra exija al hombre mucho más que cuando el hombre sabía lo que ella quería.
A pesar de la oratoria, aquello parecía tener cierto sentido.
—¿Se dirigen a algún lugar en especial?
—Encontramos uno la semana pasada, pero la gente de los alrededores se alzó contra nosotros —dijo Enoch—. El territorio alimenta la violencia.
Habían llegado al vehículo de la mujer, una vieja furgoneta con rayos de sol pintados alrededor de los faros y nubes en los costados. En cuanto la mujer que conducía se detuvo para dejarlos subir a ella y al niño, el coche de policía que cerraba la comitiva comenzó a hacer sonar el claxon.
—¡Ya ve! —dijo Enoch—. Todo son territorios que pertenecen a alguien y donde no somos bienvenidos.
—Debe de haber alguien que les muestre simpatía.
—Dígame dónde —dijo Enoch desafiante, mientras echaba a andar de nuevo hacia la cabeza de la caravana—. La gente nos odia por mostrarle lo que está mal en su vida, como el tener que vivir donde el estado decreta, amontonados y siempre temerosos de que alguien les robe lo que poseen, como dejar que sus familias se destruyan sin atreverse a buscar una vida familiar diferente.
Sandy se preguntó si todos los miembros de la caravana usarían sus palabras como él.
—El hombre es tan salvaje como siempre ha sido —continuó diciendo Enoch—. Antes la violencia era necesaria, formaba parte de la relación entre el hombre y la tierra. Ahora que ha perdido su significado, sólo puede ser peor.
—No creo que sea tan sencillo.
—¿Cómo puede tener algún significado cuando sabemos que una bomba puede destruir la tierra y a todos nosotros? ¿Usted qué hace?
Le estaba preguntando por su profesión, supuso Sandy, posiblemente para demostrarle que no podía refutar sus teorías.
—Soy montadora de cine.
Él frunció el entrecejo e hizo vibrar las ventanas de su nariz. Su gesto pareció amenazador.
—Entonces usted está colaborando con la violencia —dijo tristemente—. Plasmarla en imágenes no hace que la gente deje de sentirla, y menos cuando se la muestran en la oscuridad, como si fuera un dios. Eso es alimentar las imágenes y hacer que se alimenten a sí mismas, y con ello darles poder. Muy pronto no tendrán nada que ver con la humanidad, y no serán más que otro poder que engulle los significados y llena a los hombres de confusión.
—Vamos, no todas las películas son violentas.
—Toda ficción es un acto de violencia. —Sus palabras tenían casi la cadencia de un himno—. Es un acto de venganza contra el mundo por parte de personas a las que no les gusta pero que carecen de la fuerza necesaria para cambiarlo. Es una forma de cargar sus propios prejuicios sobre los demás. A mí y a los míos nos han convertido en una ficción, en un chivo expiatorio en el que quieren matar a todo lo que odian.
—Si concediera una entrevista —dijo Sandy más para darse un respiro entre la avalancha de argumentos que para persuadirlo—, ¿no daría a todo el mundo la oportunidad de comprenderlo?
Enoch gruñó y hundió la barbilla en el pecho como un toro a punto de embestir.
—Sólo ven lo que quieren ver. Nunca he vuelto a ver películas o la televisión desde que tuve edad suficiente para alejarme de ellas. Son drogas adictivas, y nosotros estamos contra ellas. Por las noches contamos historias a la antigua usanza, historias que la tierra y nuestros sueños nos cuentan. Cualquiera puede añadirles detalles y volver a contarlas. Nos pertenecen a todos. Eso es lo que el cine y todas esas industrias nos han robado, las viejas leyendas que estamos redescubriendo. Las robaron y las pervirtieron para hacernos creer que eran propiedad de unos pocos. El hombre no podrá recuperar su relación con la tierra hasta que recordemos las historias que decían la verdad. Teníamos un modelo de vida, y la civilización lo ha destruido.
—Me gustaría oírlo alguna vez contar esas historias —dijo Sandy a modo de amistosa despedida.
Ya estaban en la cabecera de la caravana, que casi había llegado al cruce. Sandy le dedicó una sonrisa de disculpa junto con el comentario, y le dio la espalda para volver al coche. Entonces aspiró aire con fuerza. Más allá de los repetitivos fogonazos azules del coche de policía, en la cuneta de la carretera de Cromer, había una unidad móvil de la Metropolitan Televisión. Y dando instrucciones a los cámaras estaba uno de los hombres con los que había discutido en la antesala del despacho de Boswell.
Él hizo ademán de saludar a Sandy e intentó volverse atrás. Pero Enoch ya se había dado cuenta. Ni siquiera frunció el entrecejo, simplemente pareció olvidarse de ella, lo que equivalía a decir que desde el principio había sabido que pretendía engañarlo.
—Ni siquiera sabía que estaban aquí —protestó Sandy—. No estaba intentando ablandarlo.
—Ninguno de los míos hablará con ellos —murmuró él con voz de trueno—. No nos convertirán en imágenes para que ustedes las metan luego en la cabeza de la gente.
Sandy lo dejó caminando detrás del coche de policía y atravesó el cruce hacia su coche, pasando por delante del camión de televisión. El periodista simuló no conocerla, pero ella se plantó delante de él.
—Bien hecho, Sandy —murmuró—. ¿Qué nos has conseguido?
—Un poco de respeto hacia mí misma, pero me lo guardaré, gracias. Estoy de vacaciones, por si no lo sabías. No quieren que los filméis, y tienen derecho a negarse, ¿sabes? Aunque creas que es por su propio bien. —Gritó las últimas palabras ya junto al coche. Subió y cerró con violencia la puerta, y se quedó sentada jadeando con fuerza hasta que la rabia comenzó a ceder. Entonces se puso en marcha hacia Cromer sin mirar atrás.