16

Durante la noche, Sandy se despertó con la sensación de que había alguien detrás de su puerta. Quizá fuera uno de los vendedores, o alguna de las empleadas que intentaba averiguar si Sandy tenía compañía. Al menos la puerta era sólida y tenía una robusta cadena. Sandy aguardó en silencio a que quien fuera hiciese algún ruido, hasta que el sueño comenzó a transformar su percepción. Mientras se dormía creyó oír un sonido como el de un cuerpo al tenderse en el pasillo contra la rejilla inferior de la puerta.

Debió de haber sido un sueño, se dijo a la mañana siguiente, pero seguía teniendo la impresión de que había alguien al otro lado de la puerta. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta todo lo que permitía la longitud de la cadena. Cuando se asomó por la rendija, uno de los representantes que la había abordado la noche anterior salía de su habitación al otro lado del pasillo. La miró con una mueca de rencor. Aparte de él y del olor a desayunos grasientos, el pasillo estaba desierto. Cierta ranciedad en el olor hizo pensar a Sandy en no bajar a desayunar, pero evitar a las empleadas y al resto de los huéspedes hubiera parecido una admisión de culpa. Cerró la puerta y se dio un baño.

El olor a rancio no se notaba en el comedor, pero el desayuno era grasiento de verdad. El tocino cartilaginoso estaba incrustado en la clara de un huevo tibio. Una rodaja de pan Semilla de Vida era lo más saludable que había sobre la mesa. Se conformó con pan y mermelada, y abandonó la repleta habitación llena de humo tan pronto como hubo tomado dos sorbos de su taza de café.

Apenas había marcado el número en el teléfono del vestíbulo, descolgaron con brusquedad al otro lado de la línea.

—¿Quién es? —inquirió una voz casi tan aguda como los pitidos. No parecía nada prometedora, pero al menos lo habría intentado.

—¿Señor Eames?

—¿Es la mujer que llamó anoche?

—Me temo que sí —dijo Sandy—. Soy yo.

—Bien, pues acabemos cuanto antes. Tengo que preparar una conferencia. ¿Cuánto va a tardar?

—Iré en seguida —respondió Sandy, tan sorprendida que se preguntó si no la habría confundido con otra persona—. Puedo estar allí en media hora.

—Ése es todo el tiempo que puedo dedicarle, y será menos si se retrasa —masculló él, y colgó.

La recepcionista apartó los ojos con rapidez.

—Sí, es otro hombre —le confirmó Sandy, y subió a su habitación a hacer el equipaje. Observó que la rejilla inferior de la puerta estaba arañada, nada extraño dado el estado general del hotel. Cuando salió del edificio, después de haber esperado de la recepcionista un comentario que no llegó a salir de sus labios, había olvidado por completo los arañazos de la puerta.

Cambridge hervía de gente. Las aceras rebosaban de estudiantes y profesores con toga. Bandadas de ciclistas irrumpían por Jesús Lane, y Sandy pasó de largo la calle por la que debía doblar. Se vio obligada a rodear a paso de tortuga la iglesia de Santa María la Grande, alrededor de la cual había un mercado. A la segunda vuelta consiguió encontrar Christ’s Pieces y vio a los tenistas saltar y correr dentro de sus grandes jaulas. Aparcó frente a la explanada y salió del coche frotándose la nuca.

Un golpe de brisa atravesó Christ’s Pieces trayendo el tintineo de timbres de bicicleta. Los secos golpes metronómicos de las pelotas de tenis contra las raquetas parecieron decrecer y volvieron a recuperar su ritmo. Más allá, los árboles de la explanada parecían petrificados mientras apuntaban sus agudos pináculos amarillos hacia el sol. Un reloj comenzó a dar las horas, y al momento otro lo siguió. Sandy echó a correr hacia la calle en la que vivía Eames.

Al principio pensó que era el propietario de una librería de viejo, que salió con rapidez de entre dos estanterías para preguntarle qué podía hacer por ella. Cuando Sandy mencionó a Eames, él hizo un gesto con la cabeza hacia el techo.

—Arriba. Es el portal de al lado. Si ha salido no se moleste en decírmelo. Ya he tenido suficientes broncas con él como para guardarle mensajes.

Sandy había pasado por delante de la puerta de Eames sin darse cuenta. El número pintado sobre la madera era casi invisible. Pulsó el timbre y oyó un distante zumbido que recordaba un juguete mecánico cascado. Al cabo de un par de minutos se apoyó en el timbre, pensando que Eames podía ser duro de oído, y una ventana se abrió con violencia en el piso superior.

—¡Ya está bien! —chilló Eames—. ¿Qué quiere, que me rompa el cuello por usted? ¿Ésa es su idea de una entrevista?

La ventana se cerró con tal fuerza que Sandy pensó que se había roto, y se produjo un prolongado silencio. No lo había oído bajar la escalera y la puerta se abrió. Eames se quedó mirándola. Su cabeza, casi completamente calva y llena de manchas de la edad, no le llegaba a Sandy al hombro. Su rostro hacía pensar en una fruta descolorida y vieja; sus labios blanquecinos formaban una O que parecía mostrar desaprobación.

—Suba, si tiene algo que decir —le espetó—. No quiero que me interrogue en la escalera.

Los bordes de la alfombra que cubría la escalera estaban vueltos hacia arriba contra las paredes. Eames subió con lentitud, apoyándose en la barandilla y poniendo cuidadosamente un pie tras otro en cada escalón. Al llegar arriba hizo a Sandy un gesto con la mano como si estuviera intentando librarse de algo pegado en los dedos.

—Bien, aquí estoy —dijo en tono de desafío en cuanto Sandy cruzó el umbral.

Ella miró la pequeña habitación, los dos viejos sillones cubiertos con trapos, la ventana que miraba a otra gemela en la acera de enfrente, la antigua máquina de escribir con un folio en blanco y el pulcro montón de guiones que descansaba junto a ella sobre la recia mesa de roble.

—¿Es uno de esos el guion de la última película de Spence?

—¡Esa película, esa película! ¿Piensa que esa basura es lo único que he escrito?

—No, claro que no —murmuró Sandy, sin saber qué decir.

—Pero es todo lo que sabe de mí, ¿verdad? Debería haberse estudiado la lección antes de venir a robarme mi tiempo. —Se pasó la lengua por las secas mejillas y adoptó un tono de malhumorada benevolencia—. Supongo que cuando yo tenía su edad había unos cuantos grandes escritores que no conocía. Cuanto más viejo me hago, más me arrepiento de haber escrito el guion de la última película de Spence.

—¿Llegó a verla?

—No, y no conozco a nadie que la haya visto. Me sorprende que haya tanta gente detrás de ella.

—¿Cuánta gente?

—Usted, y antes su amigo. ¿Es que hay alguien más?

—Sólo nosotros dos. Estoy segura —dijo Sandy, ahora que lo estaba—. Pero hay mucho interés por esa cinta. ¿No estaban todos ustedes orgullosos de aquel trabajo entonces?

—¿En aquellos años? Más de la cuenta. Yo me sentí orgulloso de mi profesionalidad. Quizá no sepa usted que en un principio Spence quería que le escribiera una historia sobre una torre tan alta que atraía a los muertos del cielo como una especie de antena. Entonces contrató al húngaro y tuve que cambiar el guion para que su acento tuviera explicación, y después desapareció a mitad del rodaje y a la vuelta decidió que debía haber más conflicto entre los dos personajes. Recuerdo que estaba muy empeñado en hacer especialmente odioso al aristócrata. Y al final, no sólo fue retirada la película de la circulación, sino que yo he sufrido las consecuencias desde entonces. Nadie me contrataba más que para películas de terror, nadie quiso llevar a los escenarios mis obras de teatro, y ahora resulta que los de su generación ignoran mis otros trabajos.

—¿Tiene idea de quién pudo comprar la película?

—Alguien con mucho dinero y que no nos deseaba nada bueno, supongo. ¿Pero ahora qué importa?

—Si pudiera averiguar quién fue, quizá valiera la pena intentar convencerlo de que permitiera su exhibición.

—Yo no me acercaría a alguien que tiene el poder de hacer desaparecer las cosas que no le gustan. —Inesperadamente rompió a reír con un gorjeo de ave—. A mí mismo prácticamente me han barrido de la faz de la tierra, ¿no cree? Si encontrara la película, al menos el público sería capaz de juzgarla, y quizá me invitaran a hablar de ella y del conjunto de mi obra.

—Le aseguro que haré todo lo que esté en mi mano porque así sea —dijo ella, reconociendo en el viejo la ilusión que el orgullo le impedía hacerlo. Sandy señaló el montón de guiones, intentando animarlo—. ¿Ha publicado alguno de éstos?

—No, y ya no es muy probable que lo haga.

—Oh, vaya. —Sandy reprimió una risilla por lo desafortunado de su comentario—. ¿Qué le gustaría que el público apreciara de su trabajo? ¿Le pidió Spence que hiciera más cambios?

Él se dio media vuelta tan bruscamente que Sandy temió que se hubiera ofendido por su insistencia. Pasó por delante de ella y se acercó al escritorio dándole la espalda. Se aferró al borde con una mano para mantener el equilibrio mientras rebuscaba en un bolsillo, y sacó una llave con la que abrió uno de los cajones.

—Usted misma puede echarle un vistazo a esto.

Al ver que no hacía ademán de sacar nada, Sandy se acercó a él. En el fondo del cajón había unas cuantas páginas amarillentas arrancadas de un cuaderno. Entre las sombras del cajón, el desvaído texto garabateado a lápiz parecía indescifrable.

—Lléveselas si quiere —apremió Eames—. Son las notas que me dio Spence. No muerden.

No había abierto del todo el cajón. Cuando Sandy metió la mano, tuvo la sensación irracional de que él iba a cerrarlo como si fuese un cepo. Tocó algo frío y pequeño que la hizo pensar que eran unos dientes irregulares, hasta que se dio cuenta de que eran clips. Cogió las hojas por una esquina.

—¿Me ayudará a descifrarlas?

—¿No le he dicho ya que estoy ocupado? —replicó él, haciendo un gesto de rechazo hacia las páginas—. Lléveselas. Podrá leerlas si se empeña. Yo tuve que hacerlo.

Sandy entrecerró los ojos y los acercó a la escritura gris.

—¿Aquí dice «paralelismos bíblicos»?

—Creo que sí —dijo Eames con otra de sus súbitas carcajadas—. Tendrá menos problemas de los que tuve yo. Spence tenía demasiadas ideas y siempre llegaban demasiado tarde, me parece a mí. Muchas de estas notas ni siquiera intenté incorporarlas.

—¿No hubiera preferido poder ceñirse más a la historia original?

—No. Me hubiera conformado con saber desde el principio lo que se esperaba de mí. La novela no tenía nada de especial. ¿No la ha leído? Yo la compré por diez peniques hace poco, en la tienda de abajo. —Rebuscó bajo un montón de ropa que había sobre una silla y sacó un libro—. Mi enemigo de abajo parecía ansioso por quitársela de encima. Puede llevársela.

Las páginas sobresalían de la cubierta, tan desgastada que no se veía ni el título ni el color original de las tapas.

—Es muy amable por su parte —dijo Sandy—. ¿Le enseñó esto a Graham Nolan?

—No lo tenía cuando vino, ni tampoco las notas. No se las olvide.

Sandy cogió las viejas hojas y por un momento creyó haber oído el timbre. Debió de ser algún pájaro en el tejado, ya que Eames no respondió.

—¿Sabe? —dijo el viejo—, me alegro de haber cambiado de idea y haberla dejado venir. Me ha debido aliviar el charlar un rato. La verdad es que me siento mejor.

—Espero que eso lo ayude para su conferencia.

—Seguro que sí. Estaré más animoso. No son míos, ¿sabe? —dijo dando unos golpecitos sobre el montón de guiones—. Son del grupo de escritores al que voy a dar la conferencia, gracias al librero de abajo. ¿Quién sabe? Quizás haya al menos uno entre ellos a quien pueda ayudar a convertirse en lo que yo hubiera querido ser.

Miró a Sandy mientras hacía sitio para el libro en el bolso y lo cerraba.

—¿Va hacia la costa? —preguntó él.

—No pensaba, en principio. ¿Debería hacerlo?

—Dijo que quería hablar con todas las personas relacionadas con esa cinta. Tommy Hoddle está en Cromer. Actúa en un espectáculo, en el pabellón del puerto. He oído en la radio una entrevista con él.

—Tommy Hoddle… —Sandy recordó el nombre de la lista de Graham.

—El cómico. Él y Billy Bingo solían interpretar a dos policías timoratos. Pasé muy buenos ratos escribiendo escenas para ellos. Billy murió hace varios años, pero Tommy sigue representando una versión en solitario de sus números de siempre. Supongo que es lo único que sabe hacer ya en la vida.

—¿Sabe usted si Graham se entrevistó con él?

—Creo que ya lo había hecho cuando vino a verme.

En tal caso, debía ir a hablar con él, aunque no era nada probable que tuviera una copia de la cinta. Podía salir enseguida hacia Cromer y llegar a tiempo a su siguiente cita: en Birmingham al día siguiente.

—Gracias por su ayuda —dijo Sandy a Eames—. Haré todo lo que pueda por mantener vivo su nombre.

El anciano le sonrió, y sus dientes postizos brillaron en la penumbra de la escalera mientras ella cerraba la puerta. Se sentía contenta de haberlo animado. Sintió la luz del sol en el rostro como una cálida sonrisa mientras se dirigía a buen paso hacia el coche. Después de todo, podía pasar un buen rato en el pabellón de Cromer.