15

Después de tomar una habitación en un hotel de las afueras de Cambridge, Sandy se enteró de que ninguna tenía teléfono. No podía perder tiempo buscando un hotel mejor equipado. Además, esperaba que Denzil Eames no tuviera inconveniente en que fuera a verlo una hora más tarde para así poder descansar un rato antes de la cena. Bajó al pequeño vestíbulo rojizo, y observó que la recepcionista estaba leyendo una novela de Andrew Minihin que mostraba en la portada un ojo colgando de su órbita. Cuando abrió el bolso junto al teléfono, lanzó un gruñido y se dio una palmada en la frente. Había olvidado la lista de nombres en el piso de Roger.

—Maldita imbécil —siseó para sus adentros. Debía haberla olvidado con las prisas de huir antes de que la tentación de quedarse fuera irresistible. Al menos pudo encontrar el teléfono de Denzil Eames en la guía local. Masculló algo para sí mientras dejaba sonar el teléfono y se lamió los labios al oír el chasquido de un receptor.

—¿Qué pasa ahora? —chilló una voz—. ¿Quién es?

Era una voz asexuada por la edad. Ya se había mostrado bastante desagradable cuando lo había llamado desde la casa de Roger, pero no tanto como ahora.

—Soy Sandy Allan, señor Eames —se presentó—. Voy a visitarlo esta tarde.

—¿Quién? ¡Ah, sí, para hablar de esa condenada película! Déjela bien enterrada donde esté. No quiero que me la recuerden, ya lo he decidido. Eso es todo.

—Pero esta mañana me dijo que estaba satisfecho del trabajo que hizo en ella. ¿No podríamos al menos…?

—Hoy no. Necesito dormir. Llame mañana si quiere, pero no se haga ilusiones —dijo él con voz trémula, y colgó.

—Estupendo, a sus órdenes —dijo Sandy.

¿Podían haberle llegado los comentarios del Daily Friend desde que habían hablado por la mañana? Quizás alguien de El perro asesino había localizado su nombre y lo había espantado. Probablemente fueran cosas de la edad. De mal humor, sobre todo consigo misma, rebuscó en el bolso unas monedas para poner una conferencia.

—La lista —dijo Roger al oír su voz—. Ha sido culpa mía por distraerte. Intenté localizarte en tu casa, pero ya debías de estar en carretera.

—No hubiera prescindido de la distracción por nada del mundo.

—Me alegro de oírlo. Yo tampoco. ¿Al menos conseguiste hablar con Harry Manners?

—Es un encanto, pero no tiene la película.

—¿Quieres que te lea la lista? La tengo al lado del teléfono para cuando llamaras, sabía que lo harías.

—Un momento. —Sacó un bloc y un bolígrafo del bolso e introdujo más monedas en el aparato—. Estoy lista.

—¿Tienes ya alguno apuntado? Espera, ¿qué es eso?

—No he dicho nada —protestó Sandy, pero el repentino silencio al otro lado de la línea la hizo comprender que no le hablaba a ella. Estaba pensando que el rápido y agudo chirrido metálico significaba que Roger abría bruscamente las cortinas de delante de su escritorio, cuando volvió a oír su voz.

—He debido confundirme. Me pareció que alguien llamaba a la ventana.

—No me importaría nada haber sido yo. No hace falta que me des detalles de los de Newark y Birmingham. Ya los tengo apuntados en la agenda.

—De acuerdo, veamos. Ese trasto nunca tiene suficiente, ¿verdad? —dijo cuándo el teléfono comenzó a pedir más monedas—. ¿Por qué no te llamo yo?

—Porque estoy viendo en este momento un letrerito que dice que este teléfono no acepta llamadas.

—Bien, ¿entonces qué te parece que llame yo a alguno de estos números e intente concertarte las entrevistas? Ese teléfono no suena demasiado bien. Y además, para mí, es una buena excusa para dejar el trabajo un rato.

—Espero poder telefonearte yo mañana desde un hotel mejor.

—Bien. Que pases buena noche, y no te sientas demasiado sola.

—Tú mantén la bragueta bien cerrada por mí —dijo Sandy, ganándose una mirada escandalizada de la recepcionista.

Más tarde, cuando tomó asiento entre media docena de viajantes en el comedor, que olía a flores artificiales y a cigarrillos, vio a la recepcionista susurrándole algo sobre ella a la camarera, que intentaba limpiarse la nicotina de los dedos con una servilleta. Sandy escogió los platos más sencillos del menú por prudencia, pero había algo en el plato de ternera grasienta que sabía terriblemente a ajo de otra comida anterior.

—Supongo que esto va a complicar mi vida sexual —comentó a la camarera, que se alejó rápidamente.

En el bar, donde las luces indirectas iluminaban los cuadros de tal manera que parecían hundirse entre las sombras de sus marcos, el único asiento libre estaba en una mesa ocupada por dos jóvenes representantes, los cuales la invitaron de inmediato a una copa. Estuvo charlando con ellos hasta que se hizo embarazosamente evidente que ambos esperaban reunirse con ella en su habitación.

—Soy una mujer de un solo hombre —dijo ella medio divertida.

—No sabes lo que te pierdes —replicó uno de los representantes, que lucía dientes de oro.

—Dices eso porque nunca lo has hecho con dos a la vez —añadió su compañero, un joven gordo y pálido con una sonrisa húmeda y blanda.

—Tampoco he probado nunca a coger el SIDA —añadió ella con una sonrisa. Se levantó y ellos se quedaron mirándola mientras se echaban mutuamente la culpa de haberla asustado.

La camarera, que había oído a Sandy, se revolvía detrás de la barra como un animal enjaulado, incapaz de esperar a salir para contar a sus compañeras lo que había oído.

—Espero que me hagan un descuento por poner el espectáculo —dijo Sandy al pasar, y la camarera abrió la boca de par en par.

El ascensor era algo más grande que una cabina de teléfonos. Dejó a Sandy en el pasillo del piso superior, empapelado de marrón como la moqueta. Desde la puerta de su habitación miró atrás para cerciorarse de que nadie la había seguido. Al menos la habitación tenía baño, así que no tendría que aventurarse a salir hasta el día siguiente. Se quitó los zapatos de dos patadas y amontonó las almohadas contra la cabecera. Se recostó sobre la colcha marrón que cubría la estrecha cama y abrió el Picture Pictorial.

Lo primero que vio fue una foto de Karloff y Lugosi. Estaban sentados en sillas de tijera bebiendo té en tazas de porcelana de forma acampanada. Parecían extrañamente incómodos, como si la cámara o algún comentario los hubiera tomado por sorpresa. Al fondo, un hombre alto con la cara ovalada y un fino bigote negro fruncía el entrecejo a la cámara. El pie de foto, «Los monstruos se toman un descanso mientras el director los vigila», no parecía tener nada que ver con la imagen. El título del artículo decía en grandes titulares: NUESTRO REPORTERO DICE «¡UHHH!» A LOS MONSTRUOS. Sandy siguió leyendo.

«Cuando vi a Karloff y Lugosi en el escenario de su primer filme inglés, estaban cantando un dueto mientras Karloff aporreaba el piano. Imagino que es así como se divierten los monstruos entre escena y escena, pero al parecer forma parte de la película. Estos dos engendros deben de querer demostrar que saben hacer algo más que asustar niños. Dejaré al lector que juzgue por sí mismo».

«Tengo que compartir la comida con la horrorosa pareja. Karloff come como el camionero que solía ser; la tajada de Lugosi rezuma tanta sangre que me hace perder el apetito…».

Sandy dejó escapar un gruñido y se preguntó hasta dónde podía llegar la imaginación del autor del artículo.

«Se me informa de que la entrevista es un extraordinario privilegio “porque el señor Lugosi no concede entrevistas normalmente”. Quizás eso significa que su agente tiene el suficiente sentido común para prohibírselo.

»Lugosi no quiere hablar de terror ni de cómo sus películas atormentan a los impresionables. Cuando le pregunto por su filme La isla de las almas perdidas, de tan dudoso valor que fue prohibida en Gran Bretaña (y el señor H. G. Wells, autor de la novela original se declaró a favor de la prohibición), Lugosi simplemente se pregunta si la novela de Wells no debería también haber sido prohibida. Se empeña en contarme cuánto ha disfrutado viendo un partido de fútbol cerca del estudio. Sólo espero que no hubiera niños cerca. Me dice lo triste que se sintió por tener que dejar a sus perros en cuarentena al entrar a Inglaterra; me ofrece un cigarro caro y me pregunta si he visto alguna de sus comedias. En International House no para de tropezarse con W. C. Fields, y en La parada de Hollywood se acerca al cuello de Betty Boop y le dice: “Betty, éste es tu último Boop”. Para morirse de risa, ¿no creen? “Quierro hacerr reírr al puu-bli-co”, nos aúlla, como si quisiera hacernos reír de miedo. “Debió usted haberme visto interrpretarr a Rooh-meo”, dice, pero teniendo en cuenta que eso fue en húngaro, mejor dejar a Shakespeare que descanse en paz.

»Karloff está orgulloso de su monstruosidad. Llama a Frankenstein “mi monstruo”. Consiguió el papel para interpretar al personaje después de que el productor se muriera de risa con la prueba de Lugosi, y supongo que por eso los dos engendros no se tienen mucho aprecio. Karloff piensa que el monstruo no debería haber tenido voz (los padres de los niños deben de haber pensado lo mismo de Karloff); Lugosi se queja de que en la continuación de Drácula su papel fue interpretado por un muñeco de cera. Quizá lo que le molesta es que nadie lo haya notado. No quiere confirmarnos que cobró la mitad que Karloff en El cuervo (la película que ha indignado a tantos millones de padres ingleses) por trabajar más que él, pero sus ojos responden por él. Parece especialmente molesto porque los Ritz Brothers, en su número “Monstruos de Hollywood” parodien a Laughton, Karloff y Lorre, sin acordarse de él. Si él y Karloff se quejan tanto cuando están en Hollywood, no es extraño que tengan que venir aquí en busca de trabajo.

»En esta película Karloff interpreta a un miembro de la aristocracia inglesa cuyas tierras han sido malditas por sus antepasados, hasta que llega Lugosi y los espanta con algún abracadabra. No es precisamente la película que dirigiría un verdadero inglés, y además, ¿habría tenido que importar a estos esperpentos si valiera la pena? No puedo por menos que recordar las palabras de la señora Lindsey, la respetada periodista americana: “Llevar a un niño a ver una de esas aberraciones de Karloff y Bela Lugosi significa destrozar su sistema nervioso y quizá deformarlo para toda su vida. No se debería permitir verlas a ningún niño”.

»Si nuestros censores están tan mal aconsejados como para permitir la exhibición de esta película, creo que se puede confiar en que los ingleses la trataremos con la dureza que merece. ¡Volved a vuestros agujeros, piojosos! Los ingleses vivimos de alimentos más saludables».

—Tenías que haber conocido tú a los chicos de El perro asesino —murmuró Sandy. No se había dado cuenta hasta aquel momento de la violencia de los ataques lanzados en los años treinta contra el género de terror. Karloff y Lugosi serían recordados muchos años después de que el periodista hubiera sido olvidado, pensó. Especialmente porque no había firmado el artículo. Volvió perezosamente al sumario y abrió la boca involuntariamente. Bajo el título del artículo figuraba el nombre de su autor. Era Leonard Stilwell.