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Mientras seguía la autopista hacia Hatfield, el otoño salió a su encuentro. Ya comenzaban a amarillear las hojas de los árboles, que parecían agostarse bajo el resplandor del sol sobre los húmedos campos. Cuando bajó la ventanilla sintió el frío que los edificios del centro de Londres habían mantenido a raya hasta entonces. Inhaló profundamente el aire que sabía a niebla y humo. Cada vez que dejaba atrás la ciudad, sus sentidos se despertaban al percibir la naturaleza, y se dio cuenta de que los mantenía más en forma de lo que pensaba.

Tuvo que hacer uso de ellos para conseguir entrar en Hatfield. Las afueras del pueblo eran un laberinto de rotondas y cruces mal señalizados. Las excavadoras retiraban montañas de barro, un campo de pruebas de la British Aerospace refulgía fríamente y unos macizos bloques de pisos para estudiantes de la Politécnica se erguían sobre el fango. Sandy se vio avanzando y retrocediendo entre hileras de casas anónimas y descampados cubiertos de bruma, y estaba empezando a preguntarse si no se habría confundido de Hatfield —había al menos otros dos pueblos con el mismo nombre en su guía de carreteras— cuando, entre los omnipresentes indicadores de la Politécnica, vio uno con el nombre de Old Hatfield. Dio dos veces la vuelta a la rotonda hasta que el tráfico la dejó torcer.

Las calles georgianas de la ciudad antigua ascendían hacia la iglesia de Santa Ethelreda. En Fore Street, el coche comenzó a resistirse y Sandy tuvo que reducir dos marchas. Vio el nombre de la bocacalle que buscaba clavado a una superficie encalada, refulgente por la luz del sol, y frenó para dejar cruzar la calle a dos mujeres con carros de la compra rebosantes de verduras. La parada le dio tiempo para parpadear hasta acostumbrarse al resplandor, pero cuando el coche entró en la bocacalle, volvió a parpadear. Durante un momento creyó haber entrado en una película. La calle era un decorado por el que caminaba un actor.

Lo habría visto una docena de veces en la pantalla, pero nunca en color. Había sido dueño de una posada, tratante de caballos en una feria medieval, lugarteniente de un pirata que se cansa de matar y salva a la protagonista a costa de su propia vida… Paró el coche y esperó a que se acercara.

La gran papada de Harry Manners, que siempre temblaba cuando se reía, estaba surcada por venas; su cabello era gris y escaso. Pero ello no lo hacía menos imponente, ni tampoco el hecho de haber descendido de la pantalla. Al acercarse, su presencia se hizo más impresionante, menos contenida. Debía de tener casi ochenta años, pero sus ojos seguían siendo agudos. Se detuvo a unos quince metros del coche y entrecerró los ojos bajo sus grandes cejas grises arrugadas como orugas; su sonrisa levantó un ligero oleaje en su papada.

—Es usted, ¿verdad? —dijo con voz resonante mientras se acercaba a grandes zancadas—. ¿Mi invitada?

Ella salió del coche y le tendió la mano.

—¿Cómo lo ha sabido?

—La he visto buscar algo, y esperaba ser yo el afortunado. —Él le cogió la mano entre las suyas—. Su voz es como una melodía, pero en persona es usted una sinfonía. Me pongo en sus manos. No me haga caso si me tapo los ojos de vez en cuando.

—¿No le gustan los coches?

—Ni siquiera me gustaban los que iban petardeando a paso de tortuga, especialmente después de lo que le sucedió al pobre Giles Spence. Y tal como conduce la gente fuera de la ciudad en estos días, no me producen ninguna confianza. Me disculpará si no la dejo que me lleve demasiado lejos. ¿Será de su gusto un pastel de pato?

—Suena muy bien.

—Entonces, vamos a El tronco torcido —exclamó con la vibrante voz de varios de sus personajes. Se hundió en el asiento del coche y estiró las perneras de su pantalón, que eran tan anchas como las de hacía treinta años—. Siga colina abajo. No demasiado rápido, si es tan amable.

Mientras ella enfilaba la cuesta, el rostro de Manners pareció estar intentando suprimir su visible pánico. Al mirarlo de reojo, él sonrió con valentía.

—Por favor, empiece a preguntarme lo que quiera. Ayúdeme a superar la cobardía.

No era el momento de preguntar qué le había sucedido a Giles Spence.

—Tengo la impresión de que le gustaría que encontrara esa cinta.

—Me alegraría por usted y por su amigo, llorado por muchos y también por mí. No se deje asustar por un escritorzuelo de una caricatura de periódico. Debería ser él el que hubiera desaparecido, y no la película.

—¿Tiene alguna idea de quién compró los derechos?

—No creo que ninguno de nosotros pudiera hacerlo, excepto los productores, y ambos murieron en la guerra. Entonces pensamos que alguien habría comprado la película para guardarla hasta que el público volviera a sentir hambre de horrores, y después supusimos que quienquiera que tuviese la cinta la habría dejado pudrirse. Comprenderá que teníamos otras cosas en la cabeza, sobre todo durante la guerra.

—Pero ahora piensa que quien posea los derechos no quiere que el film se exhiba.

—Su amigo me dijo que tenía razones para creerlo así, lo cual me enfurece. Hacer la película fue ya suficiente pesadilla, como para que además haya sido totalmente inútil. A la izquierda, por favor. Y ahora quizá sea mejor que me concentre en la carretera, no vaya a ser que nos perdamos.

En la primera rotonda Sandy pensó que ojalá hubiera seguido distraído.

—Por ahí —dijo con voz vacilante—, no, a la izquierda después de ésta. Oh, no. Mejor dé la vuelta otra vez. —Seguía ensombreciéndose los ojos con la mano, como si estuviera haciendo un esfuerzo por no tapárselos.

Sandy encontró el pub por casualidad, después de avanzar y retroceder varias veces por una confusión de hileras de casas iguales. Aparcó delante del local y ofreció el brazo a Harry Manners para ayudarlo a salir del coche.

—Gracias, gracias —murmuró, Sandy no supo si a ella o a los poderes que lo habían protegido durante el trayecto.

Era uno de esos pubs de campo que a Sandy le gustaban, pero no parecía el sitio ideal para entrevistar al actor. La mayoría de los clientes que entraban al bar lo saludaban por su nombre.

—No me habías dicho que tenías una hija —lo riñó una mujer.

—No tengo ninguna razón para culpar a los fabricantes de preservativos. Esta joven dama es una admiradora, si me permite decirlo.

—Quiere usted que Harry le cuente sus recuerdos, ¿eh? —preguntó la mujer, introduciendo ceremoniosamente con una mano enguantada un cigarrillo en su boquilla.

—Y también quiero animarlo a que siga trabajando —dijo Sandy afectuosamente, y pidió el pastel y la cerveza negra que el actor le recomendaba. Lo siguió al patio del pub, donde se sentaron a una mesa sobre la hierba, cerca de varios gallineros que los separaban de un campo iluminado por un sol nebuloso.

—Perdóneme que no la haya presentado —dijo él—. Pensé que no querría pasar la próxima hora escuchando sus historias de cuando era cantante.

—Espero que no le importe lo que he dicho. ¿Todavía actúa?

—Cada momento que paso despierto, y siempre en el escenario de mis sueños, pero me imagino que quiere decir profesionalmente. Todavía subo a los escenarios cuando me lo piden. Una productora de televisión se puso en contacto conmigo la semana pasada para preguntarme si aceptaría una pequeña suma por aparecer en una película sobre la explotación de los pensionistas. Si todavía criamos directores de la talla de Giles Spence, me temo que todos deben estar en Hollywood.

—Evidentemente usted lo admiraba.

—Si existiera la justicia, su nombre aparecería cada vez que se habla de cine inglés. No ha visto su Sueño de una noche de verano, ¿verdad? Fue comprado y archivado por Hollywood para evitar la competencia. Y su película sobre Boadicea no fue adecuadamente conservada, y se ha podrido irremisiblemente. Nada de eso hubiera ocurrido si él siguiera vivo. Que Dios ayude a quien él creyera que estaba dañando su obra.

—¿Fue por eso una pesadilla el rodaje?

—¿Por él? No, todos podíamos ver las presiones que estaba soportando. La hostilidad de la prensa, por ejemplo. Le he traído algunos ejemplos.

Sacó una revista enrollada del interior de su chaqueta mientras la camarera dejaba la comida sobre la mesa. La revista se llamaba Picture Pictorial, y contenía una entrevista con Karloff y Lugosi.

—Hubiéramos echado a patadas del estudio a esa sabandija si llegamos a saber lo que pensaba escribir —dijo Manners—. Pero éste fue el menor de los problemas que tuvimos.

Sandy levantó la voz mientras las gallinas cacareaban cada vez más nerviosas.

—¿Por qué? ¿Qué más ocurrió?

—Al principio pensamos que los chicos del pueblo cercano venían por las noches a hacer perrerías, y después creímos que eran algunos de los paisanos de Ruislip. No a todo el mundo le gusta que instalen un estudio cinematográfico a la puerta de su casa. Pero Giles mandaba construir nuevos escenarios cada noche, y uno hubiera pensado que nadie se atrevería a entrar mientras estaban los técnicos trabajando en el estudio hasta altas horas. Pero algunos de los obreros empezaron a ponerse nerviosos. Uno se atravesó la mano con un clavo; otro se cayó de una escalera; otro pidió la liquidación porque decía haber visto a un animal de ojos muy extraños rondando entre los decorados, y poco después tuvimos razones para pensar que no se equivocaba del todo. Debía de haber un zorro por los alrededores —explicó mientras aumentaban los cacareos y aleteos de las gallinas.

Sandy no vio nada que se moviera en el campo.

—¿Qué razones tenían para pensarlo?

—Llegamos una mañana al estudio, que no había estado vigilado durante la noche, y encontramos todo un decorado arrasado. El vandalismo debió de haber durado varias horas, pero nadie de las cercanías admitió haber oído nada. Alguien insistió en que el estudio había estado completamente a oscuras toda la noche. Así que Giles contrató a otro vigilante nocturno e intentamos seguir adelante y levantarle los ánimos.

—¿Cree que lo estaban sobrepasando los acontecimientos?

—Ajá. Prohibió todo tipo de visitas (fue una pena que el metomentodo que escribió ese artículo ya hubiera estado allí), pero mientras se rodaba, Spence seguía comportándose como si hubiera intrusos. Más de una vez interrumpió el rodaje en mitad de una toma porque creía haber visto a alguien asomar la cabeza desde una ventana. Quizá su nerviosismo nos afectó a todos, al igual que la atmósfera de la película. Desde luego, yo respiré cuando acabé con mi parte.

—¿No estuvo allí durante todo el rodaje?

—No. Me fui la última semana, antes de que un especialista sufriera un desgraciado accidente. Y, por si no fuera suficiente, el estudio ardió por completo antes de que comenzara el siguiente rodaje. Después de todo aquello, creo que es justo que se vea la película, aunque espero que no desentierre también la mala suerte que la acompañó.

—Usted no cree eso, ¿verdad?

—Hija mía, todo actor lo cree. Y en este caso, tras morir el director y los productores poco después del fin del rodaje, y con los estudios destruidos, bueno, uno hasta llega a preguntarse si la muerte de su amigo no tendrá algo que ver.

—Yo no me lo pregunto.

—Esta boca, esta boca… —Manners se dio unas palmadas sobre los labios—. No he querido preocuparla, ni disuadirla de su búsqueda. Por favor, si tanto cacareo no le está poniendo los nervios de punta, me gustaría invitarla a otra copa.

Sandy fue sorbiendo su cerveza mientras él se tomaba varios whiskys. Lo volvió a llevar a su casa, y él insistió en invitarla a un café y mostrarle un enorme libro de recortes y carteles con su nombre. No tuvo el coraje de negarse, aunque pronto sería la hora punta en la autopista de Cambridge, su siguiente parada. Manners no la dejó marchar hasta hacerle prometer que su comentario sobre Graham no la había preocupado.

—Que los espíritus de la película la ayuden en su búsqueda —dijo mientras ella arrancaba el coche.

Cuando llegó a la autopista, el comentario sobre Graham, más que preocuparla, la enfurecía. Graham había muerto por perseguir a un ladrón y no darse cuenta de que estaba demasiado agotado para repetir el salto que ya había dado una vez. Y sugerir cualquier otra cosa era rebajar su recuerdo al nivel de una película barata de terror.

—Estupideces —gruñó mientras aceleraba para adelantar a dos hileras de camiones, y la rabia le encendió el rostro con tal intensidad que tuvo que escupirla—. Me gustaría ver a quien se hubiera atrevido a hacerle una cosa así.

La autopista estaba despejada. Pasó al carril central y a continuación al interior, sobre una elevación que descendía hasta la cerca de un campo de trigo. Entonces frenó, a punto de perder el control, cuando creyó haber visto una forma agazapada que salía como un rayo de detrás de la valla y subía la pendiente. Volvió a acelerar para no entorpecer a los vehículos que tenía detrás, pero en cuanto le fue posible se detuvo en un área de servicio y se tomó un par de cafés. La cerveza del pub debía de ser más fuerte de lo que había supuesto. Hubiera jurado que, antes de perderla de vista, aquella forma había atravesado el campo a toda velocidad, más rápido que el coche.