Cuando Sandy salió de la autopista se dio cuenta de que conducía por conducir, quizá para darse la oportunidad de pensar. Pero no funcionó. Se detuvo al borde de Regent’s Park, junto al zoo. Los jirones de nubes que se extendían sobre el zoo eran claros, pero la luz no era suficiente para ver qué tipo de animal era el que merodeaba al otro lado de la verja.
Miró la cubierta de El perro asesino, volvió a arrancar y se detuvo junto a una cabina.
Roger respondió antes de que acabara de sonar el primer timbrazo.
—¿Estabas trabajando? —preguntó ella.
—Justo. Hola, Sandy. ¿Cómo te va?
—La verdad, no sé qué decirte, pero créeme que lo siento si te he interrumpido.
—En un cuarto de hora habré acabado con esto. ¿Por qué no pasas por aquí? Quiero decir, si no tienes…
—No tengo nada mejor que hacer.
—Uf, se me ve venir, ¿verdad? Intentaré pensar en algo más original mientras te espero. Si no estoy, es que he bajado a la tienda de la esquina a comprar vino.
—Sí, vamos a celebrarlo —dijo Sandy mientras entraba en el coche.
Demasiadas emociones le bullían en la cabeza a la vez. Se quedó sentada un momento antes de arrancar con la ventanilla abierta, aspirando el aire nocturno que olía a flores y a animales salvajes.
La muchedumbre hormigueaba bajo el resplandor de las estaciones de Euston, St. Paneras y King’s Cross. La encrucijada de Ángel era un apretado nudo de faroles y bocacalles oscuras. Sandy aceleró al cruzar hacia Upper Street y aparcó junto al arco de entrada de la casa de Roger. Cuando cerró la puerta del coche, el golpe rebotó entre los guijarros del sendero. Cruzó el arco y siguió con paso rápido el sendero ensombrecido por los matorrales hasta el portal. Antes de poder pulsar el timbre, quedó cegada.
Roger había entreabierto las cortinas. La lámpara de su mesa apuntaba directamente al rostro de Sandy. Pudo oír sus pasos acercarse tras la mancha luminosa que había borrado casi toda su visión, y sonaron más distantes que la inquieta vibración que percibió a su espalda. Debían de ser las ramas bajas de los árboles que rozaban las piedras del sendero. En cuanto oyó abrirse la puerta, entró en la casa, cegada aún.
—Anda, pasa —le dijo él al oído—. Sandy, ¿qué te ocurre?
Ella no supo por dónde empezar. Ahora que estaba dentro, no le importaba esperar a recuperar la visión, pero le pareció poco razonable permanecer en silencio. Oyó cerrarse la puerta, y él se acercó.
—Tranquila. No hables si no quieres —murmuró él, y la rodeó con sus brazos.
Fue tanto la ceguera momentánea como su silencio lo que hizo que Sandy sintiera que por fin había encontrado a Roger, en un lugar más allá de las palabras. Lo abrazó con fuerza y se colgó de él mientras caminaban hacia el salón como si pasearan. Se sentía rodeada por la calidez y la extraña dulzura de Roger, por el olor de su piel y el de un after-shave suavemente dulce que se debía haber puesto a última hora en su honor. Las paredes que se alzaban más allá de la mancha de oscuridad se abrieron mientras él la conducía al sillón más cercano. Cuando la sentó e intentó apartarse, ella se aferró a él con firmeza.
—Aquí no vamos a estar muy cómodos —murmuró él.
—Entonces llévame a donde lo estemos —dijo ella, y tocó con su lengua la de él.
El contacto la inundó como la luz del sol, despertando todos sus nervios. Para su regocijo, Roger la tomó en brazos y la llevó al dormitorio. La escena podía estar sacada de miles de películas, pero Sandy supo que él no estaba remedando ninguna. Antes de llegar a la cama, ella le había desabrochado la camisa, y sus bocas abiertas se apretaban con fuerza una contra otra.
Consiguió enfocar la cara de Roger cuando él la depositó sobre la cama. Le apartó el pelo de la frente mientras él le sacaba la blusa por la cabeza y liberaba sus pechos para excitarlos con la boca. Ella alzó las caderas para que él pudiera quitarle las medias y le bajó la cremallera del pantalón con rapidez apoderándose de su erguido miembro. Lo acarició con los dedos hasta hacerlo gemir, y entonces hundió las uñas en sus nalgas y lo atrajo a su interior. Sintió que se ensanchaba mientras la absorbía por completo, y hundió la lengua en su boca más profundamente. Las manos de Roger le apretaron los pechos, se deslizaron suavemente por sus costados y le levantaron las piernas para acariciar su interior. Ella tuvo un orgasmo casi al instante, y al momento tuvo otro. La segunda vez él dejó escapar un grito y también alcanzó el climax apretándole los hombros con desesperación, palpitando dentro de ella como si nunca fuera a parar.
Ella le besó los ojos y los labios mientras se ablandaba en su interior. Por fin él se tumbó de espaldas y tiró del edredón para cubrirlos a los dos. Sandy dejó descansar la cabeza sobre su brazo y lo miró. Se sentía adormecida, tranquila, lejos de todos los acontecimientos del día, completamente relajada.
—Por cierto, he comprado vino —dijo él casi disculpándose.
Ella sonrió al oír su tono de voz y le besó la mejilla.
—¿Crees que debemos celebrarlo?
—Desde luego. Si tú quieres.
—¿Tienes que preguntármelo? Vamos, si no te acompaño en todos los brindis es porque tengo que conducir.
—No tienes que conducir esta noche si no quieres.
—Bien, no creo que quiera. Además, tampoco me espera nadie en casa.
—Excepto tus gatos.
—Me temo que Bogart y Bacall se han unido al gran espectáculo del cielo.
—Sandy, lo siento. ¿Qué pasó? ¿Cuándo ha ocurrido?
—Anoche. Los atropello un coche. Me parece como si hiciera mucho más tiempo.
Aquello le produjo más tristeza que sus muertes, y no se dio cuenta de que estaba llorando hasta que él le enjugó las lágrimas.
—Creo que me vendría bien un sorbo de ese vino.
—Lo traeré —dijo él, lanzando las piernas fuera de la cama con el pene bamboleándose.
Sandy se restregó los ojos con el edredón y se envolvió con él. Cuando Roger regresó con la botella, llevaba un batín negro con un ribete dorado. Insistió en que ella se lo pusiera y fue desnudo al cuarto de baño a buscar un albornoz para él. Sandy sirvió el vino e hicieron chocar los vasos.
—Por los principios —dijo ella.
—Y porque haya muchos episodios.
—Con mucha acción.
—Y mucho suspense.
—Por eso no te preocupes. Ya he tenido bastante, al menos por hoy.
—Mierda, ¿quieres decir que ha pasado algo más aparte de lo de tus gatos?
—Digamos que ha sido un día variado. Esta mañana me han dado unas vacaciones casi obligadas. Me puse en seguida a llamar a los contactos de Graham y, por la gente con la que he estado hace un rato, no sé si ha sido muy buena idea. Publican una revista. Te la enseñaré.
La miró por encima antes de pasársela. El editorial de Trantom, plagado de faltas de ortografía, iba dedicado a «todos los esquizofrénicos como nosotros». Un artículo de John el Maníaco describía semanas de vagabundeo por los videoclubs en busca de horrores de trastienda. Y la página de Minihin concluía afirmando: «No son más que efectos especiales, y si no puedes ver la diferencia es que estás mal de la cabeza. Búscate un manicomio y déjanos a los demás disfrutar en paz». Sandy volvió a llenar las copas mientras Roger hojeaba la revista.
—Dudo que Graham les dedicara mucho tiempo —comentó ella.
—Ahora recuerdo. Ellos fueron a regalarle su revista. Querían mostrarle su «órgano». El chiste es de Graham. En realidad fue un alivio para él que no pudieran ayudarlo, porque se hubiera visto obligado a invitarlos al estreno. Imagínate, tener que presentar a esos tarados a la realeza.
—Más que patético resulta absurdo.
—Justo. Es la desaparición del cine en sí mismo, o su transformación en una especie de truco de magia. Si tienes que estar todo el tiempo recordándote que es falso, ¿qué sentido tiene? Quizás es una especie de rito de confirmación para gente que no ha llegado a crecer. Pero cuando el público se harta de impresiones fuertes, suele buscar algo más sutil. Y quizá tú contribuyas a ello si encuentras la película de Graham.
—Supongo que sí.
—Oye, si te aburro, córtame. Debes de estar pensando que soy como esos tipos que viven las películas porque tienen miedo de la vida real.
—¿Por qué iba a pensarlo? Emplear tu talento es parte de la vida real, y tú estás usando el tuyo para hacer que los demás vean lo que tú ves, para hacerlos ver con otros ojos.
Él sonrió con cierta tristeza.
—Espero que los dos tengamos razón. Desde que mis padres tuvieron que aceptar que ya tenía edad para salir solo, el cine siempre fue un sitio en el que podía desatar mis emociones durante un par de horas. Supongo que me acostumbré a suprimir mis sentimientos para no preocuparlos. Te diré que tenían sus motivos. Mi hermana murió de meningitis cuando tenía seis años. Yo entonces tenía tres.
—Pobrecilla. ¿Te acuerdas de ella?
—A veces sueño que le veo la cara, pero en realidad no la recuerdo. La única imagen que tengo de ella es que entra en mi habitación y se queda a los pies de la cama, con la luz del pasillo a sus espaldas. Era como si estuviera envuelta en luz, como si se estuviera convirtiendo en luz, ¿comprendes? Mis padres piensan que debió de ser cuando entró a despedirse de mí la noche que la ingresaron en el hospital.
Sandy lamió una lágrima furtiva de su mejilla. Se adivinaba el after-shave en su sabor salado.
—Yo no hubiera dicho que temes a la realidad.
—Quizá lo que temo es comprometerme por miedo a perder a alguien más. —Entonces sonrió—. Todo esto suena a basura de Hollywood, ¿no crees? La vida sólo es así cuando has visto demasiadas películas y dejas que ellas piensen por ti. En el fondo, lo que pasa es que la mayoría de la gente necesita a alguien. Al menos yo.
—Es mutuo —dijo Sandy, sintiéndose como si hubiera pasado a ella la incomodidad que antes había percibido en él.
—Bueno, pues ya tenemos algo más que celebrar, pero la botella se ha terminado.
—Se me ocurre una forma mejor de celebrarlo.
Esta vez fue calmado e inventivo, y ambos aprendieron más del otro. Al final se quedaron abrazados, exhaustos, y acabaron por dormirse. Cada vez que Sandy se despertaba, la presencia de Roger era una sorpresa renovada y un soñoliento placer. En una ocasión se despertó convencida de que él tenía un perro y que lo habían dejado fuera de casa. Ya estaba a mitad de camino de la puerta cuando se dio cuenta de su error. Echaba de menos a los gatos, se dijo, pero acurrucarse bajo el edredón junto a Roger era tal compensación que volvió a quedarse dormida casi de inmediato.
Por la mañana él le llevó el desayuno a la cama y se puso a trabajar en su mesa. Ella se duchó, esperando que se reuniera con ella sin tener que decírselo, pero aquella escena de ducha debía darle demasiada vergüenza. Usó su cepillo de dientes y al salir lo vio con el pelo colgando sobre el teclado de su procesador de textos. Le puso las manos sobre los hombros y se inclinó sobre él para besarle la sien.
—Cuántas cosas pueden pasar en un día… —dijo.
Roger levantó la mano y le acarició el cuello.
—¿Qué es lo que va a ocurrir hoy?
—Tengo que seguir con mis viajes. No debo defraudar a Graham ni a ese Harry Manners que me ha invitado a comer.
—Yo tengo que trabajar en esto al menos los dos próximos días, pero quizá pueda reunirme contigo entonces, si es que quieres compañía.
—Me encantaría.
Roger archivó los datos en los que estaba trabajando y apagó el ordenador.
—Si tienes que hacer alguna llamada, hazla mientras me ducho.
Resultó muy positivo telefonear a primera hora. Concertó dos entrevistas más a las que podría ir desde Hatfield sin tener que retroceder. La primera era con Denzil Eames, el guionista de la película, que parecía muy ansioso por hablar con ella. Cuando acabó, Roger salía del baño, rosado y juvenil, envuelto en su albornoz. Sandy lo abrazó.
—De verdad, tengo que irme a casa. Debo estar en Hatfield a la hora de comer —murmuró cuando él deslizó las manos bajo su falda.
—Claro —dijo él retirando las manos velozmente.
—Si no fuera por eso me quedaría, espero que lo comprendas. Y me encantaría que vinieras a buscarme en cuanto puedas.
—No me saques mucha ventaja —bromeó Roger, y Sandy en aquel momento lo deseó tanto que se alejó de él y cogió su bolso. Lo besó en la puerta, demorándose más de lo necesario en honor a quienquiera que fuese el que estaba espiando. Pero cuando por fin se apartó de él no pudo ver a nadie. ¿Cómo podía ser alguien tan delgado como para esconderse en pleno día tras aquellos arbolillos? Dio un último abrazo a Roger y corrió sobre la gravilla hacia su coche.