Dijo a Piers Falconer y a Lezli que se iba, salió corriendo al parque y se sentó en un banco. Un cuchillo centelleante cruzó el cielo blancuzco con un ruido semejante a un amago de trueno. Sandy sacó un recibo de la luz de su bolso y comenzó a escribir en el dorso los nombres del cuaderno que recordaba. Algunos iban asociados al nombre de una ciudad, pero no recordaba nada más de las direcciones. Quizá le volvieran a la memoria más detalles cuando dejara de esforzarse por recordarlos. Había un perro o un vagabundo tumbado tras un arbusto cercano, que no la dejaba concentrarse. Volvió a la Metropolitan y bajó a la centralita.
Allí estuvo hojeando diferentes guías telefónicas, y encontró todos los nombres de su lista, en algunos casos recordándolos por sus direcciones al verlas escritas. Tuvo tentaciones de hacer inmediatamente la primera llamada, pero se acordó de la advertencia de Boswell y decidió llamar desde un bar cercano.
El único teléfono de Londres era el de un tal Walter Trantom, de Chiswick. Se llevó su cerveza a una cabina de roble que encerraba un teléfono blanco y marcó el número. En el momento en que descolgaban, un fuerte y lejano estruendo se unió a las voces de los parroquianos del bar. Sandy se tapó el oído libre con la otra mano.
—¿Puedo hablar con el señor Trantom?
—Es para Wally. Una mujer pregunta por Wally —aulló el hombre, y se oyeron varias risas junto a la suya.
Sonó algo parecido a una gigantesca puerta al abrirse y a continuación otra voz masculina, más aguda y torpe.
—¿Eh?, ¿qui… quién es?
Sandy imaginó que al otro lado del teléfono estaban pasando un buen rato a su costa.
—¿Señor Trantom? —dijo ella con toda la suavidad que le permitía el estruendo—. ¿Conocía usted a Graham Nolan por casualidad?
—Graham eh, ah, sí. ¿Quién?
—Creo que usted lo ayudó.
—Eso espero —dijo Trantom poniéndose en guardia—. Quiero decir, no lo sé. ¿Quién es usted?
—Soy una amiga de Graham, Sandy Allan. Siempre me enseñaba las películas que encontraba.
—¿Vio esa película de terror?
Su explosión de entusiasmo fue tan inesperada como su reserva.
—No, pero me habló de ella —dijo Sandy—, y la estoy buscando.
—Es una amiga suya de donde trabajaba, ¿verdad?
Así que Trantom también lo había leído.
—Esto no tiene nada que ver con nuestro trabajo. Lo hago por él y por mí.
—¿Y yo que tengo que ver en esto? Mire, no puedo entretenerme. Tengo un coche colgando en el aire.
—Pensé que quizá pudiera darme alguna pista, pero ya veo que…
—No. Espere. Tendríamos que vernos, y hay alguien más a quien le gustaría venir. ¿Puede ser esta noche?
—Si usted puede, yo estoy libre.
—De acuerdo entonces —dijo él con una risilla nerviosa, y le dio una dirección en Chiswick mientras se oía un silbido burlón—. Hacia las ocho —añadió Trantom, y colgó.
Chiswick estaba al mismo lado del río que su casa, pero en Metro tendría que hacer un par de transbordos. Si iba en el coche tendría más libertad de movimientos, un mayor control y menos tiempo que perder. Mientras esperaba en el andén de Marble Arch creyó ver a un obrero en el túnel, entre dos luces de señalización. Pero debía de ser otra cosa, pues aunque hubiera podido ser tan delgado, no se hubiera mantenido tan inmóvil.
La tumba de los gatos estaba intacta. Pero no quería dejarla tan desprotegida mientras buscaba la película. Había una losa rota del sendero del jardín apoyada contra la pared de la casa. La arrastró hasta el lecho de flores en el que yacían los gatos. Al soltarla cayó sobre la tierra con un golpe sordo. Sandy se apresuró a decirse que no le recordaba a nada. Prefirió pensar que era como una de esas películas de miedo en las que alguien pone grandes piedras sobre las tumbas para asegurarse de que los muertos no salgan de ellas.
—Ahora nadie puede tocaros —susurró.
Puso un disco de Billie Holiday mientras se hacía un café. Cuando se hubo acabado el café y terminó la música, se acomodó junto a la ventana y pronto sintió la calidez del sol en la espalda; descolgó el teléfono. El primer nombre era el de Harry Manners. Estaba a menos de una hora en coche.
El teléfono sonó dos veces y una voz atronadora preguntó:
—¿Qué hay?
—¿Harry Manners?
—En efecto.
—¿Es usted el actor?
—Mientras siga fuera de la caja de pino, lo soy. Y cuando eso suceda, todavía espero que me vuelvan a llamar a escena. ¿A qué debo el placer de escuchar una voz tan dulce y joven?
—Estoy intentando localizar una película en la que trabajó usted —dijo Sandy, y contuvo el aliento.
—¿De verdad? Vaya, pues ya me ha alegrado el día. Cuando alguien me recuerda, será porque todavía puedo hacer unas cuantas interpretaciones más. ¿Está usted en Hatfield? ¿Puedo invitarla a cenar?
—Llamo desde Londres, y me temo que esta noche es imposible.
—¿Comemos mañana, entonces? Dígame qué película es, y veré lo que tengo.
—La de Karloff y Lugosi.
—Ah, esos viejos comicastros. ¿Cómo se llamaba? ¿La torre del miedo? Tiene usted que venir. Tengo algo que le va a interesar.
Le dio instrucciones para llegar a su casa y le hizo prometer que no faltaría. Su impaciencia era contagiosa, y Sandy hizo dos llamadas más que resultaron bastante prometedoras. Un anticuario de Newark le dijo que su tío había sido un cámara antes de la Segunda Guerra Mundial. Aunque en aquel momento estaba paseando por el canal, seguramente estaría encantado de charlar con ella. El teléfono de la residencia de ancianos de Birmingham donde vivía el especialista acababa de ser reparado, y la telefonista dijo que intentaría que se pusiera Leslie Tomlison. Por fin era un día en que las cosas parecían irle bien, se dijo Sandy. Incluso su Toyota arrancó a la primera, a pesar de que hacía semanas que no lo sacaba.
Condujo con las ventanillas abiertas para sentir en el rostro el aliento del cielo enrojecido, y salió de la autopista cerca de Gunnersbury Park. Walter Trantom vivía en un bloque de pisos en Chiswick High Road. Sus docenas de ventanas rectangulares e idénticas parecían emitir el mismo zumbido lejano que había oído al llamarlo —el ruido de fondo de la autopista—. Mientras cerraba el coche pasaron a su lado dos jóvenes con dobermans, que caminaban dando saltos. El semáforo de los coches en dirección al aeropuerto se puso en verde y el ruido fue engullido por el monótono zumbar del paisaje.
Sandy se acercó al portal pisando patatas fritas y cajas de hamburguesas, y pulsó el timbre de Trantom. El interfono balbució algo casi ininteligible a causa de la hamburguesa con queso que alguien había aplastado contra la rejilla.
—Sandy Allan —dijo mientras pulsaba aprensivamente con una uña el botón de respuesta e intentaba ver algo a través de los cristales de seguridad salpicados de ketchup. No vio al hombre que bajaba por las mal iluminadas escaleras hasta que apareció su cara delante del cristal.
Por teléfono no le había parecido tan grande. Sacaba a Sandy al menos una cabeza de altura y era el doble de ancho. Llevaba unos viejos pantalones verdes a cuadros y una deshilachada chaqueta de punto morada, de cuyo bolsillo rasgado sobresalían unas gafas. Abrió ligeramente la puerta y acercó la cabeza calva hacia la rendija parpadeando ferozmente.
—¿Quién, eh, quién ha dicho que es?
Sandy pudo ver que tenía granos bajo la escasa cabellera.
—Sandy Allan. Habíamos quedado a las ocho.
—Todavía son menos cinco —dijo él, viendo en su reloj que no era así. En lugar de correa llevaba una cuerda. Se bajó el puño del jersey con brusquedad, como si pensara que ya le había mostrado demasiado de sí mismo, y abrió mucho los ojos para dejar de parpadear—. ¿Me puede dar alguna prueba?
Cuando ella le ofreció su reloj digital, él se echó a reír resoplando como un caballo.
—No quiero la hora. Quién es usted.
Ella sacó la cartera del bolso y le mostró su carnet de la Metropolitan.
—De acuerdo —dijo él con inesperado alivio, y la condujo al primer piso. Olía a aceite para motores, el mismo que le ennegrecía las uñas.
Cuando llamó a la puerta de la casa con torpeza, un perro ladró y arañó la puerta que había al otro lado del pasillo. Una mujer con el cabello de un color indeterminado, recogido con gomas, y los ojos hinchados de sueño, abrió la puerta. Miró a Sandy sin interés y volvió a la cocina, una habitación atestada y saturada de olor a coles de Bruselas. A pesar de su apatía, Sandy agradeció su presencia al oír gritar a otra mujer en la habitación contigua.
Trantom se abrió camino por el pasillo, sorteando una bicicleta y un perchero roto reparado con cinta aislante, y emitió un sonido que a Sandy le sonó entre un carraspeo de advertencia y un rugido. Los gritos fueron ahogados por un crescendo musical.
—Ese destripamiento es una chapuza —exclamó una voz de hombre.
—Mira, esto está bien, aquí es donde le sacan los ojos a la tía —comentó un hombre más joven.
Trantom abrió la puerta ruidadosamente y se asomó, haciendo señas con la cabeza para indicar que no estaba solo, sin darse cuenta de que Sandy ya había entrado detrás de él. Había dos hombres sentados en sillones que parecían tallados en corcho, frente a un televisor y un vídeo. Uno era un adolescente que llevaba vaqueros y una camiseta con la frase QUIERO TU CUERPO (SOY CANÍBAL); el otro, un hombre de unos treinta años, que podía haber sido un empleado de banca, con traje oscuro y chaleco, camisa blanca y corbata negra.
—Ahí viene —dijo a Trantom—. Aquí es donde le cortan los melones a la tía.
Trantom volvió a mover la cabeza y, a la vez que los otros, miró a Sandy. El adolescente se inclinó para verla, con la camiseta colgando de su desnutrido torso.
—Es ésta, ¿verdad?
Trantom dio un paso adelante, como obligado por la proximidad de la mujer, y ella lo siguió.
—Soy Sandy Allan.
—¿Qué le parece esto? —dijo el hombre del traje con tono desafiante mientras señalaba con un pie la pantalla. Todo lo que Sandy pudo ver era algo parecido a un bote de pintura roja que alguien acababa de abrir, con acompañamiento de música disco y gritos. Los detalles se habían ido perdiendo de una copia a otra.
—No me parece nada —dijo ella.
—Lo censuraría, ¿verdad?
—No creo que tenga nunca la oportunidad.
—Pero si sus jefes la compraran —intervino el adolescente, blandiendo su puntiaguda cara al extremo del raquítico cuello y entrecerrando con suspicacia los ojos enrojecidos—, la censuraría, de eso no hay duda.
—No hay duda de que nunca la comprarían.
—Si las películas que compran son tan buenas, ¿por qué las cortan?
Aburrida por el rumbo que iba tomando la conversación, Sandy se volvió hacia Trantom.
—¿Puedo sentarme? Así podrá presentarme a sus amigos.
El suelo estaba cubierto de pilas de revistas y cintas de vídeo. Montones de discos de bandas sonoras ocupaban por completo un sofá rojo de dos plazas. Trantom recogió los discos desmañadamente y los guardó en una estantería, bajo una colección de monstruos de plástico. Cuando Sandy se sentó, él se dejó caer a su lado, haciendo subir a Sandy como en un balancín.
—Escriben para mi revista —dijo por fin, con voz aguzada por el orgullo—. El de la camiseta es John, nuestro crítico de vídeo, y éste es Andrew Minihin. De él sí que habrá oído hablar.
Cuando ella negó con la cabeza sonriendo, Minihin dejó escapar un gruñido, Trantom soltó una risilla incrédula y los muslos de John comenzaron a vibrar como si se dispusiera a batir un record de atletismo.
—Tiene que conocerlo. Un periódico pidió que se prohibieran todas sus obras —insistió John, enumerándolas—: El matarife, Viscosidad, Lo que repta por tu cuerpo, Lo que repta por tu cuerpo II y Entrañas, que no lo dejaron titularla Vomita y muere. Hasta ahora es su mejor obra.
—Sí, las he visto por ahí.
—Se habrá preguntado cómo puede la gente comprar esa basura, ¿verdad? —dijo Minihin.
Los tres hombres le sonrieron como si le hubieran tendido una trampa. Se los imaginó como tres brujas con sombreros puntiagudos, y la imagen la hizo sentirse más dueña de la situación.
—No, que yo recuerde.
—Pues yo antes me lo preguntaba —dijo Minihin con una risa estentórea. Es lo que hay que escribir para competir con películas como ésta. Hay millones de tarados que quieren leerlas, y yo sería más estúpido que ellos si no se las ofreciera. Quizás a algunos los ayuden a crecer. Recibo cartas de admiradores de diez años de edad.
—Ten cuidado, o acabará cortando tus libros —dijo John.
Sandy perdió la paciencia justo lo suficiente para afilar levemente la voz.
—¿Creen ustedes todo lo que leen en los periódicos? ¿No pueden ver que Stilwell escribió eso porque me atreví a sugerir que se había equivocado acerca de la cinta que buscaba mi amigo? Yo no corto películas. Las monto. Y por lo que respecta a ésta, lo único que quiero es recuperarla. Aunque quizá me canse de buscarla si veo que todo el mundo cree a pies juntillas lo que Stilwell dijo de mí. ¿Le importaría bajar el volumen de eso? No estoy acostumbrada a hablar entre aullidos.
Trantom se inclinó al borde del sofá hasta que encontró el mando a distancia. El zombie dentista de la pantalla continuó con su trabajo en silencio.
—¿Qué os parece, muchachos? —murmuró Trantom.
—Puede que ese periódico vaya contra ella, como el otro fue contra Andrew. No les gustan los que defienden el terror.
Minihin se encogió de hombros, como si la pregunta le diera completamente igual.
—Muy bien —dijo Trantom—. Confiamos en usted. La ayudaremos.
—Díganme qué le contaron a Graham.
—No le dijimos nada. Él había oído hablar de mi revista y pensó que podíamos conocer a algún coleccionista que tuviera una copia de esa cinta. Quiero decir que la ayudaremos a buscarla.
Su entusiasmo era tal que hasta hizo desaparecer su tartamudeo.
—Se lo agradezco, pero sólo quería saber si tenían alguna pista.
—¿Cuál es su problema? —preguntó Minihin con brusquedad—. ¿No quiere tener nada que ver con nosotros?
—No ha visto la revista —dijo Trantom, cogiendo una del montón que había tras el sofá.
Se trataba de un puñado de hojas grapadas, mecanografiadas por los dos lados, titulado El perro asesino. Sandy creyó que a alguien se le había caído un café encima, hasta que comprendió que era la ilustración del título.
—Debí suponer que la película que estoy buscando no significaría nada para ustedes, dado el tipo de cine al que se dedican.
—También había películas muy buenas entonces —discrepó John—. Lugosi le revienta los tímpanos a un ciego en Los oscuros ojos de Londres. Y eso era antes de la guerra.
—Y antes todavía, en El cuervo, le machaca la cara a Karloff —se apresuró a añadir Trantom—, y lo encierra en una habitación llena de espejos.
—Y en El gato negro se arranca él mismo la piel —dijo Minihin.
—Si su película fue prohibida, debe de ser buena —concluyó Trantom—. Si es terror, nos interesa. Nunca tenemos suficiente.
—Ningún gilipollas nos dice lo que tenemos que hacer.
Sandy no estaba segura de si Minihin se refería a la censura o a ella. El entusiasmo de los tres hombres le produjo más inquietud que su desconfianza hacia ella. Hacía que la habitación pareciera más pequeña, asfixiante y cruda, como la silenciosa carnicería que tenía lugar en la pantalla.
—Entonces no pueden decirme nada sobre la película…
—Debió de molestar a alguien —sugirió John.
—Quizá decía algo que alguien no quería oír —dijo Minihin.
Estaba claro que no eran más que especulaciones.
—Si hay alguna forma de que me ayuden, se lo haré saber —dijo Sandy levantándose del sofá—. Pero la gente que necesito ver puede ser tan reservada como ustedes, y con seguridad mucho más.
Los hombres la miraron con ojos inyectados en sangre por la película, bien por su reflejo o por la forma en que les aceleraba el pulso. Los tres estaban entre ella y la puerta. Alguien reventó en la pantalla, y el rojo salpicó las paredes, los muebles y los rostros de los tres hombres, que parecieron hincharse como esponjas.
—Sube la voz —dijo John—. Le están arrancando la lengua.
—Una mierda, la lengua —le espetó Minihin—. Eso es el hígado.
John se agarró las rodillas para que dejaran de temblar y tragó saliva.
—¡Sube la voz, rápido, súbela!
Trantom buscó por el suelo el mando a distancia y Sandy se escabulló hacia la puerta. Estaba a punto de abrirla cuando Minihin se levantó de un salto y fue hacia ella con una mano extendida. Sólo iba a apagar la luz para poder ver con mayor claridad la imagen. Ellos y los muebles parecían dispuestos a saltar para atrapar las salpicaduras de rojo de la pantalla. Cuando Sandy se deslizaba entre la bicicleta y el perchero, la mujer de los ojos hinchados salió de un dormitorio contiguo a la cocina con un niño mamando de su pecho, cubierto de arañazos. En el televisor se oyó un grito desgarrador y la mujer hizo un guiño a Sandy.
—Mejor ella que nosotras —dijo haciendo un gesto de complicidad con la cabeza hacia la habitación.
Trantom avanzó a trompicones por el pasillo mientras Sandy abría la puerta de la calle. El perro del piso de enfrente gruñía y gimoteaba. Alguien debía de haberle pegado para que estuviera tan nervioso. Sandy salió al pasillo de resplandecientes paredes embaldosadas y suelo de un linóleo color de barro. Al momento la siguió Trantom.
—¿Qué era eso? —tartamudeó, como si hubiera estado a punto de preguntarle algo más—. ¿Ha venido alguien con usted?
Sandy miró el pasillo. No creía haber visto desaparecer una sombra por la curva de la escalera, pero él la hizo sentirse como si la hubiera visto.
—Por supuesto que no —respondió ella.
—Hay que tener cuidado. —Trantom retrocedió torpemente, y casi tropieza con el felpudo—. Nunca se sabe quién puede meter las narices buscando mis películas.
—Si fuera usted un caballero, me acompañaría a mi coche —dijo ella, sin dejar de mirarlo hasta que se vio obligado a salir otra vez.
Bajó las escaleras con tal precipitación que Sandy temió que se hiciera daño. Iba encorvado, gesticulando en el aire como para ahuyentar a quien se cruzara en su camino. Mientras lo seguía, Sandy volvió a percibir el olor a sudor y a aceite para motores.
Trantom abrió la puerta del edificio con brusquedad y salió a la calle dando traspiés, con los puños apretados. No se veía a nadie. Algo que olía a rancio se movió al pasar él. Era un cartón de hamburguesa que ella apartó con el pie al acercarse al coche.
—Si localizo la película, se lo haré saber —dijo ella, y él se refugió en el edificio de inmediato.
Mientras daba la vuelta con el coche pensó que él o uno de sus amigos salía del edificio, quizá para decirle algo. Pero debió de haber sido la sombra de un poste de la luz, una sombra que cayó al suelo cuando las luces del coche se apartaron. Era demasiado delgada incluso para tratarse del desnutrido amigo de Trantom.