Sandy cenó mirando el diario de Graham. A mitad de la ensalada griega recordó lo que él le había dicho durante una fiesta en su casa. «La caza ha comenzado, y tengo que agradecérselo a un colega tuyo». Había conseguido localizar al ayudante de montaje de La torre del miedo. Su nombre era Norman Ross, lo recordaba bien, y figuraba en la segunda página del cuaderno.
Vivía en las afueras de Lincoln. Se llevó el teléfono junto a la ventana y se quedó mirando la oscuridad que ascendía por los árboles. Bogan y Bacall se fueron al otro lado de la habitación mientras ella pensaba en la mejor forma de presentarse.
—Antipáticos —les dijo mientras marcaba el número.
El timbre tenía un sonido irreal, como si fuera una grabación. Fue interrumpido por una voz infantil.
—¿Quién es?
—¿Puedo hablar con Norman Ross?
El auricular cayó con un ruido metálico.
—Es una señora que pregunta por el abuelo.
Lo que Sandy imaginó como una gran familia acogió el comentario con gran alboroto.
—Nunca tires el teléfono así —dijo una voz masculina por encima del bullicio—. ¿Con quién hablo, por favor?
—Soy una amiga y colega de Graham Nolan.
—Lo siento, no sé de quién me habla.
—¿Es usted el señor Ross?
—El mismo —dijo él, como si hubieran puesto en duda su virilidad—. ¿Qué vende usted?
—Compro —respondió ella, y se preguntó cómo podría hacerlo. Posiblemente alguna filmoteca pagaría—. Quería hacerle unas preguntas sobre una película en la que trabajó usted.
—¿Cuál?
—La de Karloff y Lugosi.
—¿Otra vez lo mismo? —Su respuesta fue tan brusca que hizo zumbar desagradablemente el teléfono—. Sí, ya sé quién era su amigo. Pero me temo que está perdiendo el tiempo. Mi padre no está bien, y aunque lo estuviera no podría ayudarla.
Su irritabilidad había hecho pensar a Sandy que se trataba del viejo.
—Ayudó a Graham Nolan, según creo. Todo lo que quiero es preguntarle qué le contó a Graham. A él no puedo preguntárselo. Lo han matado.
—Comprendo que es terrible, pero la respuesta sigue siendo no. No quiero que nadie moleste a mi padre. Ya está bastante alterado.
—Yo también soy montadora de cine. Quizá cuando se encuentre mejor podamos al menos hablar de su trabajo.
—Dudo que quiera hacerlo.
—¿Puedo darle mi teléfono por si cambia de opinión?
—Si no hay más remedio… —dijo él, y la interrumpió en cuanto le hubo dicho su nombre y su número—. Ojalá dejaran todos ustedes esa película en paz. ¿No hay ya bastante horror en el mundo?
Sandy esperó que, si su padre había oído el comentario, no estuviera de acuerdo.
—Calma, calma —rogó a los gatos.
Tenía que dejar de decir que Graham había sido asesinado. Ella lo había visto saltar al vacío con sus propios ojos. Probó suerte con otros teléfonos que estaban al principio del cuaderno, pero todos eran de gente de avanzada edad que debían irse pronto a la cama; tampoco pudo hablar con la residencia de ancianos de Birmingham. Se sentía decepcionada y nerviosa. Dejó el teléfono a un lado y se puso a leer a Umberto Eco hasta que el sueño pudo con ella.
En mitad de la noche tuvo que levantarse para ir al baño, medio dormida. Cuando volvió a meterse en la cama reparó en que había atravesado su propia casa de puntillas, como si quisiera evitar que alguien la oyera. Supuso que habría estado soñando, aunque no consiguió recordar nada. El acompasado crujir de los árboles al otro lado de su ventana la arrulló hasta que volvió a dormirse.
Cuantos más datos averiguara sobre las personas con las que Graham había hablado, más fácil le resultaría conseguir algo de ellas. Por la mañana llamó a Roger y le leyó todos los nombres.
—¿No has cambiado de idea sobre la cena? —preguntó él, visiblemente dispuesto a llevarse una decepción.
—En absoluto.
—¿Te conformarás con una cena de encargo y un buen vino?
—Espero que no estés planeando emborracharme.
—No, no, en serio —dijo él con tal seriedad que Sandy tuvo que asegurarse de que comprendía su broma.
Seguía sin poder sacar ninguna conclusión del diario de Graham. Cuando se llevó a los gatos a pasear, los dos permanecieron muy juntos, sin apartarse ni un momento del sendero. Sandy se sobresaltó en una ocasión, cuando creyó ver un par de ojos espiando entre unos troncos, unos ojos pálidos, sin pupilas. Al acercarse más vio que no eran más que unas setas venenosas. Cuando las aplastó con el pie, notó que despedían un olor fétido.
Pensó que sabía por qué se sentía observada, pero se dijo que tampoco valía la pena preocuparse. De todas formas salió temprano para comprar el Daily Friend. Pasó por alto la nueva diatriba contra el ejército de Enoch y buscó directamente la columna de Stilwell.
«Bazofia sanguinolenta que intenta impresionar y deprime», era el comentario sobre la película de vampiros. «Pero hay algo peor. Otra amiga de Graham Nolan se ha empeñado en desenterrar la película que nunca existió. Es montadora de la Metropolitan, así que no creo que ningún amante del cine la pusiera en sus manos, aun en caso de que existiera. Pero si así fuera, confiemos en que los patrocinadores decidan gastar su dinero en cosas de más valor. Por lo que a mí respecta, el caso está definitivamente cerrado».
Ella al menos estaba viva para defenderse, cosa que para Graham era imposible. De todos modos se estremeció al pensar en toda la gente que iba en el Metro leyendo el Friend. Pero, al menos, nadie parecía haberlo hecho en la Metropolitan. El día fue demasiado movido para hacer una llamada a Stilwell o al redactor jefe, y en cualquier caso, ¿de qué iba a servir? La única forma de hacer que Stilwell se tragará sus palabras era encontrar aquella cinta.
De camino hacia la casa de Roger podía hacer una pequeña indagación. Durante uno de sus paseos dominicales había reparado en una librería especializada en fantasía, en Holloway Road. Al salir del trabajo fue allí directamente.
Cuando cruzó el umbral de la tienda creyó haber retrocedido en el tiempo a los años cincuenta. Las estanterías, diferentes entre sí, estaban repletas de libros de bolsillo y revistas que palidecían según se acercaban al escaparate. En aquel momento salía un joven de mirada intensa que parecía haber pasado mucha hambre para poder comprar un puñado de aquellas rarezas guardadas al abrigo de la luz del sol, y Sandy quedó a solas con el achaparrado propietario, un escocés.
—Vamos a cerrar —dijo él.
—¿Tiene una novela victoriana de fantasmas titulada En lo alto?
Su compañero, un hombre larguirucho, salió de la trastienda y ambos se rieron educadamente.
—Ya me gustaría —dijo el escocés—. Si la tuviéramos, íbamos a tomarnos a su costa unas cuantas cervezas.
—Es una leyenda —explicó su compañero—. Sólo apareció una edición, ésa es la pena. Conan Doyle la admiraba, y también Montague Summers.
—¿Quién es el segundo? —preguntó Sandy.
—Era un clérigo amigo de Aleister Crowley, autor de varias antologías. —El larguirucho sacó de una estantería un grueso volumen forrado de amarillo. Entre las obras citadas en la introducción de Summers pero no incluidas en la antología aparecía En lo alto, de F. X. Faversham, «en la cual una familia de la nobleza británica intenta desafiar a Dios desde su fortaleza, y por su soberbia, es castigada a lo largo de generaciones. Se la puede muy bien comparar con la obra de Blackwood en cuanto a la descripción de paisajes, y toca las fuentes más oscuras de la tradición británica». Nada de aquello parecía ser de especial ayuda.
—¿Puedo dejarles mi número por si encontraran un ejemplar? —dijo Sandy.
—Si quiere, muy bien. Pero no hemos visto ni uno solo en todos nuestros años de libreros. Quizás a las fuentes más oscuras de la tradición británica no les guste que las toquen.
Sandy supuso que el escocés estaba bromeando, ya que su compañero se rio entre dientes. Les dejó su teléfono y siguió caminando por Holloway Road hacia Islington. Upper Street y algunas de sus bocacalles estaban en obras, y olía a tierra removida, pero la zona tenía un aspecto más noble que nunca. Había un Jaguar aparcado en la esquina de la calle de Roger, que vivía en unas caballerizas convertidas en pisos.
Un sendero de gravilla pasaba bajo un arco y cruzaba un gran jardín comunitario. El piso de Roger estaba a mitad de camino, frente a un sendero flanqueado por matorrales. Apenas acababa de tocar el timbre cuando se abrió la puerta. Roger luchaba con el botón del cuello de la camisa, y ella se lo desabrochó.
—Perdona el desorden —murmuró él.
En realidad el salón, que tenía una cocina americana en una esquina, separada por una barra, estaba ordenado y casi obsesivamente limpio. A un lado de la chimenea eléctrica había estanterías repletas de libros, y al otro, videocasetes. Dos sillones idénticos miraban el televisor, colocado contra una pared cubierta de posters de películas mudas. Roger cogió del suelo una corbata, y ella pensó que aquél debía de ser el desorden. Parecía haber tenido problemas para decidir cuál ponerse.
—Has venido muy elegante —dijo él.
—Es como voy al trabajo —comentó ella mientras se quitaba la cazadora vaquera.
—Bueno, siempre lo estás.
Él estaba en el dormitorio, colgando la corbata, y se movía muy rápido, como si quisiera dejar atrás su torpeza.
—He traído un vino australiano para que lo pruebes —dijo ella.
—Yo he comprado uno de California. En otros tiempos no hubieras probado ninguno de los dos, ¿verdad? Y sin embargo ahora se han ganado su reputación. —Él abrió la botella de Sandy y sirvió dos copas—. Por las reputaciones.
—Por ellas. Esperemos que la mía sobreviva.
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—Puedo cuidar de mí misma, no te preocupes —dijo ella sonriendo—. Me refería al comentario de Stilwell en su columna.
—¿Por qué? No decía nada de ti.
—Claro que sí —replicó Sandy mientras buscaba en su bolso.
Roger frunció el entrecejo al leer la página rasgada y fue a buscar su ejemplar al cubo de basura. Hojeó impacientemente las páginas manchadas hasta encontrar el artículo de Stilwell.
—Mira, han quitado ese párrafo de la última edición. Después de todo, no habrá leído tanta gente esa mierda que ha escrito sobre ti.
—¿Por qué habrá sido?
—Puede que lo haya pensado mejor.
—Puede —reconoció ella, sin acabar de sentirse satisfecha. Roger interrumpió sus especulaciones.
—Si quieres echar un vistazo al menú, iré preparando el festín.
La cena llegó veinte minutos más tarde. Se sentaron al final de la barra, el único lugar de la casa sin referencias cinematográficas.
—Realmente te encanta el cine, ¿verdad? —preguntó ella.
—¿A ti no?
—Por supuesto, por eso voy a hacer esto. Pero es el honor de Graham lo que quiero recuperar, más que esa película.
—Supongo que habrá unas cuantas personas que se alegrarían de que consiguieras las dos cosas. Yo, por ejemplo —añadió él para dejar claro que no había reproche alguno en el comentario.
—Háblame de ti.
—¿Qué puedo contarte? Crecí con la ambición de trabajar con Walt Disney y conseguí un trabajo de ratón en Disneylandia un verano, cuando estaba en la Universidad de Los Ángeles. Algunos días había cuarenta grados a la sombra, y los niños me destrozaban los pies a patadas mientras les hacían la foto. Al final del día también a mí me hacía falta una sesión de dibujos animados. Al año siguiente escribí críticas de cine para una revista de la Universidad, pero me prohibieron la entrada a los pases para la prensa porque había un tipo que siempre entraba cuando la proyección había empezado, y en una ocasión le dije que acababan de asesinar a la novia del protagonista, por lo que él calificó la película en su crítica como una historia de intriga subestimada. Realmente quedaba mejor.
—Y así entraste en el mundo del cine.
—Bueno, yo más bien diría que me arrimé a la periferia de ese mundo. Me gradué en Los Ángeles y peregriné a Hollywood con tres guiones míos. Tras un montón de comidas de negocios, conseguí algunas sugerencias de que intentara escribir algo diferente, y casi un par de oportunidades. Entonces un amigo me consiguió un trabajo de guionista en una producción independiente, y de un trabajo fue saliendo otro, hasta que me vi trabajando con Orson Welles en su última película.
Hablaba muy rápido, sin preocuparse ya del rebelde mechón rubio que le caía sobre la cara mientras se dejaba llevar por el entusiasmo.
—Sobre quién escribiste tu primer libro —intervino ella.
—Creí que alguien debía hacerlo. No todos los días se ve trabajar a un genio. Y el libro salió tan bien que los editores me animaron a escribir otro. El caso es que durante una comida en la que se bebió mucho, dije que escribiría un libro sobre las escenas de ducha en el cine.
—¿Todo un libro?
—Sí, eso es lo que pensé yo también cuando se me pasó la borrachera. De forma que me puse a escribir sobre imágenes repetidas en el cine, empezando por constatar el hecho que, después de Psicosis, no hay una escena de ducha en la que no muera el personaje o aparezca alguien que se hace pasar por asesino.
—Todavía estoy esperando ver a alguien abrir al máximo el agua caliente y abrasarse la cara.
—Ojalá te hubiera conocido entonces, lo hubiera utilizado. Y seguí señalando que, cada vez que aparece un titular de periódico en pantalla, el texto que va debajo siempre trata de algo completamente diferente.
—O que siempre que alguien pasa por delante de un hombre que está leyendo un periódico, sabes que va a seguirlo.
—O que cuando alguien está leyendo un libro siempre lo sujeta como si estuviera anunciando la portada.
—O que cuando alguien habla por teléfono y le cuelgan, se pone a golpear la horquilla como si así fuera a recuperar la llamada.
—O que si alguien se niega a gritos a hacer algo, en la siguiente escena aparecerá haciéndolo. Es como cuando una mujer dice que no rotundamente. Siempre se queda a dormir.
—¡Vaya! ¿Has tenido tú ese problema?
—Bueno, de vez en cuando. O casi nunca, más bien. —Roger cogió la botella de chablis californiano y miró fijamente la copa de Sandy mientras la llenaba—. No lo tomes como una sutil indirecta.
—No ha sido sutil.
—Bien, de acuerdo. Ésa es otra razón de que me cabreara con la escena de Stilwell. Creo que ambos podéis tomaros el cine en serio y pasarlo bien especulando sobre las posibles formas de interpretarlo. Por cierto, casi se me olvidaba —dijo, levantándose tan rápido que Sandy se sintió desairada—. Tengo esto para ti.
Eran unas fotocopias de unos libros de consulta referidas a tres de los nombres citados en el diario de Graham.
—Parecen muy viejas —comentó ella.
—El British Film Institute era el único lugar donde las tenían. Ninguno de estos actores trabajó mucho en el cine después de tomar parte en La torre del miedo.
—Pero entonces eran jóvenes. ¿Por qué dejaron de trabajar?
—Otro misterio que tienes que resolver. O que tenemos, si lo deseas.
—Agradecería cualquier tipo de ayuda.
—Muy bien. Creo que ya te he enseñado todo lo que puedo ofrecerte. ¿Un café?
—No diría que no. —Si él no pensaba tomar la iniciativa, tampoco ella lo haría. Quizá Roger había visto demasiadas películas como para poder actuar con espontaneidad en la vida real.
Se bebió el café con rapidez, sintiéndose irritantemente inglesa y mojigata.
—Gracias por la cena. Ha sido estupenda y he aprendido unas cuantas cosas.
—Mantengámonos en contacto —dijo él, haciendo una breve pausa antes de añadir—: Por Graham.
Sandy se sorprendió por la indignación que le producía la aclaración, más aún porque no sabía si Roger había querido decir algo con ella. No le pareció apropiado darle un beso de buenas noches. Le dio unas palmaditas en la mejilla y se despidió.
Tras la sensación de confinamiento del piso, se sobresaltó al percibir la infinitud del cielo, que parpadeaba débilmente. Al cerrar él la puerta, la oscuridad se apoderó del sendero. El eco de sus propios pasos la siguió mientras se alejaba por el sendero de gravilla. Cuando se dirigía a su andén en Highbury & Islington, vio de reojo a un hombre que debía de estar muy borracho, pues casi se arrastraba escaleras arriba hacia la calle. Compartió un vagón hasta Highgate con unos cuantos viajeros dormidos y subió a Muswell Hill haciendo un poco de jogging. Cuando tuvo su casa a la vista entrecerró los ojos para ver mejor. No recordaba haber dejado tan abierta la ventana del salón.
La franja de oscuridad podía ser una sombra. En el piso contiguo al suyo un perro ladraba como si estuviera loco. Entró en el edificio y subió las escaleras corriendo. La luz de la escalera se apagó en el momento en que introducía la llave en la cerradura, y la noche la envolvió de repente. Buscó el interruptor del recibidor a tientas. Sus uñas rascaron el plástico y el interruptor chasqueó.
Había pensado que la aprensión que había sentido al quedarse a oscuras se desvanecería cuando encendiera la luz de su casa, pero el silencio que allí reinaba le pareció ominosamente extraño. Cerró la puerta sin hacer ruido, haciendo girar el pomo de la cerradura entre índice y pulgar, y hurgó en el bolso hasta encontrar la alarma que, según la propaganda, ensordecía a cualquier atacante. La apuntó hacia adelante con el dedo crispado en el botón y cruzó de puntillas el recibidor.
Abrió la puerta del cuarto de baño y encendió la luz justo a tiempo de percibir un movimiento tan mínimo que pareció furtivo. Era una gota de agua que había caído del grifo. Entró a hurtadillas en su dormitorio y la luz de la lámpara iluminó las cortinas. Entonces se dirigió al salón y accionó el interruptor sin dejar de apuntar con la alarma hacia delante.
Se detuvo en el umbral al percibir un vago hedor como de comida rancia. El contenido de la papelera estaba esparcido sobre el sofá. Al parecer los gatos habían estado divirtiéndose. La ventana abuhardillada estaba más abierta de lo que ella la había dejado. Se dirigió a la cocina con pasos rápidos y silenciosos. O el olor se había agarrado a su nariz, o era más fuerte en la cocina. El tubo fluorescente se encendió con un respingo. La única comida que había a la vista eran los dos cuencos de los gatos. ¿Pero dónde estaban los gatos?
—Bogart, Bac… —comenzó a decir, apretando de repente los dientes. El cuaderno de Graham, que había dejado en el sofá, estaba sobre la alfombra, al pie de la ventana. O al menos la cubierta. Los restos de las páginas, hechos trizas y masticados, estaban diseminados por el suelo.
Sus manos se crisparon y casi accionaron la alarma, hasta que la tiró sobre el sofá.
—Malditos sinvergüenzas… —susurró—. ¿Dónde os escondéis? Salid ahora mismo o…
Al mirar hacia la ventana observó que la pintura de la parte superior del marco tenía arañazos de garras. Se asomó a la ventana y su sombra se extendió sobre los árboles iluminados mientras intentaba ver algo en la oscuridad. Todavía estaba haciéndolo cuando sonó el timbre de la calle.
Echó a correr hacia el recibidor y accionó el botón del interfono con brusquedad.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Espero no interrumpirla. He visto las luces encendidas.
Sandy creyó reconocer la voz del hombre.
—¿Quién es?
—Vivo enfrente de usted. Nos saludamos por las mañanas. Yo tengo un Rover.
—Ah, sí, ya —dijo ella con furia contenida, dirigida especialmente contra sí misma—. ¿Y bien?
En su tono de voz había algo que le hizo contener el aliento.
—Usted es la dueña de los gatos.
—¿Sí?
—¿Le importaría bajar? Prefiero no… Ya me entiende.
Sandy sospechó que entendía. Bajó las escaleras con aprensión y abrió la puerta de la calle. Era un hombre alto de unos cuarenta años, ya ligeramente preñado de cerveza. Se pasó las manos por las sienes estirándose la piel de la frente.
—Lo siento —dijo enseguida—. Yo iba por la calle principal, dentro de los límites de velocidad, de verdad. Se metieron bajo las ruedas. No podía frenar. Se me hubiera echado encima un autobús que llevaba detrás. Encontré la dirección en los collares y no sabía si querría… De todas maneras, ahí tiene.
Sandy pensó que el hombre estaba mirándose los pies, cohibido ante su posible reacción, pero entonces vio que tenía los ojos fijos en lo que había dejado pulcramente sobre el escalón: dos bolsas de plástico llenas de pelo y sangre.