No podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos Graham se lanzaba al vacío delante de ella, y Sandy apretaba los puños mientras en su mente las manos intentaban alcanzarlo. Lo peor era su mirada, que le aseguraba una y otra vez que no podría haberlo salvado. Incluso mientras caía había intentado ser amable con ella.
Se sentó en la cama y acarició a los gatos. Estuvo mirando por la ventana hasta que la visión de la oscuridad la inundó de un miedo intangible. Se preparó un café y se sentó junto a la ventana. Mientras esperaba a que la jarra que sostenía en la mano se enfriase lo suficiente para poder beberlo, sintió una corriente de aire en la espalda. La noche parecía querer apoderarse de ella a través de los cristales. Se sentó en el sofá y miró la cremosa superficie del café. Las dos paredes de la ventana abuhardillada reducían su campo de visión, sumiéndola en sus pensamientos. ¿Por qué había dicho que Graham había sido asesinado, y no que había muerto? Se dijo que la policía no daba importancia a esos detalles más que en las novelas de detectives. En la realidad tenían cosas más importantes que hacer, como importunar a las personas cuya forma de vida desaprueban. Debían haberse guardado esa actitud desagradable para el que había robado la película. Graham se lanzó hacia ella desde el tejado, y Sandy dejó la jarra de café en el suelo por miedo a romperla con la presión de su mano. No podía pasarse la noche sentada en aquel estado.
Llamó a la sala de prensa de la Metropolitan y habló con Phyl.
—¿Vas a sacar un reportaje sobre Graham?
—Eso espero, si podemos meterlo mañana. Vamos a hacerle una especie de homenaje.
—Se me había ocurrido pasar por allí y ayudaros a seleccionar el material.
—Pues claro, cariño, ven si quieres. Nunca nos viene mal una mano experta.
Las calles del West End estaban casi desiertas. Algunos transeúntes solitarios intentaban dejar atrás sus sombras bajo los faroles, y aquella ausencia de actividad en las calles desnudas y brillantes le recordaba su propia falta de reacción.
—¿Cuál es la gran noticia? —preguntó el taxista. Ella movió la cabeza negativamente y él no volvió a decir nada.
Cuando llamó al timbre de la Metropolitan, Phyl salió a abrir. Era una mujer muy grande, mediría más de un metro ochenta, y siempre parecía entre divertida y apenada por el hecho de que casi todos los hombres se sintieran cohibidos ante ella. Tomó el brazo de Sandy mientras se dirigían al ascensor.
—Oye, cielo, no sabía que tú estabas con él cuando sucedió todo. ¿Estás segura de que quieres hacer esto ahora? ¿No prefieres sentarte y que hablemos un rato?
—Quiero estar segura de hacer todo lo posible por él.
—Comprendo —dijo Phyl, dando a entender que decidía no ofenderse—. Tú lo conocías mejor que cualquiera de nosotros. Podrías preparar un guion. Tenemos la entrevista que se le hizo el año pasado, la que no se emitió por la huelga de los técnicos, y necesitamos un máximo de dos minutos.
Entregó a Sandy la cinta y se sentó con ella mientras veía la introducción.
—Estaré al otro lado del pasillo —dijo finalmente, y salió de la sala.
Sandy había temido el momento en que Graham aparecería en pantalla, pero pensó que quizás era demasiado aprensiva. Al menos podría mantener a Graham en el mundo de los vivos durante un rato más.
La cinta era una entrevista para Conozca, la Metropolitan, un programa en que los televidentes podían hacer preguntas a especialistas de la televisión. A Graham le había sorprendido y deleitado que lo llamaran. Charlaba con la entrevistadora como si la cámara no estuviera allí. El entusiasmo lo rejuveneció ante los ojos de Sandy. Comenzaba cantando las alabanzas de la Metropolitan.
—Me dan todo el tiempo y dinero que les pido, y saben que no les voy a entregar una película hasta que pueda jurar que está completa. Ya sé que pueden cortar esto si quieren, pero desearía que estuviéramos ahora no en esta caja tonta, sino en uno de los cines en los que crecí y de los que me enamoré. Éste no es el lugar adecuado para ver una película.
No iba a usar nada de aquella parte, pero a continuación venía una respuesta que valía la pena tener en cuenta.
—A usted le preocupa, y a mí también. Pero tiene que haber mucha más gente que no se quede sentada de brazos cruzados viendo lo que se está haciendo con el cine. Las películas son embutidas en esta pecera apenas comienzan a respirar, o bien los operadores de los cines las proyectan desenfocadas, o no ordenan los rollos debidamente, o la pantalla es del mismo color que mi pañuelo cuando era un mocoso de seis años. Y si faltan unas secuencias de una película, ¿qué más da? Incluso aunque el censor no se haya ensañado con ellas, a menudo se pierden varios segundos al final de cada rollo por una manipulación defectuosa (estoy seguro de que los operadores se dejan crecer las uñas a propósito para rayar las cintas). Y cuando una cadena de televisión se apodera de ellas, que el cielo se apiade de nosotros. Si ya la han emitido con anterioridad, siempre hacen sitio para unos cuantos anuncios más. «No es más que Cary Grant en el desierto, no pasa nada, ¿qué importa el ritmo de la película? No es arte, como la música». ¿Se puede hablar de vandalismo? Bueno, están dando al público lo que pide. Casi nadie escribe para quejarse, y eso debe significar que no les importa. ¿A que preferiría no haberme hecho la pregunta?
La joven que había pedido la palabra sonrió con gesto condescendiente.
—¿Podemos saber qué películas está buscando este año?
—No busco películas por años, querida, es un proceso continuo. Veamos si esto le abre el apetito. ¿Puede creer que Karloff y Lugosi hicieron juntos aquí, en Gran Bretaña, una película que nadie ha visto hasta ahora? La historia de fantasmas victoriana en la que se basó parece haber desaparecido, y la película ya fue condenada desde antes de haber sido finalizada. Esto ocurría en los años treinta, cuando se suponía que ya estábamos hartos de ver películas de terror, pero tengo la impresión de que ésta molestó particularmente a personas que se encontraban en posiciones muy altas. Espero que pronto tengamos la oportunidad de juzgar por nosotros mismos.
Graham extendió las manos hacia la cámara como si estuviera ofreciendo un tesoro, y la cinta terminó. Sandy la rebobinó y volvió a verla entera. Era mejor dejarlo hablar a él y reducir la intervención del locutor al mínimo. No habría tiempo para hablar de su infancia con sus padres en el pequeño piso sobre el Támesis; ni de que había obtenido las peores notas del colegio, y que por eso se puso a trabajar en el mercado de Covent Carden; ni de que entonces se gastaba casi todo su sueldo en ir al cine; ni de cómo había cambiado su vida cuando había visto una gran pila de latas de celuloide en un puesto del mercado. Utilizó la mitad de los comentarios sobre los malos tratos al cine y la mayor parte de la respuesta sobre la película de terror. «Fue la última película que recuperó», escribió entonces, «pero le fue robada antes de poder mostrarla a nadie. Rogamos a cualquier persona que posea alguna información que se ponga en contacto con la policía».
¿Era apropiado? Había que encontrar la película, como homenaje a Graham. Salió de la sala de montaje y echó a andar por el pasillo para enseñárselo a Phyl; era como si sus pies no tocaran el suelo. El amanecer se filtraba por la ventana del final del pasillo. Una nube ocultó el sol, y Sandy vio la mancha alargada caer al otro lado del cristal y oyó el sordo golpe de Graham al golpear el suelo.
—Phyl —exclamó, y al oír su propia voz también el resto de su cuerpo comenzó a temblar.