3

Al principio Sandy pensó que lo que Lezli estaba montando era un viejo musical. No dejaba de sujetarse sus mechones verdes detrás de las orejas cada vez que se inclinaba sobre la mesa de montaje. Fred Astaire bailaba en la pantalla de la moviola, y hasta que James Cagney se reunió con él, Sandy no se dio cuenta de que era otra cosa. Se trataba de La luz fantástica, una película de televisión en la que los actores de un espectáculo barato entraban en una vieja película y bailaban con los grandes de Hollywood.

—Lo que pasa es que los ritmos no coinciden, la película ya se ha pasado de presupuesto y los bailarines están ahora mismo en Estados Unidos —gimió Lezli.

—¿No hay ninguna posibilidad de usar otras escenas de películas viejas?

—Hemos tardado meses en preparar éstas. Se lo dije al productor, y me llamó cosas que no había oído jamás. Lo peor de todo es que éstas no son las escenas que pensábamos utilizar, las que imitaron los bailarines.

El tema de la película era que Cagney y Astaire permitieran a los actores olvidar sus rencillas y fracasos y hacer realidad sus ambiciones durante una noche, aunque sólo fuera en la fantasía, pero en la escena parecían payasos. Sandy examinó las tomas escogidas y comprobó que eran inútiles. Volvió a pasar las escenas completas y finalmente abrazó a Lezli.

—Lo teníamos delante de las narices —dijo, y separó el número principal en tres secciones—. Ahora sólo tenemos que hacerlos bailar a todos al mismo ritmo.

Lezli miró la pantalla con gesto concentrado y se apartó un mechón verde de la frente. Entonces comprendió.

—Vamos a hacer que los nuestros vayan más despacio.

—Eso pienso yo. Veamos. —Sandy vio a Lezli pasar la cinta adelante y atrás, intentando sincronizar los tiempos, hasta que los bailarines se unieron a los fantasmas. Sin embargo, más que imitarlos, interpolaban unas variaciones sincopadas con movimientos ligeramente más lentos, que les daban un aire mágico. El realizador de la película entró en la sala como una tromba y de repente comenzó a aplaudir y se llevó las manos a la boca.

—¡La luz fantástica! Gracias, Sandy. Creí que estábamos perdidos.

—Dale las gracias a Lezli. La idea ha sido suya. Dentro de poco tendré que venir yo a pedirle consejo —dijo Sandy mientras se dirigía a la máquina de café, casi más feliz que si hubiera solucionado ella misma el problema.

Le gustaba la rapidez que exigía el montaje de noticiarios, pero también disfrutaba montando películas, mejorando el ritmo, descubriendo nuevos significados mediante yuxtaposiciones, marcando el compás. Había aprendido aquellas técnicas en Liverpool; luego había pasado los dos años siguientes trabajando con niños en Blackie, una vieja iglesia abandonada que ostentaba un arco iris en vez de una cruz, ayudándolos a rodar vídeos sobre sus miedos. Después se había trasladado a Londres para asistir a la escuela de cinematografía, había vivido con un compañero de estudios durante dos años y lo había cuidado durante una depresión nerviosa antes de que se separaran. Había trabajado con un colectivo en el rodaje de un documental que enfrentaba a mujeres violadas con sus violadores y que había sido proyectado en Edimburgo y Cannes. Al fracasar por falta de financiación un segundo documental que pretendía enfrentar a personas que habían sufrido abusos en la infancia con los que se los habían infligido, Sandy había aceptado un puesto de ayudante de montaje en la Metropolitan. Después se había enterado de que Graham, impresionado por el montaje del documental del colectivo que había visto en Edimburgo, había intervenido en su favor. Cuando ella ya estaba trabajando en la cadena de televisión, Graham se había presentado, y ambos habían conectado inmediatamente. Él la había impulsado a realizar trabajos que podían ampliar sus conocimientos y habilidades; la había apoyado cuando, en contadas ocasiones, Sandy había creído que un trabajo era demasiado para ella, y había sido el primero en aplaudir cuando lo había resuelto; le había dado confianza cuando la había necesitado sin pedir a cambio nada más que su amistad. En menos de un año Sandy había sido ascendida y había conseguido contratar a Lezli, con la que había trabajado anteriormente en el colectivo. Habían pasado dos años desde entonces. Sandy tenía veintiocho y a veces le parecía poder dar forma a su vida con la misma facilidad con que manejaba la moviola.

Algún día encontraría a alguien con quien mereciera la pena compartirla, pero no tenía prisa, especialmente porque no quería tener niños. Eran Graham y sus padres los que estaban ansiosos por verla casada, aunque Graham se ponía menos pesado desde que ella había conocido a un joven arquitecto en una de sus proyecciones privadas. Entre los actores del Old Vic, directores de galerías de arte, columnistas, gente elegante e incluso representantes de la nobleza menor que se habían reunido para ver los últimos tesoros de Graham —la prueba de Marlene Dietrich para El ángel azul, la película sobre la menstruación de Walt Disney y una copia de Double Indemnity que comenzaba en la celda de los condenados—, aquel arquitecto había parecido sentirse incómodo hasta que Sandy se había puesto a hablar con él. Entonces él la había invitado a tomar una copa, y a continuación a cenar en Hampstead, donde vivía. Después de la cena habían ido paseando hacia su casa mientras el viento les traía desde Regent’s Park el murmullo del tráfico como si fueran los sonidos de un zoo durmiente. El arquitecto había empezado a hacerle preguntas acerca de su infancia: si se había portado mal en el colegio, cómo la habían castigado y cómo iba vestida entonces… Quizá Sandy le hubiera seguido el juego si el brillo de sus ojos no hubiera sido tan ávido. Se había despedido de él con un simple beso y había vuelto andando a Muswell Hill, pensando que el encuentro había sido a la vez divertido y triste. La vida era así.

Aunque a Sandy le gustaba acudir a las bulliciosas fiestas privadas de Graham, en parte porque sabía lo que significaban para él, se sentía muy halagada por haber sido invitada a la pequeña reunión le aquella noche. Tenía que decirle que viera la película que había montado Lezli, pensó mientras se dejaba mecer por el Metro camino de su casa. Graham siempre veía lo que ella le recomendaba, y eso la hacía sentirse especial y responsable ante él.

Se bajó del Metro en Highgate y salió a la calle. El tráfico, lento y aparentemente interminable como una fila de equipajes en un aeropuerto, ascendía desde Archway hacia la gran autopista del norte. Tomó Muswell Hill Road, por donde los autobuses intentaban abrirse camino hacia Alexandra Park, y en cinco minutos llegó a Queen’s Wood.

Tras los apretones del Metro y el tumulto del tráfico, el bosquecillo le hizo pensar en el primer día de vacaciones. Bajo los robles y las hayas la luz aterciopelada producía una sensación de frescor. El acebo se recortaba entre las sombras y los troncos de los árboles, había macizos de zarzas entre la hierba junto a los senderos pavimentados, que las raíces de los árboles habían resquebrajado en algunas partes. Disfrutó del paseo, dejando expandir todos sus sentidos, hasta que todo el bosque pareció resplandecer a su alrededor.

Sandy vivía en el último piso de una casa que era una burda imitación Tudor, desde donde se veía todo el parque. La luz del sol se filtraba por el tragaluz de la escalera formando un dibujo de rombo sobre la puerta. Cuando entró en el piso, Bogart salió a recibirla arqueando el lomo y clavando las uñas en la alfombra del recibidor, mientras Bacall permanecía sentada en el alféizar de la ventana, entre los cactos, observando una urraca. Los dos gatos corrieron hacia la pequeña cocina en cuanto Sandy abrió el armario en el que guardaba su comida. Comieron delicadamente mientras ella se acababa la lasaña que le había sobrado la noche anterior y se tomaba un vaso de clarete; luego, se restregaron contra sus piernas mientras fregaba los platos y les contaba las novedades de la jornada. La siguieron a su dormitorio y la observaron mientras se ponía un vestido que le pareció lo suficientemente elegante para ir a casa de Graham, y echaron a correr tras ella cuando sonó el teléfono.

Lo había dejado junto a la ventana abuhardillada del salón. Descolgó el auricular y se dejó caer en el sofá azul cielo. Bacall saltó y se acurrucó en su regazo.

—Roger se ha disculpado por no poder venir —dijo Graham—. ¿No te importa sentarte sola en el patio de butacas?

—Estaba a punto de salir para allá.

—¡Está a punto de salir! —gritó él, y Sandy oyó las protestas de Toby.

—¡Si viene demasiado pronto no habrá nada que valga la pena comer!

Sandy colgó y sonrió irónicamente para sí. Parecía que había esperado con demasiado interés reanudar la discusión que había comenzado con Roger en la última reunión de Graham. El americano había acusado a la televisión de arruinar las películas al acortarlas y montarlas de nuevo, y ella le había respondido que algunos críticos tenían efectos más perniciosos sobre el cine. Estaba segura de que se volverían a encontrar en el estreno de la película que iba a ver aquella noche.

Cuando dejaba a Bacall en el suelo, el teléfono volvió a sonar Se oyó caer una moneda y a continuación habló una voz de chica con acento del East End.

—¿Oiga?

—¿Diga?

—¿Está Bobby?

—¿A qué número llama?

La voz dio el número de Sandy.

—¿Bobby qué? —preguntó ésta.

—No sé su apellido.

Claro que no, pensó Sandy, que había sabido desde el principio que la muchacha pretendía averiguar si había alguien en la casa.

—Aquí viven un par de Bobbys. ¿Con cuál quieres hablar?

—Sólo lo he visto una vez.

—¿Es gordo o flaco? Joven, ¿no? ¿Tiene bigote? Espera, ya sé cuál es, porque el otro ha estado fuera unos meses. Ahora se pone —dijo Sandy mientras se preguntaba hasta cuándo aguantaría la chica—. Viene en un minuto. Un momento, aquí está.

Entonces se cortó la comunicación.

—Qué chapucera… —comentó a los gatos, y se los llevó un rato al bosque, donde se dedicaron a cazar escurridizas sombras por los senderos. Se quedaron mirándola desde las ventanas de la casa cuando se dirigió a la estación de Metro. En Euston, donde una distante diosa pedía perdón por las demoras que se habían producido en el mundo superior, cambió de línea hacia Pimlico. Todas las mujeres se habían refugiado en el compartimiento más cercano al conductor. Al bajarse, Sandy les sonrió deseándoles suerte.

Un buque cargado de contenedores de color ladrillo pasaba por debajo de Vauxhall Bridge, entre las sombrías cariátides que sostienen el puente sobre el Támesis. Un autobús con más luces que pasajeros cruzó el puente hacia el Oval y la noche pareció inmovilizarse, a no ser por el trémulo ondular de los reflejos de las ventanas en el agua. La casa de Graham estaba en un décimo piso, en lo alto de una de las dos torres que aparecían amistosamente juntas. Una vecina de Graham se disponía a sacar a su perro.

—Usted es la chica que trabaja con Graham Nolan ¿verdad? —recordó la mujer, que le abrió la puerta.

Cuando se cerró con un golpe sordo, Sandy oyó un sonido estridente. Quizás el perro hubiera gemido, aunque la puerta amortiguaba tanto el ruido del exterior que el edificio parecía desierto. El ascensor la condujo al décimo piso, y Sandy notó que se le taponaban los oídos. Tragó saliva mientras caminaba por el pasillo como si quisiera tragarse el silencio. Pasó por delante de dos puertas y dobló la esquina. La puerta de Graham estaba abierta.

Seguramente Toby había salido a buscar algún ingrediente que le faltaba. Sandy se acercó a la puerta atravesando el pasillo en el que también se encontraba la subida al tejado, y se detuvo en el umbral, sorprendida al notar que estaba temblando.

—¿Graham? —dijo en voz alta.

El pequeño dormitorio situado a la izquierda del salón principal había sido convertido en una cabina de proyección. El haz de luz del proyector salía de una ventanilla cuadrada, pasando por encima de la alfombra persa, de las mesas que Toby había construido con acero y grandes trozos de cristal, y del enorme sofá semicircular orientado hacia el río. La pantalla estaba en la pared derecha, entre dos elaboradas lámparas de latón, pero el haz de luz se dirigía al dormitorio principal. Sandy golpeó con fuerza la puerta.

—¿Graham? Soy Sandy —volvió a gritar, y entró en el piso, temblando.

La cocina estaba junto al dormitorio principal. El horno estaba al mínimo y olía a pastel, pero no había nadie. Se dirigió a la cabina de proyección, arrugando la nariz a causa de un extraño olor a rancio. La puerta de la cabina estaba abierta de par en par. Quizá Graham estuviera absorto en algo. Estaba a punto de volver a llamarlo cuando su mano se dirigió involuntariamente a la boca.

La cabina estaba forrada de estantes repletos de libros de cine, pero ahora estaban casi todos en el suelo. Algunos de los más grandes estaban rasgados por la mitad, como si los hubieran arrojado con saña de un extremo a otro de la habitación, como de hecho había ocurrido con algunas latas de películas, una de las cuales había hecho saltar el yeso de la pared. No se veía ningún rollo en el proyector, que había caído de lado.

Graham y Toby se habían peleado alguna vez, pero jamás habían hecho algo así. Salió de la habitación, sintiendo que el olor a pastel se le agarraba a la garganta y casi le impedía respirar, y se lanzó hacia el dormitorio. La cama estaba hecha, pero el edredón estaba aplastado por el peso de alguien que se había sentado allí. El haz del proyector pasaba por encima de la cama y de un tocador cubierto de frascos, peines y cepillos, y blanqueaba la ventana de doble acristalamiento. Aunque en realidad no estaba del todo en blanco. Asombrada, pensó que al fin y al cabo debía haber película en el proyector, o al menos un trozo debía haberse quedado en la ventanilla, puesto que se podía distinguir una figura borrosa en el centro de la luz. Entonces, a pesar de su nerviosismo y recuperando el sentido común, se dio cuenta de que aquella figura humana no estaba siendo proyectada sobre el cristal, sino que se encontraba al otro lado, a diez pisos de altura, en el tejado de enfrente. Y con gran consternación creyó reconocerlo.

Corrió a la puerta del dormitorio. ¡Claro!, había estado temblando todo el tiempo porque la salida del pasillo al tejado estaba abierta. Pudo ver el rostro del hombre que estaba de pie al borde del tejado de enfrente sin dar crédito a sus ojos. Era Graham, y agitaba las manos débilmente, como aterrado por el vacío a sus pies.

Un golpe de viento hizo temblar las mangas de su camisa y su melena gris. Graham miró a su espalda, retrocedió vacilando unos cuantos pasos y el pánico se apoderó de Sandy cuando comprendió lo que pretendía hacer.

—¡No! —gritó, consciente de que Graham no podía oírla a través del doble acristalamiento. Se precipitó de nuevo en la habitación, saltó sobre la cama e intentó abrir la ventana con una mano mientras con la otra le hacía señas desesperadamente para que se detuviera. Graham tenía que verla, tenía que esperar a que le hablase, a que le dijera que iría al otro edificio y le abriría la puerta del tejado… Pero en el momento en que el pomo de la ventana giraba, Graham corrió hasta el borde del tejado y saltó.

Ya lo había hecho una vez, se dijo Sandy en el momento en que él daba el salto. Por difícil que pareciera, tenía que alcanzar el otro lado, sin importar el motivo por el que estaba allí arriba. Aquellos pensamientos no tranquilizaron su corazón, ni le permitieron respirar, ni ayudaron a Graham. Mientras abría el cristal interior, vio cómo le fallaba el salto y caía al vacío.

La luz del proyector iluminó su caída. Su melena resplandecía como una aureola plateada. Tenía la boca muy abierta, quizá silenciada por la corriente de aire de la caída, pero a Sandy le pareció que la veía y, a pesar del terror, pareció pedir disculpas, como si quisiera hacerle saber que ella no tenía la culpa de no haber llegado a tiempo para salvarlo. Aquel instante pareció tan irreal e interminable que Sandy casi llegó a creer que la luz lo había inmovilizado como una foto fija. Entonces desapareció, y mientras ella dejaba escapar un grito oyó un golpe sordo en la calle, como el de una pieza de carne al caer sobre la tabla del carnicero.

Sandy abrió la ventana entre sollozos. Graham yacía entre los edificios, al borde del círculo de luz de un farol. Parecía pequeño y patético, como una vieja muñeca que alguien hubiera tirado. Tenía las piernas dobladas como si estuviera corriendo, y los brazos extendidos por encima de la cabeza, que parecía demasiado grande y cuyo contorno se desdibujaba. Sandy tuvo la sensación de caer por la ventana hacia él. Mientras retrocedía tambaleándose, el edificio de enfrente pareció asentir, y entonces creyó ver retroceder a una sombra en el tejado.

Seguramente había sido una chimenea de ventilación. Cuando consiguió enfocar sus ojos, vio el conducto, sobre el que habían crecido unos hierbajos. Se dirigió rápidamente a la puerta e inhaló aire con un estremecimiento. Cruzó corriendo la habitación principal en busca del teléfono, antes de que el olor del pastel la hiciera vomitar. Tragó saliva varias veces mientras llamaba a urgencias.

—Una ambulancia —dijo con dificultad, y dio los detalles con una voz que le pareció demasiado tranquila.

En el ascensor tuvo que cerrar los ojos. Todo le daba vueltas. Cuando salió al vestíbulo tuvo la sensación de haber saltado a tierra firme. Se dirigió hacia la puerta del edificio y dejó escapar un gemido. Toby entraba en aquel momento.

Estaba forcejeando con la cerradura mientras sostenía en los brazos una bolsa de comida. Consiguió abrir la puerta empujando con el hombro y sacó las llaves.

—¡Hola, Sandy! —saludó—. Casi estamos listos. Graham te hará compañía mientras yo acabo en la cocina.

Entonces vio su expresión y corrió hacia ella, apretando el paquete con más fuerza bajo el brazo y tendiéndole las manos.

—Sandy, ¿qué te ocurre? Vamos, tranquilízate, estoy aquí para ayudarte.

—No soy yo, Toby —dijo ella con un hilo de voz—. Es Graham.

La cara redonda de Toby siempre estaba pálida, pero de repente su piel pareció de papel.

—¿Qué? ¿Qué le ha pasado?

—Ha tenido un accidente. Debe estar malherido, o…

No podía decirlo. Intentó llevar a Toby hacia la puerta, y entonces pensó decirle que esperara mientras ella iba a ver, pero él entendió mal el gesto y la apartó a un lado con una suavidad que más parecía pánico controlado.

—Sé que lo haces con buena intención, Sandy, pero no intentes apartarme de él. Tengo que subir y verlo.

Ella consiguió hablar cuando él llegaba al ascensor.

—No está arriba, Toby. Está en la calle. Se ha caído.

—Pero estaba arriba hace un momento. Sólo he ido a la tienda de la esquina. —La miraba fijamente, y sus ojos se ensombrecieron—. ¿Se ha caído? —dijo con voz estrangulada—. ¿De dónde?

Antes de que Sandy pudiera responder, Toby se escabulló por su lado golpeándose el codo contra la pared, como si temiera que ella pudiera detenerlo. Cogió el pomo de la puerta con ambas manos y dejó caer la bolsa. Se oyó un chasquido de cristal al romperse. Mientras abría la puerta, ella echó a correr tras él. Quería estar a su lado cuando viera a Graham. Pero antes de que pudiera cubrir la mitad de la distancia hasta la esquina, él desapareció y dejó escapar un indescriptible grito de angustia.