Sandy salía a comer cuando vio a Graham Nolan en el pasillo Se acercó a grandes zancadas, y su melena gris reflejó el sol que aquel día brillaba sobre Londres. Sus ojos azules resplandecían, y sus alargadas mejillas y sus carnosos labios estaban arrebolados de entusiasmo.
—Debe de ser algo muy especial lo que te trae por aquí en tu día libre —dijo ella.
—Lo que el mundo necesitaba —anunció él, y la abrazó de manera paternal—. Tienes tiempo para una copa, ¿verdad?
—Pensaba dar una vuelta por el parque.
—Si no me pesaran tanto los años… —suspiró él, encogiéndose de hombros mientras ella le lanzaba un amistoso puñetazo—. De acuerdo, un paseo y luego una copa. ¿Eso te parece bien? Toby pasará a recogerme cuando acabe con sus compras. No irás a permitir que lo celebre solo…
—Supongo que tienes razón. Podemos permitirnos un descanso.
El ascensor descendió cinco pisos hasta el vestíbulo de la Metropolitan Televisión. La moqueta verde era como un césped. Al otro lado de las puertas giratorias, los taxis cargados de turistas de agosto avanzaban lentamente por Bayswater Road. Graham se hizo visera con la mano mientras seguía a Sandy bajo el cielo azul y la mantuvo sobre sus cejas mientras ella lo conducía hacia Hyde Park.
Un hombre con el cráneo enrojecido por un reciente afeitado atraía a la mayoría de los turistas del Speaker’s Corner. Estaba diciendo algo sobre abandonar a alguien en una isla desierta: si no podía sobrevivir, mala suerte. Graham se dirigió al banco más cercano y sonrió a Sandy con gesto de disculpa.
—Me temo que no tengo mucho fondo, enseguida me canso.
—Me debes un paseo —bromeó ella mientras se sentaba a su lado— ya que no puedes esperar para contarme lo que has encontrado.
—Adivínalo.
—Todas las escenas de Orson Welles que fueron cortadas tras el primer montaje.
—Ah, ojalá fuera eso. Ya empiezo a dudar de que llegue a verlas en lo que me queda de vida. Personalmente, me imagino el cielo como la versión completa de Los Amberson en programa doble con Codicia sobre la pantalla más grande que mi cerebro pudiera asimilar —dijo él, mirando con cierta ansiedad a su alrededor: el parque, las niñeras con sus cochecitos, las palomas picoteando migas de pan en los senderos—. Sé que soy un pesado, pero ¿te importaría que fuéramos ya a sentarnos en algún sitio? Me sentiría más a gusto bajo un techo.
Fueron paseando hasta Marble Arch, desde donde la negra corriente de taxis fluía hacia Edgware Road, Oxford Street y Park Lane y casi se perdieron entre la multitud camino del pub. Mientras se enjugaba el sudor de la frente con uno de sus grandes pañuelos, Graham escogió una mesa al fondo del bar. Sandy tomó asiento en el rincón y estiró sus largas piernas, atrayendo miradas de admiración de varios hombres de negocios que masticaban sus bocadillos en la barra.
—No habrás encontrado la película que según tu amigo el americano se había perdido para siempre… —dijo ella.
—La torre del miedo. Pues sí, eso es. Y quería que vosotros dos fuerais los primeros en saberlo. De hecho me estaba preguntando si os apetecería asistir a un estreno privado esta noche.
—¿No llegó a estrenarse?
—Nunca. Ni siquiera en Estados Unidos, aunque mi copia viene de allí, de la cámara de seguridad de un banco. El coleccionista parecía más ansioso de ver crecer su cuenta corriente que de ver películas, bendito sea. ¿Sabes? Sospecho que uno de mis informadores también tenía una copia bien guardada —Graham se arrellanó en la silla como si acabara de terminar una excelente comida y alzó su gin-tonic—. Porque todas mis búsquedas tengan el éxito de ésta, y por qué la próxima pieza no me cueste dos años de trabajo.
—¿Valía la pena invertir dos años en ello?
—Querida —la reprendió Graham, sabiendo que estaba bromeando—, ¿una película inédita de Karloff y Lugosi? Tendría que ser mucho peor que lo más infame que se estrena actualmente para sentirlo, pero te diré una cosa: estuve viendo la primera media hora antes de acostarme, y tuve que hacer un esfuerzo para no dejar la luz encendida.
—¿Pero sólo por…?
—¿Por una película vieja? La obra de un viejo maestro, Giles Spence. Ya es bastante trágico que fuera la última que dirigió. Te aseguro que sabe hacerte mirar atrás. Y creo que vas a quedar profesionalmente impresionada por el montaje. Me muero de ganas de ver esa película con alguien que pueda apreciarla.
—¿No te vale Toby?
—Toby es un encanto, pero ya conoces sus teorías sobre vivir en el presente y todo eso. Espero que no se agobie si viene también Roger, el americano. Lo conociste en mi última fiesta, ¿te acuerdas?
—Charlamos un momento.
—Oh, no seas desconfiada. No me atrevería a tenderle una trampa a la ermitaña de Muswell Hill —dijo Graham, simulando cubrirse por si ella lo golpeaba—. En serio, ¿podrás venir esta noche?
Parecía tan ansioso que Sandy sintió pena por él.
—Iré a cuidar de ti.
Él miró a sus espaldas, probablemente buscando a Toby, pero no se lo veía entre la multitud que se recortaba contra la luz del exterior. En la televisión los anuncios habían interrumpido las noticias de la una. Unas mujeres con delantales y gavillas en los brazos danzaban en un campo de trigo a los acordes de Vaughan Williams, mientras una voz maternal murmuraba: «Semilla de Vida…, simplemente inglés» mientras el mismo texto aparecía en pantalla. A continuación vieron las tomas qué Sandy había estado montando un rato antes para el noticiario: la cadena de policías que obstruía la carretera de Surrey; la caravana errante que los medios ya habían bautizado como «el ejército de Enoch» indignada ante la barrera de agentes; su jefe mesándose las barbas, tan voluminosas como su cabeza, mientras un policía les hacía señales de que siguieran su camino hacia otro lugar; niños asomados a las ventanas de los vehículos mirando a otros niños que les gritaban hippies desde una escuela al borde de la carretera.
—Chivos expiatorios, diría yo —murmuró Graham.
—Espero que la gente comprenda que no son más que eso.
—Lo único que puedes hacer es intentar mostrar la verdad —dijo Graham, sobresaltándose cuando alguien se le acercó.
Era Toby. Acarició la cabeza de Graham al pasar y se apoyó contra la pared junto a Sandy, moviendo sus anchos hombros para aliviar la tensión. Su cara redonda parecía más pálida de lo normal a causa de su espesa mata de cabello rojo. Parecía indignado y tenía los ojos muy abiertos.
—Gracias, Dionisos, por este oasis en la jungla —dijo alzando su copa.
—¿Problemas con los nativos? —inquirió Graham.
—Al menos no con nosotros. Las juventudes hitlerianas casi me tiran bajo las ruedas de un autobús de camino a su cervecería, y dos gnomos en bermudas se me han colado, llevándose la última pasta fresca que quedaba en Old Compton Street. «Mira, Martha, es como la que hacemos en casa. Gracias al Señor que todavía se puede encontrar comida como Dios manda, y no toda esa basura extranjera». Deberían dar gracias a Dios, porque yo cuido mucho las relaciones internacionales.
—Olvídalo, amor. Por cierto, Sandy viene a casa esta noche.
—Va a ser una cena lamentable, te lo advierto. Haré lo que pueda con las cuatro cosas que he conseguido rescatar de la recepción.
—Con vosotros dos ya hay fiesta suficiente —dijo Sandy alzando la voz para tapar a uno de los hombres de la barra, que se había puesto a contar un chiste sobre gais y el SIDA. Estaba pensando que quizá no se había fijado en las personas que lo rodeaban cuando él y sus amigos se quedaron mirando a Graham y Toby con descaro y prorrumpieron en carcajadas.
—Creo que es mejor que nos vayamos a casa, antes de que me ponga de mal humor —dijo Graham.
—Como quieras —repuso Toby con los labios apretados y las mejillas encendidas. Sandy se dio perfecta cuenta de que se estaba conteniendo para no decirle algo al charlatán. Empujó a sus amigos hacia la salida cuando el grupo de hombres se volvió, siguiéndolos con la mirada. Sus ojos se encontraron con los del chistoso a través del espejo de la barra. Su cara estaba colorada como un tomate.
—Debe usted de tener muchos problemas de personalidad… —le espetó al ver su sonrisa autosuficiente.
—Nunca he podido soportar ni a los maricas ni a las feministas —dijo a uno de sus compadres torciendo la boca.
—Entonces debe soportarse muy mal —dijo Sandy con una sonrisa compasiva.
Él comprendió el comentario más rápido de lo que Sandy esperaba y se revolvió en su taburete agachando la cabeza como un toro que sale al ruedo. Ella ni siquiera necesitó imaginárselo embistiendo para darse cuenta de lo absurdo de la situación. Sacudió la cabeza con gesto decepcionado y apremió a sus amigos a salir del pub.
—Tú ocúpate de que Graham pueda disfrutar de su triunfo —dijo a Toby mientras le daba unas palmaditas en las mejillas, rojas de indignación.
—Disfrutaremos más compartiéndolo contigo —respondió él, y tomó a Graham de la mano mientras se dirigían hacia el parque.
Sandy se quedó un momento junto a la Metropolitan mientras ellos desaparecían por Speaker’s Corner. El hombre del cráneo afeitado seguía gesticulando, pero lo único que parecía salir de su boca era el ruido del tráfico. Un vagabundo, o quizás un montón de basura, se movió ligeramente detrás de un banco mientras Graham y Toby llegaban a la entrada del aparcamiento subterráneo. Justo antes de desaparecer por la puerta, Graham miró hacia atrás fugazmente, pero a Sandy no le pareció que la buscase a ella. Estaba intentando ver qué había hecho volverse a Graham cuando se topó con Lezli, que salía de la Metropolitan.
—¡Socorro! —exclamó Lezli.