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Al final el dolor se hizo insoportable, pero no durante mucho tiempo. A través de la neblina que la rodeaba, creyó ver los campos y a los espectadores que bailaban celebrando su dolor. A su alrededor, se agolpaba la gente con la que había crecido, desde los viejos que la habían mecido sobre sus rodillas cuando era pequeña hasta los de su misma edad, con los que entonces solía jugar; pero ahora sus rostros eran perversamente jubilosos, como las gárgolas de la capilla que se recortaba tras ellos. Se mofaban de ella y alzaban sus hijos por encima de sus cabezas; los sentaban sobre sus hombros para que vieran mejor, de modo que quedaban prácticamente a su misma altura. Parpadeando entre un mar de lágrimas podía ver las caras que se arracimaban a sus pies. Mientras intentaba ver el rostro de su marido, rezaba para que no tardara en llegar y cortar sus ligaduras antes de que el dolor fuera aun peor.

No podía verlo, y tampoco podía gritar su nombre. Alguien le había introducido una mordaza en la boca, tan profundamente que su herrumbroso sabor apenas la dejaba respirar. Ni siquiera podía rogar a Dios en voz alta que dejara de hacerle sentir la lengua, que sentía hinchada contra los dientes. Entonces sus sentidos, que habían estado luchando todo el tiempo para olvidar lo que le había sucedido, volvieron a despertar, y recordó que no había tal mordaza y que su lengua no podía ser lo que sentía como un bocado de brasas ardientes abriéndose camino en el interior de su cráneo.

Por un instante su mente saltó fuera del alcance de su voluntad y recordó todo. Su marido no iba a salvarla, incluso aunque hubiera podido gritar su nombre en vez de emitir aquel quejido que tan poco se parecía a su voz. Había muerto, y ella había visto el demonio que lo había matado. La multitud que se arremolinaba a sus pies deleitándose en su tormento creía que la ejecutaban por haberlo asesinado, pero había un hombre que sabía que eso no era cierto.

Lo sabía tan bien que había hecho que le arrancaran la lengua aparentando simplemente estar cumpliendo la ley.

La niebla la envolvía y las expresiones de regocijo parecían acercarse a ella a través de tinieblas cada vez más espesas. Una vez más se dio cuenta de la desesperación con que su mente deseaba escapar. Ya no era simplemente una dolorosa neblina, era el calor de las llamas que comenzaban a lamer su cuerpo. Volvió a emitir aquel extraño quejido, más fuerte esta vez, y se debatió salvajemente por escapar. La turba rugió enardecida por sus lamentos o quizá para animarla a que pusiera más entusiasmo en el espectáculo. Entonces, como si Dios hubiera respondido a la plegaria que ella era incapaz de pronunciar, sus esfuerzos o el fuego soltaron sus ataduras y sintió que su cuerpo se proyectaba hacia adelante. Sus cabellos estaban ardiendo. Mientras se arrastraba fuera de la hoguera retorciéndose sintió que la sangre comenzaba a hervir en sus venas.

No llegó muy lejos. Unas manos anónimas la agarraron y volvieron a arrastrarla hacia el poste. Ella sintió como su vida escapaba hacia la tierra a través de sus carbonizadas piernas. Las manos volvieron a atarla con mayor firmeza y la levantaron para depositarla en el centro de la hoguera. En el momento en que su cerebro se incendiaba pudo ver al hombre que la había condenado, mirándola desde su torre. El rostro del demonio que había matado a su marido era una repulsiva caricatura del hombre de la torre.