Esta novela parte de un hecho histórico: la construcción del puente de Besalú a principios del siglo XI.
La escasa, por no decir prácticamente inexistente, documentación sobre las obras del primer puente de Besalú, el del siglo XI, hace que no pueda conocerse el nombre auténtico del autor, del maestro de obras, pero sí que se puede asegurar, según las fuentes consultadas, que el autor de aquel puente, el pontífice —«el que hace el puente»—, habría podido ser con gran probabilidad un constructor de la región italiana de la Lombardía, tal como se da a entender en la novela. Sobre todo por la abundante presencia de estilo lombardo en la mayoría de las diferentes partes de la construcción, y porque durante los siglos posteriores esta manera de construir se extendió no sólo por otros puntos de Besalú, sino también en todo el territorio catalán, en el que dejó muestras lo bastante significativas.
La manera de construir y las apreciaciones arquitectónicas de la época son ciertas y así están documentadas. Los nombres y las situaciones son ficciones creadas por el autor. La ficción permite también al autor tomarse la licencia de hacer que convivan personajes muy alejados en el tiempo, que difícilmente llegaron a coincidir, como es el caso del médico judío David del Catllar, anterior a esta época y familiar directo de Abraham del Catllar, una de las eminencias médicas judías que dos siglos más tarde prestaría sus servicios al rey Pedro III.
Con respecto a los hechos que se narran en la novela, algunos de ellos son verídicos y están documentados, mientras que otros son inventados. El archivo de Olot da testimonio de que Besalú contrató los servicios de Pedro Baró, maestro de obras de Perpiñán, para reconstruir el puente en 1316. Juan de Roure era un pañero conocido y reconocido por sus paños en Besalú y en una infinidad de lugares en el siglo XIV, pero no tenemos ninguna constancia de que la ciudad de Besalú le pidiera que se pusiera en contacto con el constructor. Es una invención del autor.
Las torres del puente se edificaron hacia 1385, y forman parte de las obras de fortificación que ordenó el rey Pedro III el Ceremonioso. Aparecen en el proyecto de Primo Llombard porque el autor cree que son necesarias para la trama de la novela.
El llamado estilo románico no hace otra cosa que imitar e interpretar la arquitectura romana, con medios por lo general más modestos. La arquitectura romana disfrutaba de un prestigio enorme, y las obras de ingeniería romanas, como es el caso de los puentes, también. Aunque las construcciones románicas y romanas compartían lo esencial, había matices que las diferenciaban. La discusión entre Primo Llombard, el maestro de obras, y fray Florencio, el camarero del abad, es una manera de escenificar estas diferencias de criterio. El año 1010, Bernardo Tallaferro acude a la llamada del conde de Barcelona, Ramón Borrell, para llevar los estandartes catalanes hasta el corazón del imperio árabe, en Córdoba. La verdad es que fueron todos los condes —también el de Besalú y el de Empúries, aunque años más tarde se enfrentaran—, nobles y obispos catalanes, contratados inicialmente como mercenarios a favor de una de las facciones que pretendían el califato. Si bien es cierto que los cruzados se llevaron un botín formidable, el hecho histórico es mucho más relevante por el cambio de situación geopolítica que acarreó: los cristianos pasaron de tener que pagar tributos a Córdoba a imponerlos —las parias— a los nuevos reinos de taifas. Esto significó la acumulación de riquezas en oro por parte de las clases dirigentes cristianas, y los condes pudieron acuñar moneda propia, algunas de oro, siguiendo el patrón cordobés: los famosos mancusos. Un dinero que en el caso del condado de Besalú se invirtió en obra pública. La construcción del puente alrededor del año 1060 se enmarcaba dentro de estos planes condales de ampliar la inversión en infraestructuras civiles y militares.
En el siglo XI, la mayoría de las calles de Besalú no tenían nombre. Por eso los nombres de las calles de la novela son modernos, a excepción del de Rocafort, que está documentado ya en la época condal, en la cual transcurre la obra. El autor ha decidido utilizar los nombres actuales para ayudar a situar mejor la acción. Por ejemplo, la calle del Portalet —al final de la cual el autor ha situado ficticiamente el burdel— en el siglo XV tenía dos nombres: a una parte de la calle la llamaban «calle del hospital», y a la otra «calle que baja de las cortadoras» o también «calle que baja al portal de Closes». En los documentos, a las calles se las menciona como una «calle que pasa por allí» o «que va a tal sitio» o «a casa de cual».
La presencia de la comunidad judía en Besalú está documentada a partir del siglo XIII. El año 1264, por ejemplo, Jaime I el Conquistador otorga privilegios para la construcción de la sinagoga. Se sabe, no obstante, que en el siglo XI —en cuya primera parte se sitúa la novela— ya había judíos en Besalú. Según la información y los expertos consultados, es muy probable que los judíos estuviesen organizados, tal como se explica en la novela, y que por tanto desarrollaran su vida alrededor de los baños de purificación —el micvé— y del recinto sagrado y de reunión —la sinagoga—, bajo los auspicios de la aljama.
Tanto los baños como la sinagoga son vestigios de la cultura judía que todavía son visibles en Besalú, como también la calle Rocafort y la estructura de la judería. La leyenda de la menorá, el candelabro sagrado de siete brazos, y su paradero se remonta a siglos atrás, y el autor ha querido recuperarla para la acción de la novela. La tradición hebrea sitúa la menorá en el Vaticano, si bien la Santa Sede nunca ha reconocido que cuente entre sus tesoros con esta venerada joya judía. Lo que no existe, se trata de una mera invención, es el camino de los judíos, la galería subterránea que atraviesa el río Fluvià por debajo.
El hospital de Sant Julia, tal como se conoce, fue fundado por el monasterio de Sant Pere de Besalú a finales del siglo XII o en los primeros años del siglo XIII. Esto no impide que en el siglo XI el monasterio tuviera una xenodoquia (un edificio o una estancia destinada a ofrecer refugio temporal a peregrinos y vagabundos).
Los remedios populares que aplica el brujo son auténticos, se utilizaban en aquella época y en esa zona de Cataluña (la Garrotxa y la Alta Garrotxa). Lo que el autor desconoce es si son efectivos o no. También están documentadas en este periodo creencias populares tales como los poderes de la Vera Cruz o ciertos rituales para pedir permiso a las divinidades paganas, como los dioses de los ríos o númenes, para librarse de un peligro o para que la empresa que se comenzaba llegase a buen puerto. Lo que es una invención absoluta del autor es que hubiese unos animales parecidos a los queirons viviendo en los bosques de la zona.
Las recetas de cocina de la comida medieval y de la comida kosher judía son auténticas, fruto de la recuperación de esta tradición culinaria que han llevado a cabo algunos estudiosos de nuestro país.
La leyenda de las mujeres de agua alrededor del lago de Banyoles, en el Pla de l’Estany y en localidades de su entorno, está documentada y forma parte de la tradición popular.
El concilio de Girona se celebró, en efecto, el año 1068, presidido por el delegado del Papa, el obispo Amat de Oleré, quien tuvo que hacer frente a las críticas de los obispos convocados en aquella sesión. Tal como recoge la novela, tuvo que acabarse en Besalú, porque el delegado enviado por Roma se vio obligado a huir a toda prisa y estuvieron a punto de matarlo. El conde Bernardo II de Tallaferro ofreció la localidad de Besalú para que pudiera finalizarse el concilio.
El asedio no es histórico ni real, pero la rivalidad entre el condado de Empúries y el de Besalú sí que existió, y las diferencias se dirimieron más de una vez a golpe de espada. No obstante, no hay constancia documental de que existiese complot alguno como el que se narra en la novela.
Besalú, noviembre de 2006.