Introducción

El 30 de abril de 1316 había muchos nervios en casa del notario. La excitación y la agitación eran provocadas por la familia De Roure. Estaban deseosos de confirmar los pactos matrimoniales entre la segunda hija, Agnes, y Bernardo, el heredero de la rica y prestigiosa familia Rec de Banyoles. Tortosa de Rec, el patriarca, había sabido crear un linaje de los más honorables de la diócesis de Girona. Los Rec tenían nombre y reconocimiento entre los círculos políticos, económicos y sociales, sobre todo gracias a los negocios mercantiles, actividad que les había abierto muchas puertas. Unas buenas perspectivas que, a partir de ahora, también se abrirían a la familia De Roure.

Juan de Roure era la viva imagen de la satisfacción. Él, que venía de una pequeña casa de labranza situada en una parroquia cercana a Besalú y que había tenido que ganarse la vida trabajando como un burro de noria, estaba orgulloso. Y precisamente ahora, años después, se enorgullecía aún más, viendo cómo su negocio de paños de la calle Canó le había procurado nombre y fortuna, pudiendo asegurar el futuro de su querida hija. La hija mayor, Juana, hacía ya dos años que se había casado, y bien casado, con Berenguer de Trulls, el hijo de uno de los notarios más famosos de la comarca. Se le veía satisfecho, y todo aquel que se lo encontraba lo felicitaba. La popularidad del pañero entre los diversos estratos sociales de la veguería era tan grande que su clientela no paraba de crecer. Tanto era así que al día siguiente mismo de haber pactado, frente al notario, el casorio de su hija, le llegó un encargo cuando aún ni siquiera había abierto las puertas de su negocio.

—Ya voy… ¡Ya voy! ¡Qué prisas! Un momento, que aún no he abierto.

Llamaban a los portillos con insistencia, con golpes cargados de prisa. Juan de Roure se acababa de lavar y vestir y había bajado a la cocina para desayunar un poco antes de emprender otra jornada: un trozo de queso, un mendrugo de pan y un poco de vino.

Abrió y se encontró con Ramón de Sales, uno de los miembros del Consejo de la Villa, resoplando y con los cabellos adheridos a la frente por el sudor.

—¡Buenos días, Ramón!

—Dios os guarde, señor De Roure.

—¿Qué queréis? ¿A qué tanta prisa? Entrad, entrad. Estaba acabando de desayunar, si queréis acompañarme.

—No, gracias, pero he de hablar con vos, enseguida.

Y cerró la puerta de golpe.

—¿Qué es eso tan importante que no puede esperar a la hora de abrir?

—Precisamente he venido antes de que abrierais, señor, para que no nos moleste nadie —dijo el miembro del Consejo en un tono de voz inusualmente bajo—. Si me permitís un poco de agua para aclararme la garganta…

Y se sirvió un vaso de una jarra que había en la mesa, al lado de la tabla de embutidos.

—Vos diréis, Ramón, ¿en qué puedo ayudaros?

—Antes de nada, dejadme que os felicite por la boda de vuestra hija. La afortunada se llama Agnes, ¿verdad?

—Sí, así es, a partir de ahora Agnes de Rec. —Y Juan de Roure se llenó la boca con el nombre de la que era la niña de sus ojos—. Aunque os lo agradezco, seguro que no habréis venido con tantas prisas sólo para darme la enhorabuena, supongo.

—No, maestro De Roure. Vengo por otro asunto que nos urge mucho. Acabamos de recibir el privilegio real del rey Jaime II para reconstruir el puente. Ya sabéis que es necesario actuar enseguida después de la serie de desgracias que ha sufrido: terremotos, riadas y alguna inoportuna crecida del Fluvià que ha hecho más mal que bien a una estructura que ya estaba muy dañada. El puente es un elemento básico para el buen funcionamiento de la Villa, y el buen rey Jaime ha reconocido el derecho de rehacer el puente y ha concedido a Besalú el poder de recaudar los impuestos reales.

»Podrán imponerse a todo aquel que quiera pasar a pie, a caballo, cargado o sin carga. La concesión de este derecho es por diez años. Un dinero que se destinará a la misma construcción del puente. La villa no se quedará ni un gramo de oro ni de plata, todo será para financiar las obras, el rey lo ha dejado bien claro. Si se enterase de que alguien se enriquece con ese dinero, nunca le dejaría disfrutarlo, porque ya ha amenazado —y levantó un dedo señalando al cielo— con que lo haría perseguir, le cortaría las manos y lo haría ahorcar.

—Coño, qué genio el del rey Jaime II… Ramón, os agradezco mucho que me hagáis saber esta buena nueva para nuestra Villa. Pero ¿queréis decirme qué queréis de mí? ¿Quizá venís a encargarme los ropajes de los trabajadores de las futuras obras?

Y no pudo reprimir una ruidosa carcajada.

—No, maestro Roure —medio sonrió nervioso—. Tengo entendido que viajáis a menudo hasta Perpiñán para hacer tratos con otros pañeros y cuidar vuestro negocio. Según mis informaciones, por lo que sé, tenéis muy buena clientela en aquellas tierras. ¿No es así?

—Así es. Pasado mañana parto. No es un secreto que gracias a mis esfuerzos, la venta y distribución de paños me ha permitido ofrecer un producto de calidad a la par que asequible para todos los bolsillos. Y cuando digo todos quiero decir desde el más agujereado hasta el más forrado. En Perpiñán tengo muy buenos clientes, sí. Allí encuentro buenos proveedores de género y buenos compradores.

—Y yo lo celebro, señor, y que muchos años dure… Pero el caso es que en Perpiñán hay uno de los mejores constructores y maestros de obras que se conoce. Pedro Baró es maestro de puentes de la villa de Perpiñán y pensábamos que tal vez vos podríais encontrar la manera rápida y directa de contactar con él gracias a vuestras amistades y relaciones.

—Si es tan importante y conocido como decís, estoy seguro de que las personas con quien tengo tratos podrán darme fácilmente referencias para poder encontrarlo.

—Ojalá sea así —contestó el consejero.

—¿Y qué debería hacer o qué debería decirle? —preguntó intrigado Juan de Roure.

—Necesitaríamos que le comunicarais el interés del Consejo Municipal de Besalú para disponer de sus servicios tan pronto como le sea posible —metió una mano dentro del chaleco y extrajo un sobre sellado— y que le dieseis esta carta.

—¿Qué se dice en ella, si puede saberse?

—Aquí —explicó, cogiendo el documento con dos dedos— están las condiciones que le ofrece el Consejo, unas condiciones lo suficientemente golosas para que el maestro Baró no pueda rechazarlas.

—Me habéis puesto la miel en los labios. Hasta yo estoy tentado de abrir esta carta para saber qué le espera al constructor.

—Debéis perdonarme, pero tenéis que entender que no os puedo dar esos detalles. Sabed sólo que dispondrá de todo lo que necesite para las obras, que tendrá una residencia fija durante su estancia y que lo esperamos con los brazos abiertos en cuanto reciba esta carta que ahora os doy y que confío en que le haréis llegar.

—No os inquietéis. Marchaos tranquilo, Ramón de Sales, que en un santiamén tendréis al insigne maestro de obras presentando las credenciales frente al mismo Consejo Municipal.

Un apretón de manos entre los dos hombres sirvió para que el consejero se quitara un peso de encima. Juan de Roure, sin embargo, no acababa de ser consciente de la responsabilidad que el Consejo depositaba en su persona y en su viaje a Perpiñán.

Besalú, 17 de diciembre de 1316.

Ardía en deseos de abrir el libro. Una vez se hubo puesto de acuerdo con los procuradores de las obras del puente. —Bernardo de Prat, Bernardo Albert, Arnaldo de Guillermo de Banc y Arnaldo de Vallabrica—. Pedro Baró sólo tenía una cosa en la cabeza: leer de una sentada, de la primera página a la última, el libro que le habían facilitado. Era un manuscrito anónimo datado hacía más de doscientos años cuya autoría se atribuía al hijo del primer constructor del puente, que aparecía como uno de los personajes principales de la historia, y que lo habría escrito hacia el final de su vida para dejar constancia de todo lo que había rodeado la obra de su padre.

Los procuradores le dijeron a Pedro que habían pensado que tal vez encontraría interesante saber qué había pasado con la estructura original que se levantó en la época condal. Unos documentos que hasta entonces habían estado guardados en el monasterio de Sant Pere.

Sin tiempo para deshacer el escaso equipaje que llevaba (total, sólo tenía que quedarse una semana, el tiempo justo para distribuir las tareas), nervioso y con ganas de aprender, Pedro Baró se dispuso a devorar aquel pliego de pergaminos. Un tratado que habría de aportarle nuevos conocimientos, tanto sobre el condado de Besalú como sobre la manera de construir. Aquellas páginas contenían una historia llena de traiciones, de ambiciones, de venganzas, de estrategias políticas, de muerte, de amor.