Epílogo

Pedro Baró pasó la última página del manuscrito y cerró el cartapacio de piel que contenía aquellos legajos. Le brillaban los ojos, y sus labios dibujaban una sonrisa. Asimilaba todo lo que acababa de leer. Pero estaba convencido de lo que debía hacer. Aún seguía fascinado por toda la historia que rodeaba a aquella estructura ahora medio derruida por las inclemencias de la naturaleza, o bien de otro origen diferente, en las que pensó mientras se levantaba de la silla y se dirigía hacia la ventana para contemplar el puente.

También él había sido hasta entonces un incrédulo, un hombre con los pies firmemente anclados en el suelo, que nunca había prestado demasiada atención a las historias de brujería, de ensalmos y maleficios.

Maestro de obras de reconocido prestigio y reputación, Pedro Baró repetiría el ritual que hacía trescientos años Tafaig había enseñado a Primo Llombard. Una liturgia pagana para asegurar que sus obras llegasen a buen puerto. Quería dispensar a aquellas aguas el respeto que había aprendido que debe tenerse hacia cualquier elemento de la naturaleza, y con más razón aún hacia uno tan primordial como éste. El agua, que es el fluido de la vida; el agua, que hace posible la regeneración, la transformación, el cambio de todo un pueblo. Tal vez sea por esto por lo que todo el mundo desearía controlar una fuerza con tanto poder y que genera tanta vida o que puede acarrear tantas desgracias. Pedro Baró había entendido que, si respetaba la naturaleza y expulsaba los malos espíritus que pudieran crecer en aquellas aguas, sus obras nada tenían que temer.