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Joel o el futuro

¡La tengo! —gritó Joel muy contento, levantando triunfal el brazo con que sostenía la estaca, con la cual acababa de atravesar aquella reluciente carpa.

El pez se retorcía, meneaba la cola y boqueaba con desesperación en busca de aire. Un aire que se llenó de los gritos y las risas de los demás niños, los cuales se le habían acercado jaleándole mientras arrojaban sus lanzas improvisadas, unas simples ramas de pino bien afiladas. Era habitual que la chiquillería bajara al río para intentar ensartar algún pez con aquellos arpones que ellos mismos se fabricaban.

Las felicitaciones estaban justificadas, porque les costaba mucho acertar y pescar alguno. Los peces eran más ágiles que aquellos aprendices de pescadores. Ellos le ponían voluntad, pero aún les faltaba la pericia necesaria para adivinar la trayectoria del pez. El rapazuelo corrió ligero y orgulloso a casa con su captura. Subió el bancal de la orilla y cruzó el puente corriendo. A aquellas horas estaba bastante transitado, y a la altura del portal, en la entrada, tuvo que esquivar a un par de personas que acarreaban unos voluminosos fardos. Se los descargaban de la espalda para pagar los tributos antes de entrar en la ciudad. El chico prosiguió su camino y atajó por un callejón en cuesta que ascendía en paralelo a la muralla. Jadeaba por el esfuerzo por el peso del pez. Llegó sudado y con la cara roja, pero reconstituido por el mero hecho de llevar consigo aquella carpa ufana aunque ya sin vida. Llamó a la puerta con los nudillos y se la ofreció a su madre.

—¡Mira qué pez, madre! —Joel mostró su trofeo con satisfacción—. ¡Lo he pescado yo solo!

—¡Cariño mío, serás un gran pescador! —le dijo Jezabel con los ojos brillantes de orgullo. Le cogió el pez de las manos, abrazó con ternura a su hijo y le dio un beso en la cabeza—. Ven, corre, entremos, se lo enseñaremos a tu padre y nos lo comeremos para cenar.

El padre de Ítram, el maestro de obras Primo Llombard, había concluido los trabajos que le habían encargado para el condado de Besalú, y después le había traspasado las herramientas a su hijo. Ahora vivía retirado en una masía en las afueras de la capital, donde llevaba una vida similar a la que había dejado atrás en su granja de Siena, pero con una nueva ilusión: ver crecer a su nieto.

Sí, Jezabel e Ítram se habían casado, como muchas otras parejas que habían llevado en secreto su amor durante aquella época.

Las relaciones entre judíos y cristianos en Besalú cambiaron mucho después del asedio. Y cambiaron para mejor. Tanto, que las puertas que cerraban la judería habían sido desmontadas; el barrio se integró en el conjunto de la ciudad, y el respeto ha sido la única ley que ha regido durante los últimos años. Ojalá que más adelante no se rompa la armonía que hace ya unos cuantos años que nos acompaña.

Ojalá que este puente entre nuestras dos comunidades pudiera extenderse a otras comunidades en otros puntos de la geografía de este país y de otros. Del hecho de que esta concordia y tolerancia se mantengan instaladas entre los habitantes del condado depende el futuro de nuestros hijos.

Besalú, 6 de mayo del año 1075 del Señor.