La liberación
El lejano rumor de la batalla y la humareda que se veía de lejos daban fe de que el conde de Empúries había decidido levantar el asedio y atacar Besalú. Después de la última vuelta del camino, tras un bosque de pinos y encinas, apareció ante los ojos de Ítram y Simón una imagen impresionante. Paredes enteras de la muralla derruidas por la acción de las catapultas, varias columnas de humo negro como el hollín que salían del interior del castillo. Se oían tambores de guerra, pero los latidos del corazón de Ítram sonaban aún más fuerte.
—Ojalá no lleguemos tarde —se dijo para sí.
Al ver aquella situación, el comandante hizo una señal al sargento mayor, y se impartieron órdenes a las primeras filas del ejército para que avanzaran enseguida. Las huestes de la Santa Sede no sólo tenían una aureola divina, sino que estaban revestidas de una dignidad que su sencilla vestimenta, blanca y plateada, aún enaltecía más. El ejército santo se encomendó al Altísimo.
—¡Qué Dios Nuestro Señor esté con nosotros y que nuestros santos patrones nos asistan! —gritaron.
Se santiguaron aprisa y espolearon a sus monturas hacia la batalla. La segunda línea formaba ya y se preparaba para atacar justo después de la primera carga. Las tropas de Empúries ni siquiera se percataron de la primera acometida. Estaban tan absortas e inmersas en la incursión al condado por el lado del río, que no vieron que se les venía encima toda la caballería del ejército papal hasta que sintieron en sus carnes la carga más feroz que se hubiera visto jamás. Los soldados del Pontífice irrumpieron brutalmente en las líneas de los de Empúries y les rompieron los esquemas. Cortaban cabezas y brazos de los adversarios y descuartizaban con precisión los cuerpos como quien despeja un camino. Con un par de incursiones tuvieron suficiente para reducir a un montón de carne y chatarra a los hombres que formaban parte de aquel destacamento. La segunda fase consistió en dirigir su fuerza contra el grueso del ejército de Hugo de Empúries, que hacía horas que se concentraba en intentar derruir una parte de las murallas para entrar en la capital. El ataque de las tropas de la Santa Sede vino por el flanco derecho, y los de Besalú, al ver la llegada de refuerzos, respondieron con mayor energía y convencimiento. Primero desde detrás de las murallas y después saliendo a la carga por segunda vez consecutiva. En esta ocasión, sin embargo, con la seguridad de que no tendrían que retroceder pies para qué os quiero, puesto que el ejército del Vaticano llegaría allá donde ellos no pudieran. Las tropas de Empúries se batían en retirada a la desesperada, y ni siquiera se detenían para llevarse a los heridos que yacían dispersos por el campo de batalla. Menos aún lo hacían para recoger a sus muertos.
Ítram entró al trote por el portal de Bell-lloc. Hasta donde le llegaba la vista sólo veía destrucción: casas hundidas y personas heridas. Y en la cabeza un solo pensamiento: Jezabel.
—¡Ítram, hijo! —oyó que le llamaba su padre.
Hizo volverse al caballo en redondo y lo que vio le horrorizó. Saltó de la montura y se encontró a su padre con una espada en las manos y con la ropa desgarrada y ensangrentada.
—Padre, ¿estáis bien? —le preguntó sacudiéndole por los hombros.
—Sí, estoy bien, hemos resistido, ¿y tú? Veo que has conseguido volver sano y salvo, y con este ejército. —Señalaba con la espada hacia el campo de batalla—. Lo sabía. —Y se le abrazó—. Estoy muy orgulloso de ti, hijo.
En aquel momento, Ítram vio que su padre tenía una herida que no dejaba de sangrarle en el hombro izquierdo.
—Padre, ¡estáis herido!
—Ah, sí, esto del hombro. No es nada, un rasguño…
—Quiero que os vea un médico, enseguida.
—Está bien, está bien, pero primero tenemos que ayudar a reconstruir todo esto —le aseguró mientras se tocaba donde tenía la herida, disimulando un gesto de dolor—. Piensa que el pueblo está deshecho, pero contento por haber aguantado el asedio.
—¿Hay alguna zona más castigada que otra?
—No estoy seguro. He oído decir que la parte más cercana al río y a las obras del puente, más desprotegida, lo ha pasado muy mal…
—¿Pero esa zona no está en pleno barrio judío?
—Sí, los judíos lo han tenido más complicado. He oído que aquel médico judío, David del Catllar, no daba abasto. Han tenido más bajas. Piensa que la lluvia de fuego y piedra que han arrojado sobre Besalú ha sido terrible y que…
—Tengo que irme, padre. Cuando vuelva os llevaré al médico, para que os cure ese brazo.
Sintió tener que dejar a su padre con la palabra en la boca, pero lo que le explicaba le hacía temer lo peor. La casa de David del Catllar era la casa de Jezabel.
Corrió por aquellas callejuelas que un día le vieran pasear con un cántaro en las manos junto a Jezabel. La devastación del barrio daba pena, pero no había nadie. Al único que vio fue a un hombre que iba cojo, y le preguntó dónde estaban los demás. Era mudo, no podía hablar, se limitó a levantar la mano y a señalar con un dedo tembloroso la calle que conducía a la sinagoga.
Del templo salían gritos y lamentos. Entró con el corazón en un puño. El lugar se había convertido en un hospital improvisado, con un montón de personas quemadas y heridas que se retorcían de dolor sobre unos jergones que cubrían el enlosado rojo de la sinagoga.
La vio al final de una fila de heridos. Allí estaba, agachada, aplicando unas curas a una mujer. Se quedó parado y se echó a llorar. No pudo evitar llamarla:
—¡Jezabel!
Echó a correr hacia ella, mientras la joven levantaba la cabeza, asustada por aquel grito. Se puso de pie y al verlo abrió los brazos para recibirlo. Él recordaría toda la vida aquel abrazo en medio de tanta desgracia. Su calor lo reconfortaba. Y el de él a ella. Había vuelto a casa. Amaba a aquella mujer a la que sostenía entre sus brazos. Se miraron a sus llorosos ojos y no se dijeron nada. No era preciso. Ya tenían cuanto necesitaban. Un beso largo y con sabor a fresa.
El conde de Besalú esperaba al Pontífice para besarle el anillo, pero cuando vio que el que subía hasta el castillo para presentarse ante él no era el papa Gregorio VII, sino su delegado, se sorprendió.
—Dios sea con vos… —dijo el conde, confundido.
—No me esperabais a mí, ¿verdad que no?
—No. Pero a fe mía que vuestra llegada ha sido providencial, nos ha salvado de las garras de Empúries. Nuestro Señor y la Santísima Vera Cruz nos han guiado a todos en esta misión.
—Tenéis razón. Primero pensé en convocar las huestes de la casa de Barcelona y del conde de la Cerdanya, vuestros aliados naturales, para ayudaros a hacer frente al ataque. Pero luego comprendí que no había tiempo que perder. De hecho es una misión que aún no ha concluido.
—Pero ¿cómo? ¡No pretenderéis salir a perseguir a las tropas de Empúries!
—No, estimado conde, lo único que quiero es acabar aquello que comencé en Girona.
—¿A qué os referís?
—Al concilio. Ahora soy yo el que solicita vuestra ayuda.
—Estoy a vuestra disposición.
—Necesito cerrar un asunto pendiente. Me he visto obligado a suspender el concilio que me había traído a Girona. Hay posiciones enfrentadas y visiones irreconciliables en la manera de vivir la fe cristiana desde el interior de la Iglesia. Y además, según lo que me han explicado vuestros jóvenes y valientes emisarios, existe una conspiración para asesinar al Papa o a mí. Como Su Santidad no ha venido a causa de una enfermedad, habría sido a mí al que habrían matado. Por tanto, quisiera acabar aquí el concilio para redactar las conclusiones.
De modo que así fue como se reanudó el concilio en Besalú. Roma pudo hacer limpieza y purgar la Iglesia de obispos que habían cometido faltas graves, simonía y concubinato. Lo más significativo fue la excomunión del obispo de Narbona, Guifredo, y las diferentes y severas sanciones impuestas a los abades de los monasterios del condado que habían incurrido en las mismas faltas. Por una parte, el conde Bernardo II se granjeó no pocos enemigos, pero por otra, tanto él como el condado de Besalú resultaron fortalecidos por su papel de anfitrión, y quedaron muy bien vistos y en muy buena posición a los ojos de la curia vaticana. A las puertas de Besalú, y antes de partir hacia Roma, el obispo Amat de Oleró volvió a recibir muestras de sincero agradecimiento por parte del conde y de sus súbditos, por no haber dudado en poner las tropas del Papa a disposición de Besalú.
Unos cuantos días después de que se marchara la delegación vaticana, Damián, el aguador, se entregó al sayón y confesó su traición ante los hombres del conde, que lo apresaron y encarcelaron. Los remordimientos lo carcomían por dentro, y más después de haber visto lo que había provocado. Mientras el aguador estaba en el calabozo, el pueblo entero arrimó el hombro para que Besalú recuperara su fisonomía. Se necesitaron unos cuantos meses, medio año largo, para reconstruir todo lo que había quedado maltrecho y todo lo que se había perdido durante el asedio y la batalla. Había una tarea, no obstante, que ya no podía esperar más, y por ello las obras del puente se reemprendieron casi al mismo tiempo que los trabajos de reconstrucción del pueblo.
Y se terminaron en un tiempo récord, extraordinariamente rápido. En tan sólo tres años se dieron por acabadas. Primo Llombard recibía las felicitaciones del conde, del abad y del obispo, mientras se paseaban por la calzada central del puente.
Después bajaron hasta la orilla del río para comprobar el acabado de la obra. Hacía pocos días que se le había dado el toque final. Fue el día en que se acabó de instalar la puerta abatible, en la torre central. Estaba formada por seis barras de hierro, cada una de las cuales acababa en una afiladísima punta de acero. Se subía y se bajaba en vertical con ayuda de unos tornos de madera que tiraban de las correas de las poleas, que los miembros de la guardia del puente se encargarían de trajinar, arriba y abajo, según lo requiriera la defensa del condado. El día de la bendición, y para que todo el mundo pudiera pasearse sin miedo y con la tranquilidad de que la puerta no se les caería encima, unos operarios se afanaron en izarla y calzarla en la parte superior. Ya la bajarían por la noche, para que el condado quedase cerrado y fortificado. Y nunca más indefenso.