El principio del fin
Los hombres de Matamala se habían adelantado a los soldados de Besalú, que desde las almenas mantenían a raya al grueso del ejército de Empúries sin dejar que las líneas enemigas se acercasen a las murallas. Tenían la intención de acceder al interior del castillo por una entrada subterránea que les había explicado el aguador. Una vez dentro, abrirían las puertas para que el ejército ocupara hasta el último rincón de la fortificación. Pero para poder conseguirlo, antes tenían que pasar por aquel camino infernal y esquivar aquella lluvia que quemaba. Les tiraban aceite hirviendo, pero para intentar avanzar, echaban tierra sobre el aceite para así poder continuar caminando y no escaldarse los pies. Maniobra que debían realizar con los escudos levantados para cubrirse también de las flechas que desde lo alto de las murallas les disparaban los arqueros. Artan de Corçà, Juan de Borredà, Francisco de Franciac y Gilberto de Ermedàs rodeaban a Marcial Matamala con el fin de protegerlo. Un caparazón reforzado que escapaba del fragor infernal de la batalla de piedras y saetas que sobrevolaban sus cabezas. Intentaban escabullirse y entrar en la fortificación desde otro lado de la colina, por uno de los puntos débiles del castillo: las alcantarillas. Consiguieron llegar, pero cuando accedían a la conducción tuvieron una baja inesperada. Juan de Borredà recibió el impacto de dos flechas. Una se le clavó en la pierna y le hizo caer al suelo de rodillas, de forma que la entrada a las alcantarillas sin el escudo quedó desprotegida, y su cabeza también. La segunda flecha le entró por la nuca y le atravesó la nuez del cuello. Se había quedado aguantando el escudo para que los demás pudieran penetrar en las alcantarillas, y fue abatido por un pequeño descuido. Con la rabia de perder al de Borredà, los soldados del conde de Empúries se internaron a gachas por aquel conducto oscuro, apestoso e infestado de ratas. Arnaldo de Ventalló, ganador de una de las pruebas del gran torneo, y desde entonces miembro de pleno derecho del ejército de Besalú, los esperaba en la boca de la alcantarilla que daba al patio. Les abrió la tapa del enrejado, y ellos salieron. Nadie les vio cuando comenzaron a diseminarse por diferentes puntos del castillo. Su objetivo: abrir las puertas.
Se dispersaron por la fortaleza. Artan de Corçà y Gilberto de Ermedàs se dirigieron hacia las puertas, y los otros dos, Francisco de Franciac y Marcial Matamala, subieron en dirección a la torre principal.
A pesar de contar con el factor sorpresa a su favor, el de Corçà y el de Ermedàs no pudieron llegar hasta el acceso principal. Un grupo de hombres de la guardia condal los rodeó, los redujo, los hizo prisioneros y los encadenó. Después de torturarlos, los colgaron más muertos que vivos de las murallas. Cumplían así una doble estrategia: se aseguraban de que el enemigo dejaba de atacar con catapultas y les demostraban cómo las gastaban con los que capturaban. Sin contemplaciones. Sin compasión. Matamala, acompañado por Francisco de Franciac, subía a golpe de espada dejando tras de sí un reguero de sangre. Su idea era la de, una vez arriba, sustituir la bandera de Besalú para que ondeara la del condado de Empúries. Ello indicaría a sus tropas que tenían el camino libre para entrar en el castillo, porque además encontrarían las puertas abiertas. Matamala tuvo que recorrer solo el último trecho antes de acceder a la torre. El de Franciac ya no podía cubrirle. Acababa de ser mortalmente herido por una flecha que le había atravesado la cota de malla y cuya punta se le había hundido en el corazón.
Cayó fulminado por las escaleras. Matamala lo vio. Masculló unos juramentos y continuó subiendo con más furia que nunca hacia la torre, pero cuando ya casi estaba ante el palo de la bandera, Guillermo de Ortons le impidió el paso.
—Hasta aquí habéis llegado, ¡éste es vuestro fin! —le dijo el capitán de la guardia, apuntándolo con la espada.
—¡Eso es lo que vos os pensáis! —le contestó Matamala, mientras con el brazo derecho apartaba vigorosamente el arma de Guillermo de Ortons, desenvainaba la espada e intentaba herir a su enemigo.
El capitán dio un salto atrás y sintió cómo la hoja de acero silbaba al pasarle por delante de la nariz. Se puso en guardia y los dos hombres se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo, a muerte. El viento del norte que soplaba en la parte más alta de la torre azotaba con fuerza el rostro de los contendientes y no les dejaba apenas abrir los ojos. La espada de Guillermo de Ortons esquivaba todos los golpes que, con violencia y acompañados de gritos y resoplidos, descargaba Matamala contra su adversario. Mientras tenía entretenido al capitán de la guardia con aquel juego de molinetes y estocadas más o menos peligrosos, Matamala empuñó la maza con la mano derecha. La intención era dirigirla contra el costillar de Guillermo, pero el capitán vio venir la trayectoria endiablada y malintencionada de la maza, y se defendió. El escudo amortiguó un golpe que, caso de haber impactado en el cuerpo de Guillermo, le habría derribado y del que difícilmente habría podido recuperarse.
Era una lucha sin fin. Cuando uno había conseguido avanzar unos metros, el otro le obligaba a retroceder, y viceversa. Luchaban envueltos en una lluvia de chispas que saltaban a chorro por el entrechocar constante de los hierros, al rojo por la intensidad de la contienda. Ambos poseían un extraordinario dominio de las armas, y sólo un error o un golpe de suerte podían desequilibrar el combate.
Hacía rato que se habían despojado de los cascos y que el cabello sudado se les pegaba a la frente. La duración de la lucha jugaba a favor de Guillermo. Cuanto más alargaba, más probabilidades tenía de vencer, aunque no era conveniente ni confiarse ni cantar victoria antes de tiempo. El temible Matamala no estaba acostumbrado a duelos tan largos. Solía resolver sus pleitos con un par de mazazos bien dados y bien dirigidos, para rematar la faena con un tajo mortal de su espada. Ahora hacía buen rato que le pesaban las piernas y que se notaba los brazos agarrotados. Le invadía la impresión de no ser el dominador del combate y de ir retrocediendo. Más que una impresión, era una realidad. Guillermo lo mareaba y lo engañaba simulando golpes unas veces a la izquierda, otras a la derecha, o girando sobre su propio eje. Producía el efecto de que habría podido desarmarle y cortarle en rodajas en cualquier momento. Pero el capitán prefirió cansarlo. Lo hacía bailar al son que él quería, mientras Matamala cargaba a la desesperada y sólo conseguía cortar el aire, porque el capitán se escabullía de los torpes intentos de herirlo, y se quedaban sólo en eso, en intentos. Matamala encajaba como podía la cada vez más enérgica ofensiva del capitán, acompañada de fintas y juegos de piernas que desconcertaban a su rival.
Además, Guillermo no desfallecía ni un instante y estaba fresco como si acabasen de empezar. Matamala retrocedió y se replegó instintivamente ante una acometida del capitán, y dando un mal paso perdió pie y se desequilibró. Se volvió para saber qué era lo que le había hecho trastabillarse. Al ver que tan sólo había sido un resbalón, intentó recuperar la posición. Pero eso fue su perdición, porque al hacerlo dejó al descubierto e indefensa una parte del cuerpo. Circunstancia que aprovechó Guillermo de Ortons. El capitán hundió la espada hasta la empuñadura en el estómago de Matamala, mientras se le acercaba a la cara para sentir cómo dejaba escapar su último aliento. Después, y todavía con el arma empuñada, hizo un movimiento con la muñeca como si abriera una puerta. Se separó de su rival para extraer la espada, que recorrió el camino de vuelta de la herida mortal que acababa de infligirle. Matamala se tambaleó y dio unos pasos hacia atrás. Sus piernas tropezaron contra un poyo, adosado a las almenas. Soltó un gemido, se plegó en dos y se precipitó al vacío, no sin antes golpearse la cabeza contra la pared de la muralla. Fue a estrellarse contra el suelo del campo de batalla sembrado de escudos, flechas, piedras y cadáveres, con un crujido de ramas quebradas. El impacto del cuerpo magullado y sin vida de Matamala fue acompañado por los gritos de euforia y de victoria de los soldados de Besalú, que habían asistido a la escena con expectación.