El portal de los Apóstoles
Ítram no se sostenía derecho. Después de la visita de la chica del hostal, no había podido dormir en toda la noche. Estaba desvelado, y entre eso y los ronquidos de Simón, no había pegado ojo hasta que ya se hacía de día y por la ventana entraba un sol que le daba en la cara. Los dos jóvenes fueron un momento al hostal a desayunar un poco, y la hija del hostalero le dedicó a Ítram una sonrisa y unos buenos días de cortesía, como si la que había estado con él por la noche en el pajar no hubiera sido ella. Se despidieron del hostalero y de su hija, ensillaron el caballo y se fueron. No habló con Simón del encuentro con la chica. Es decir, que él recordara, nunca le contó nada.
En el primer recodo tras cruzar un riachuelo, vieron ya, no muy lejos en el horizonte, el esbelto campanario de la catedral de Girona. A mediodía llegarían a orillas del río Galligants.
A los pies de la muralla se había establecido el ejército de la Santa Sede. Reconocieron los estandartes y las banderas amarillas y blancas. Cuando vieron aquella extensión de tiendas, se miraron y sonrieron, porque aquel ejército duplicaba los efectivos que Hugo de Empúries había desplegado delante de las murallas de Besalú.
—¡Fíjate en eso, Simón! —exclamó Ítram—. Si conseguimos que vengan con nosotros, aplastarán a las tropas del conde de Empúries con tal contundencia que no quedará nada en pie.
Desmontaron de los caballos y se pasearon a pie por el campamento hasta que llegaron al portal de Sobrepones, una de las entradas de la ciudad. Allí había dos soldados que hacían guardia.
—¡Buenos días os dé Dios! —les saludó Ítram—. ¿Cómo podemos llegar hasta el Palacio Episcopal?
—Tenéis que subir un poco más, pasar por el portal de los Apóstoles hasta la plaza de los Lledoners…
—Perdonad —le interrumpió—, ¿habéis dicho el portal de los Apóstoles?
—Sí, eso mismo. ¿Acaso sois sordo? —repuso el más huraño.
—No, no, os he oído perfectamente…
Se volvió hacia Simón arqueando las cejas.
—Como os iba diciendo, cuando lleguéis a la plaza de los Lledoners, junto a la catedral, encontraréis el palacio del obispo.
—Os quedo agradecido.
Se despidieron de aquellos guardias con cara de pocos amigos y entraron en la ciudad.
—¿Lo ves? —le dijo a Simón mientras acometían una calle empedrada de pronunciada cuesta—. Aquellos tres hombres de anoche o bien urdían un plan, o bien tenían órdenes de no sabemos quién para matar al Santo Padre. ¡Todo concuerda! La muerte del Papa, porque el portal de los Apóstoles está tocando la sede del Palacio Episcopal, precisamente donde se reúne el obispo de Roma. Simón, no sé cómo, ¡pero tenemos que conseguir ver al Pontífice antes de que lo haga cualquiera de esos hombres!
Llegaron al palacio y, tras pedir audiencia, les hicieron esperar en la entrada del claustro. Una bellísima galería de arcos de medio punto abrazaba un patío luminoso.
Contemplaban admirados la arquitectura pulcra, sencilla y al mismo tiempo majestuosa del pequeño claustro, y la decoración de los capiteles, una combinación de elementos florales y de escenas de diferentes pasajes bíblicos. Oyeron unos pasos que se aproximaban. Era el camarero del Papa.
No podían mostrar la carta de presentación del conde, ni tampoco el sello condal, para poder certificar su presencia en aquel lugar con el fin de reclamar una ayuda que ahora les parecía imposible. Habían perdido la carta, pero no la esperanza de hablar con el Pontífice.
—¿Qué queréis? Su Santidad no va a poder recibiros, porque no está. Está el obispo de Oleró, su delegado.
A Ítram se le paró el corazón; perdió el mundo de vista, el aire no le llegaba a los pulmones. Pensó que iba a desmayarse.
—¿Cómo decís? —pronunció casi sin aire.
—El Santo Padre no ha venido. Ha enviado a su delegado para que presida el concilio. De hecho, ahora mismo está reunido, así que tampoco puede atenderos. ¿Quién os envía?
—Venimos de parte de Bernardo II de Tallaferro, conde de Besalú.
—¿Me permitís ver vuestra carta de presentación para poder saber de qué se trata?
Y les alargó una de las manos que mantenía dentro de las mangas del hábito. Ítram hizo como si no le hubiera oído y se puso a explicarle:
—El conde solicita el auxilio de Su Santidad para hacer frente a Hugo de Empúries, pues su ejército tiene sometida Besalú a un asedio que…
—¿Podéis dejar que vea la carta del conde? —cortó con impertinencia insistente el secretario del Papa, que tenía la cara seca y arrugada como una uva pasa.
—Lo lamentamos —dijo Ítram, encogiéndose de hombros y agachando la cabeza—, pero la hemos perdido por el camino mientras intentábamos escapar de las tropas de Empúries, que a estas alturas quizá hayan entrado ya en Besalú.
—¿Cómo pretendéis que me crea que Besalú… —y el religioso se puso a caminar en círculo en torno a ellos con mirada arrogante— no puede hacer frente a un asedio con la fortificación con la que, según tengo entendido, cuenta el conde Tallaferro? —Se detuvo y, señalándolo con un dedo amenazador, preguntó con tono desafiante—: Es más, el conde, ¿no había reforzado la seguridad de la ciudad con un puente?
—Sí, mi señor, en condiciones normales el castillo condal podría resistir meses de asedio… Pero hace ya días que tuvieron lugar una serie de hechos que han debilitado las defensas del condado. Alguien envenenó el pozo de agua del castillo. Todo el ganado, incluidos los caballos, ha perecido, y además las obras del puente se han suspendido porque atacaron la cantera. Murió mucha gente. Y por si fuera poco, una inoportuna riada ha arruinado buena parte de lo que se había construido…
Con la frente arrugada, no sé si fruto de su preocupación o de su expresión habitual, el secretario del Papa escuchaba a Ítram atentamente.
—Aunque lo que me explicáis pudiera ser verdad, sigue habiendo una cuestión que no me cuadra: ¿cómo habéis podido eludir el sitio para salir de Besalú?
—Mi señor, es muy difícil de explicar, pero digamos que conocíamos un camino, que no es precisamente de ronda, y que poco importa cómo, el caso es que estamos aquí, y que de no ser por aquel soldado que nos perseguía, no habríamos perdido la carta y el sello condal que ahora verificarían lo que os explicamos.
El secretario sacudió ligeramente la cabeza y esbozó una mueca de falsa impotencia en los labios.
—Lo lamento en grado sumo, pero no podrá ser. —Y replegó manos y brazos bajo el hábito—. Además, el delegado del Papa permanecerá aquí unos cuantos días, con motivo del concilio, y con él, el ejército de la Santa Sede. Y ahora, si me disculpáis, tengo trabajo pendiente —dijo, haciendo ademán de volverse para marcharse.
De pronto Ítram recordó la conversación de los tres hombres en la fonda de Sant Julià de Ramis. Alargó el brazo y le estiró de la manga.
—Mi señor, habéis de saber una cosa más. Quieren asesinar al delegado.
—¿Qué decís? —y se volvió, completamente rígido como si tuviera tortícolis—. ¿De dónde sacáis eso?
—De camino hacia aquí, en un hostal de Sant Julià de Ramis hemos oído a unos hombres que situaban aquí, muy cerca del portal de los Apóstoles, la muerte del Papa. Si decís que no está el Pontífice, pero sí su delegado, mucho temo por su vida, y quizá también la vuestra peligre.
En aquel momento apareció la figura del delegado papal al final del pasillo. Amat de Oleró subía hacia su habitación y tras cruzar el patio se encontró de cara con Ítram, Simón y su camarero.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó, dirigiéndose a este último.
—Malas noticias, mi señor —dijo compungido el camarero—. Quieren mataros.
—¿Estáis seguro?
—No, no puede asegurarse. Pero por lo que explican estos jóvenes —dijo señalándolos—, no podemos arriesgarnos a quedarnos de brazos cruzados esperando.
—¿Quiénes sois?
Ellos se dieron a conocer y le presentaron los respetos del conde de Besalú. Le explicaron la situación del condado y la ayuda urgente que necesitaba. Antes, no obstante, volvieron a explicar lo que habían oído y la relación de conceptos: el portal de los Apóstoles y la muerte del Papa.
Después de escuchar todo aquello, el obispo de Oleró no tardó ni un minuto en convocar a su ejército y en dar orden de trasladarse a Besalú, por tres motivos: el primero, salvar su vida; el segundo, acabar el concilio con los obispos leales y dejar constancia del acto de rebeldía de Guifredo de Narbona y de los demás purpurados; y el tercero, el compromiso de liberar Besalú del asedio de Hugo de Empúries.