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La fuerza de Empúries

Ya hacía días que Primo había colgado las herramientas y confiaba poder usarlas más adelante. Se puso una coraza, una cota de malla y un casco, y pidió una espada. Pensaba en Ítram y confiaba en que pudiese llegar a tiempo con los refuerzos, vencer el asedio y, sobre todo, que él pudiese volver a poner en marcha las obras. Primo se había comprometido con Besalú más allá de la construcción del puente y del ofrecimiento de su hijo: quería defender Besalú, era lo que quería hacer, era lo que debía hacer. Así se lo había dicho ya al abad y se lo repetía a Guillermo de Ortons.

—Si luchamos podemos perder, pero si no lo hacemos estamos perdidos —decía el constructor.

De pie en medio del patio, el capitán de la guardia condal escuchaba y asentía con la cabeza después del razonamiento del constructor. Estaba ante unas grandes ollas humeantes. Él mismo había ordenado el día anterior que se encendieran esas perolas gigantescas para hervir aceite. Un aceite que estaría caliente en extremo y serviría para impedir que las tropas de Empúries pudiesen acceder al interior del recinto. Les lanzarían aceite a lo largo del camino sinuoso que subía hacia el castillo. En aquel mismo instante notaron una sacudida fuerte. Dos grandes piedras se estrellaron contra la muralla central. Todo tembló. Al cabo de unos segundos, y como si se rompiera el aire, una tercera piedra voló como una exhalación por encima de sus cabezas y penetró en el patio de armas. No mató a nadie de milagro, pero destrozó las dependencias condales. El impacto fue brutal.

Hombres y sirvientes se dispersaron atemorizados.

—¡Corred a vuestras posiciones! —gritaba con autoridad Guillermo—. ¡Todo el mundo a sus puestos! —ordenaba el capitán—. ¡Todo el mundo sabe dónde tiene que ir y qué tiene que hacer! ¡Vamos, no hay tiempo que perder! —Y, dirigiéndose a Primo, Guillermo le dijo—: Acompañadme, subamos a lo alto de la torre de vigilancia.

—Os sigo —obedeció con diligencia el maestro de obras.

Desde lo alto pudieron observar, con mayor preocupación, que las tropas que controlaban la otra orilla del río se habían puesto también en guardia.

Los arqueros disparaban saetas con las puntas incandescentes, que empezaron a impactar contra los tejados y las cabañas. Ardían rápidamente, y el fuego se extendía con celeridad de una casa a otra, las cuales se inflamaban en un instante como si fuesen teas. A pesar de todo, el pueblo, que se había replegado dentro de las murallas, no se rendía. Se habían organizado, y con la poca agua que tenían y con unos recursos y unos medios más bien magros —ropa humedecida y ramas de pino—, intentaban apagar unas llamas cada vez más altas y amenazantes.

Mientras el núcleo del condado era castigado con piedra y fuego, el ejército de Empúries avanzaba por todos los flancos, sabedor de que dentro de las murallas bastante trabajo tenían como para ofrecer resistencia a un enemigo, de entrada, muy superior. Pero erraron el cálculo y tuvieron un recibimiento con el que no habían contado. El cielo sobre sus cabezas se tiñó de negro, y no del humo precisamente. Los recibieron con una lluvia de flechas. A razón de seis saetas por segundo, se llegaron a disparar miles de flechas. El fragor de los silbidos de los proyectiles era ensordecedor, y la puntería de los arqueros incontestable, y es que traspasaban los cascos y las armaduras enemigos hasta el punto que consiguieron que tocasen a retirada, momentáneamente.

—¡Ahora es nuestra oportunidad! —exclamó Primo a Guillermo de Ortons—. Conocemos el terreno y nos cubren la retaguardia. ¡Tenemos que perseguirlos! ¡Salgamos tras ellos!

El maestro de obras bajaba ya la escalera en dirección al patio para salir con el resto del ejército, pero el capitán dudó un momento.

—¡Vamos, capitán, que se escapan!

Guillermo de Ortons se lo pensó. Dudaba porque creía que era demasiado precipitado e imprudente salir a perseguir al enemigo. Pero finalmente accedió.

—¡Id vos con los demás, yo me quedo aquí!

Así se hizo. La tímida retirada de los de Empúries envalentonó a las tropas de Besalú a la hora de decidirse a salir. En un principio no hubieran querido arriesgarse, pero se vieron de pronto con ánimo. Los guerreros de Besalú contaban con la fuerza y el coraje necesarios para hacer frente a la ventaja numérica del enemigo. No tenían tiempo para hacer planes, para reconsiderar la decisión, ni siquiera para pensar… La lucha cuerpo a cuerpo, a la que antes no querían llegar, ahora todos la deseaban. El combate era un cúmulo de enfrentamientos y de sensaciones rayanas al caos, cuya única regla era la del instinto, cuanto más salvaje mejor. La embestida, el choque brutal de los hierros y los aceros estaban a punto de estallar. Marchaban a pie, con paso firme y ligero para encontrarse de cara con el enemigo que los había asediado, y que ahora retrocedía. Iban en formación, preparados para cargar contra un adversario al que, después de haber sido temible, habían perdido el respeto y el miedo. De pronto, Primo se dio cuenta de que las tropas de Empúries, que parecía que huían y se retiraban, daban media vuelta y los encaraban. Desde varios flancos del campo de batalla aparecieron nuevos regimientos de soldados adversarios, que, procedentes de direcciones diferentes, cargaban como posesos con unos gritos y unos alaridos desaforados, mientras blandían hachas y espadas. Un poderoso choque de acero hizo saltar las suficientes chispas como para encender el fragor de la batalla y hacer manar los primeros borbotones de sangre. Junto al maestro de obras empezaron a caer los primeros cuerpos mutilados. A Primo, como al resto de hombres, le costaba avanzar en la lucha e incluso le costaba mantener el equilibrio, por cuanto se trastabillaba y pisaba cadáveres. La lucha era tan cuerpo a cuerpo que no cabían. Estaban tan apretados que casi se estorbaban. Unos combatientes que peleaban detrás de él le empujaron con el escudo y le desequilibraron, y estuvo a punto de caerse, debido a que el terreno bajo sus pies era irregular. Se resbalaba, porque se habían formado charcos de sangre por todas partes. Primo estaba desbordado, inmerso en una orgía frenética de sangre, cuando vio presa del pánico que un soldado de infantería se abalanzaba sobre él aullando como un loco. Mantenía el hacha levantada por encima de la cabeza, y él se protegió con el escudo. Cuando descargó sobre él un santísimo golpe, su escudo quedó hecho añicos. Primo cayó al suelo de culo y cuando se levantó para defenderse con la espada oyó un sonido: ¡fffiiiuuu! Una flecha acababa de impactar en la frente de aquel soldado, el cual cayó en el barrizal en el que se había convertido el campo de batalla.