37

Camino de Girona

A la mañana siguiente Ítram y Simón se despertaron con dolor por todo el cuerpo, debido a la noche que habían pasado. Se levantaron y se abrazaron. Simón volvía a llorar e Ítram intentó calmarlo. La procesión iba por dentro. Tenían hambre.

Echaron un vistazo en los zurrones, pero con la pelea y la carrera habían perdido la comida. Y no sólo eso. El documento condal que tenían que entregar al Santo Padre en Girona tampoco estaba. La situación no podía ser más preocupante. Estaban perdidos en medio de un bosque, a saber dónde, lejos de una Besalú asediada y pendientes de llegar a Girona. Y aún peor, si los soldados encontrasen el documento estarían perdidos, el del ejército del Papa ya no sería un ataque sorpresa, y eso si los recibiese y se creyese la historia que le explicasen sin la certificación y la verificación que suponía el sello del conde. Estaban sentados con las piernas dobladas y sosteniéndose la cabeza con las manos, hundidos y abatidos.

Entonces un canto fue penetrando entre los árboles y el espesor del bosque. Una voz se iba abriendo camino entre sus preocupaciones y les iba llenando de una extraña sensación de bienestar. Levantaron la cabeza y miraron alrededor para descubrir de dónde llegaban esos cánticos. Era como un bálsamo para todas sus desgracias, una melodía que los envolvía en un ambiente de tranquilidad, de paz interior que les proporcionaba un sosiego que nunca habían experimentado antes. Se levantaron y, casi hipnotizados, siguieron con una sonrisa en los labios aquella melodía hasta que vieron que llegaba de dentro de las aguas de un estanque. Se oía un chapoteo y vieron a una chica que, mientras nadaba en esas aguas transparentes, cantaba como un ruiseñor. Se tumbaron en el borde del despeñadero, extasiados y absortos. No sólo disfrutaban de su canto sino también de sus encantos. Cuando salió, parecía que las aguas se hubiesen apartado para enseñarle el camino hacia la orilla.

Continuaba cantando mientras su cuerpo tierno y carnoso de formas redondeadas emergía de dentro del río y avanzaba. No sabían si era un ser humano o una hija de la naturaleza. Si no fuese porque era mediodía y sólo aparecen en las noches de luna llena para recibir su energía, habrían pensado que lo que tenían delante era una mujer de agua.

Las gotas le perlaban el cuello y le hacían brillar los pechos y el torso. La canción no se detenía y comenzó a recogerse el pelo hacia un lado para escurrir el agua que le había bañado la cabellera rubia y ondulada. Se le escapaban algunos rizos y mechones sinuosos que reposaban sobre la mitad del pecho izquierdo. Parecía que incluso al agua le doliese abandonar ese cuerpo de diosa, un agua que chorreaba, caía por la espalda, por el cuello, por el vientre plano, por las piernas hasta los pies. El agua besaba y lamía suavemente cada rincón de una piel dorada y delicada como el canto que la acompañaba. No conseguían verle la cara. Finalmente salió del agua y apareció de cuerpo entero, exhibiendo unas nalgas encantadoras y unos muslos modelados, redondos, fuertes, que guardaban el secreto del placer como si fuesen las columnas del templo de la diosa de la pasión. Tenía la ropa en la orilla del río. No dejó de cantar en ningún momento. Estaban absortos ante ese espectáculo de la naturaleza que se truncó. La chica se calló de golpe y gritó. Corrió a taparse. Por desgracia no eran sólo ellos los que estaban disfrutando de la belleza del canto y de la intérprete. Se le acercó un hombre grande y fornido que llevaba un hacha en las manos. No era ni soldado ni caballero, tenía más bien aspecto de leñador. Debía de estar trabajando en el bosque y, atraído por los cantos de la voz melosa de la chica, se había acercado al río.

Miraba a la chica de arriba abajo con lujuria mientras avanzaba hacia ella. La chica, asustada por la presencia cada vez más cercana de ese individuo, se apresuraba a tapar cualquier parte del cuerpo que quedase a la vista. Vieron que hablaban, pero desde donde estaban era muy difícil llegar a entender lo que decían. El leñador dejó caer el hacha y la abofeteó, ella cayó al suelo de rodillas y quedó medio inconsciente. Entonces bajaron corriendo con la intención de ayudarla. Mientras bajaban por esos márgenes tan escarpados, la cabeza de Ítram hervía de preguntas y los remordimientos lo consumían por dentro. ¿Por qué diantre no habían ido tan pronto como aquel hombre había aparecido? ¿Cómo iban a saber que la golpearía? Algo le decía que no llegarían a tiempo, que tardarían demasiado. Ítram no quería ni imaginarse qué podía estar haciéndole ese animal.

Más tarde supo, porque ella misma se lo explicó, que la había forzado, la había violado brutalmente. No pudo resistirse, estaba medio inconsciente por los golpes que le había dado. Su cuerpo, sin quererlo, se entregó a los deseos de esa bestia. Sólo recordaba un fuerte olor a sudor, unos gemidos, una mano que tiraba del pelo hacia atrás y una fuerza brutal, casi animal, que la embestía y la partía por detrás.

Cuando llegaron a la orilla de río, el hombre ya se había ido y la chica estaba tumbada con la cara hundida en el suelo. Al principio pensaron que estaba muerta, pero enseguida vieron que respiraba. Ella no oyó que se acercasen. Entre los dos la cogieron y le dieron la vuelta. Ítram le apartó el pelo que le tapaba la cara. Una cara con las pecas justas para hacerla encantadora. La tenía llena de marcas de guijarros y piedras, y enrojecida por las bofetadas.

La abrigaron con su ropa. Cuando se dio cuenta de que la sostenían, abrió los ojos, y al verlos, se puso violenta: comenzó a darles patadas y a golpear el aire con los puños.

—Tranquila, cálmate, ya ha pasado. No tengas miedo. ¡Hemos venido a ayudarte, no nos hagas daño! —le decían al unísono Ítram y Simón—. Ese hombre ya se ha ido, después lo encontraremos para que pague por lo que ha hecho.

Le preguntaron dónde vivía y la acompañaron a su casa.

De camino, la chica fue cogiendo color y poco a poco fue recuperando la conciencia. Le costaba confiar en ellos, pero cuando distinguió su casa se sintió más segura. Su familia tenía una masía pequeña, que quedaba envuelta por una hiedra que subía por la fachada principal. El camino que llevaba allí estaba bordeado por un muro bajo, detrás del cual se paseaban unas yeguas con sus potros. Al otro lado, un mozo hacía hacer unas cabriolas a uno de los mejores ejemplares que tenían. El animal trotaba con tanta elegancia que ni siquiera levantaba polvo dentro del cercado. Se ganaban la vida criando caballos y cultivando unas tierras que tenían al lado de una iglesia, junto al lago de Banyoles.

Estaban en Porqueres, por lo que les dijo el padre de la chica, mientras les agradecía lo que habían hecho, y ellos devoraban y apuraban los cuencos con fruición después de tantas horas sin probar nada.

El agradecimiento todavía fue más generoso cuando le explicaron lo que iban a hacer en Girona y les quiso regalar un caballo de sus establos para que llegasen más deprisa. No osaron decir que no ante una oferta de ese tipo. Mientras el hombre preparaba el caballo, ellos, ya saciados y con las tripas llenas, salieron a la era y estuvieron hablando con la chica, que se llamaba Alba. Se interesaron por la voz y la canción.

—Cuando oímos el canto y te vimos, creímos que eras una mujer de agua.

—Es que a mí me gusta mucho ir a bañarme a los estanques. Mi padre me llevaba de pequeña. Me explicaba que mamá era un hada, una mujer de agua. Y, de hecho, cuando estoy en esas aguas siento como si una energía, una fuerza, que sale del agua me hiciese cantar así…

»Hay una leyenda —continuó— que explica que en el fondo del estanque de Banyoles hay un palacio de cristal sumergido, habitado por unas mujeres de agua que suben a la superficie y seducen con sus cantos a los hombres que se atreven a pasear por la orilla del lago. Dicen que quedan cautivados por los cantos y cuando se acercan al agua las mujeres los atrapan con un abrazo mortal y se los llevan al agua, a su palacio.

»Pero no es cierto. Mi padre está vivo y se enamoró de una de estas mujeres… Mi madre.

—¿De verdad? ¿Y cómo fue?

—Una noche de luna llena mi padre regresaba a casa del trabajo cuando oyó una melodía que venía que un estanque; se acercó y encontró a una mujer de una belleza turbadora, de ojos verdes y cabellera rubia, peinándose el pelo con un peine dorado. Tan pronto como se vieron el uno al otro, la chica dejó de cantar y mi padre no pudo apartar los ojos de la cara adorable y el cuerpo provocador que acababa de descubrir.

»Con todo, pudo articular unas palabras en forma de pregunta para saber quién era, de dónde venía y qué hacía allí. La chica lo miraba, lo observaba y no contestaba. Mi padre insistía, empujado por el deseo de saber quién era aquella aparición que le estaba robando el corazón para siempre. La chica se mantenía en silencio pero con los ojos, dos esmeraldas brillantes, clavadas en mi padre. Delicadamente se lo volvió a preguntar para descubrir quién era esa chica. El señor que inventó el destino cruzó sus caminos y sus vidas quedaron atadas eternamente. Finalmente, después de mucho insistir, la chica le explicó con una voz dulce como la miel que era una mujer de agua y que obedecía una ley de vida: a pesar de su doble condición de mortal e inmortal, le estaba prohibido el contacto con humanos; y le advertía de que eso era peligrosísimo, sobre todo para él. Si daba un paso más, ella lo atraparía en un abrazo letal. Pero mi padre la convenció de que saliese al día siguiente, porque ya no habría luna llena y, por tanto, se podrían abrazar. Y así fue: se encontraron y me engendraron en un rincón del bosque, amparados por los árboles y las estrellas. Pero su existencia no fue feliz. Cuando mi madre me parió, murió.

»Hasta entonces habían aprovechado todas las noches que pudieron para verse. Pero una noche que la luna no era llena y tenían que reunirse, mi padre la encontró encogida y medio muerta conmigo en brazos… Con mucho cuidado la devolvió al agua y a mí me trajo aquí, a casa…

Continuaron hablando de esa historia fascinante, pero de pronto la conversación dio un vuelco. Alba, con la cabeza gacha y aquella voz preciosa rota, aseguraba que nunca había pensado que le pudiese suceder algo así. Y recordaba vagamente lo que había sentido cuando aquel hombretón abusó de ella.

Se hacía tarde, y a pesar de que los habían invitado a quedarse, los dejaron marchar y les desearon mucha suerte en su misión. Atravesaron Banyoles, dejaron atrás el valle del Terri y se detuvieron a pasar la noche en un hostal de la parroquia de Sant Julià de Ramis. Al día siguiente, tras el desayuno, entrarían en Girona.

Apenas habían comenzado a cenar cuando entraron tres hombres. Uno de ellos iba vestido totalmente de negro. Éste, desde la puerta, gritó al hostalero que les sirviera la cena y les diera alojamiento. El pobre hostalero primero les dijo que le sabía mal, pero ya tenía todas las habitaciones llenas y sólo les podía ofrecer el pajar. Uno de los tres hombretones, el que parecía llevar la voz cantante, se ofendió de mala manera con las palabras del hostalero. Le giró la cara al amo del hostal con una bofetada y le clavó un puñetazo en el vientre. El hostalero cayó de rodillas delante de esos bergantes.

La chica que lo ayudaba a servir las mesas estaba en la otra punta de la sala y soltó un gritó:

—¡Padre!

Y salió corriendo de la cocina para ayudarlo.

Ella no había perdido de vista a su padre desde que habían entrado esos bribones. Había arrugado el trapo de secar las mesas. Con los nervios lo había estrujado del todo.

Ítram vio que el agresor y sus compañeros se intercambiaban miradas lascivas y sonreían al ver a la chica de mejillas rojas y formas voluptuosas correr hacia el viejo que yacía asustado a sus pies.

—No pasa nada, hija, no pasa nada —decía el hostalero mientras se levantaba apoyándose en ella y se secaba con la manga un hilo de sangre que le caía de la nariz.

—Si no quieres que la chica pase la noche distraída y despierta —dijo el agresor volviéndose hacia los otros dos, que también se partían de risa—, danos ahora mismo una habitación. —De pronto se volvió al hostalero y borró la risa sardónica de su cara con una expresión que heló la sangre en las venas al hostalero—. ¿O prefieres —y se acercó a la chica para acariciarle el pelo— que durmamos en su cama?

La hija del hostalero no se atrevió a moverse ni un pelo. La respiración se le aceleró de manera que casi se ahogaba dentro del corpiño. Se le notaba la expresión de asco en la cara, fruto del contacto de esas manos toscas con su pelo fino.

—De acuerdo, señor, como queráis —claudicó sumisamente el hostalero.

—Así me gusta. Y otra cosa…: que su hija nos sirva la cena. ¡Y ya nos puede traer la comida, que tenemos hambre! —dijo, y con la mano con la cual le había acariciado el pelo le manoseó las nalgas.

—Enseguida, señor. Alicia, hija, ve a la cocina y llévales vasos de vino, bandejas de embutido, carne estofada y guisada con especias y setas… y todo lo que te pidan.

Conteniendo la rabia y resignada ante aquella situación, la chica obedeció a su padre y desapareció tras el mostrador.

El hostalero se acercó a Ítram y Simón y, dado que habían sido los últimos en llegar, sabían qué les pediría.

—Eeeeh…, oíd —comenzó titubeando—, ¿os importaría…, hummm…, ceder vuestras habitaciones a estos señores que acaban de llegar? —Y los miró de reojo. El miedo, el pánico, le dominaba la mirada—. El caso es que a mí y a mi hija nos haríais un gran favor. Os puedo acomodar en el pajar…

—De acuerdo, de acuerdo, hostalero —se adelantó Ítram para que no continuase—. No os preocupéis, mi compañero y yo dormiremos en la paja, ¿eh, Simón? —Y lo miró; Simón asentía con la cabeza—. No os preocupéis, buen hombre. Ya nos apañaremos.

—Os lo agradezco mucho —dijo llevándose la mano al corazón.

Mientras el hostalero se iba a la cocina se cruzó con su hija, que iba cargada de viandas hacia la mesa que estaba junto a la de Ítram y Simón.

—¡Buen provecho! —oyeron que la hija del hostalero deseaba a los comensales impresentables, mientras les dejaba el plato en la mesa delante del que iba vestido de negro.

Medio cordero guisado, acompañado de colmenillas, mojardones y rebozuelos, y mezclado con ajo y perejil picados.

Esa noche, no obstante, también mezcló unas hojas de cicuta, una hierba muy similar al perejil pero con otras propiedades, depurativas en su caso. Y así fue. Esa medianoche, mientras sus dos compañeros dormían, el hombre de negro estaba despierto y se retorcía de dolor. Tendido en la cama, sentía en el vientre un dolor de mil demonios. Poco podía imaginar que estaba tan cerca de encontrárselos cara a cara en lo más profundo de los infiernos.

A la mañana siguiente, cuando sus hombres lo fueron a despertar, lo encontraron frío y con un ligero tono lila en las mejillas que dejaba ver que llevaba horas muerto. Ni se imaginaban que la chica del hostal lo hubiese envenenado.

También es cierto que se lo habían buscado durante toda la cena.

Aquellos tres cafres le decían de todo, la humillaban y la manoseaban cada vez que se acercaba para servirles la comida o llenarles los vasos de vino. Intentaban hacerla sentar en el regazo, pero la chica se escapaba de las intenciones de aquellos tres sinvergüenzas que, cuanto más bebían, más calientes iban. Se divertían viendo que la chica se hacía la difícil y no cedía a sus deseos. Pero cuando Ítram pensaba que la historia terminaría de la peor manera, sin que supiera del todo cómo había ido el asunto, vio que incomprensiblemente desistían de la intención —parecía que la llevasen no entre ceja y ceja sino entre las piernas— de beneficiársela y dejaban de molestarla. Respiró aliviado por la pobre hija del hostalero. Él y Simón se inquietaban por la chica, pero no se atrevían a encararse con los bergantes, que los habrían empalado junto al pajar. De hecho, aún no habían acabado de cenar, porque toda la escena les había hecho un nudo en el estómago y no podían comer nada más, y eso que las viandas que tenían en los platos eran vistosas, suculentas y tenían muy buena pinta…

Por suerte para todos, no obstante, sus vecinos de mesa, al dejar tranquila a la chica del hostal, se dedicaron a hablar de algún asunto que se llevaban entre manos. A Ítram y Simón les costaba seguir la conversación. Entre el ruido del local y el hecho de que hablasen más bien bajo, no podían entender qué decían. Se esforzaban aguzando el oído para captar algo, pero ni siquiera cerrando los ojos para abstraerse del ruido y conseguir que sus oídos distinguieran entre sus palabras y los gritos que llenaban el local pudieron entender algo. Era casi un trabajo imposible. Debía de ser algo muy importante para que hubiesen bajado tanto el tono y el volumen de la voz. Quien hablaba más rato era quien iba de negro. Ítram sólo consiguió entender tres palabras. Pescó tres palabras al vuelo y se le pusieron los pelos de punta: apóstoles, Papa, muerto.

—¿Lo has oído? —preguntó a Simón asustado—. ¿Lo has oído?

—No —susurraba—. No lo he oído. ¿Qué han dicho?

—No lo he entendido bien, pero he entendido un par de palabras. Bueno, de hecho son tres. Y no me hacen gracia. Han dicho «apóstoles», y luego «Papa» y «muerto».

—¿«Papa» y «muerto»? ¿En este orden?

—Sí, en este orden.

—¿Estás pensando lo que creo que estás pensando?

—Quisiera que no fuese así, pero… ¿No crees que están tramando matar al Papa aprovechando que está en Girona? Estos tipos no parecen tener unas intenciones muy buenas… —Ítram volvió a mirarlos de reojo—. Y por su aspecto no me da la impresión de que sean obispos que participen en el concilio.

—¿Y los apóstoles? ¿Qué quiere decir eso de los apóstoles?

—No lo sé, Simón, no lo sé. Quizá sea una manera de llamar a quienes acompañan al Santo Padre, ¡yo qué sé! Sólo te digo que pondría las manos en el fuego a que estos tres planean matar al Papa, cuando entre o salga del concilio. Ojalá me equivoque, pero tenemos que hacer algo, tenemos que llegar a Girona antes que ellos, avisarlo y convencerlo para que vaya a Besalú aunque no tengamos el sello condal para certificarlo.

—Muy bien, muy bien, ¿y qué quieres que hagamos?

—De momento, vayamos a dormir y mañana, cuando comience a despuntar, nos levantamos y hacia Girona.

A medianoche, el portal del pajar rechinó. Ítram, que tenía el sueño muy ligero —lo podía despertar el vuelo de una mosca—, abrió los ojos. Sin apenas levantar la cabeza, la volvió a medias hacia la puerta y no le pareció ver a nadie. Pensó que sería Simón, que salía a orinar. Pero luego terminó de volver la cabeza hacía el otro lado del pajar, de donde provenían los ronquidos de su amigo. Se asustó un poco y enseguida percibió una silueta que se movía en la penumbra que creaba la luz de la luna. Y se movía hacia él. Tragó saliva y buscó el cuchillo que tenía escondido bajo la manta. Un rayo de luna que entraba oblicuamente por la ventana del pajar le permitió ver que la figura que se paseaba a oscuras se quitaba la pieza de ropa que la tapaba, una especie de capa con capucha. Y para su sorpresa, de debajo salió, como una aparición divina, el cuerpo de la hija del hostalero. Los ojos de Ítram se toparon con los de la chica. Tenía una mirada ardiente. Se le puso encima suavemente y le hizo el amor. Primero él se dejó hacer, pero luego no pudo resistirse a repasarle las formas, llenarse las manos con sus muslos y sus pechos. A pesar de la oscuridad y la tenue luz natural que tímidamente iluminaba ese sórdido pajar, de vez en cuando sus miradas se cruzaban en instantes de placer. Los pechos de la chica bailaban sobre él, los calzones le tiraban. Ella debió de darse cuenta, porque con un movimiento salvaje lo liberó de aquella presión. Se dobló hacia atrás y él, atento a su deseo, se hizo un lugar entre sus muslos. Mientras tanto, ella se entretenía mordiéndole las orejas y el cuello. Cuando Ítram hacía el más mínimo gesto de querer salir, ella lo retenía dentro con pasión. Entendió que aquella noche la chica del hostal lo había poseído, había colmado sus deseos y algo más, porque no lo liberó hasta que ella terminó. Con la punta de la lengua le recorrió los labios y lo besó en la boca. Interpretó que eso era su manera de darle las gracias. Pero no sabía por qué. ¿Quizá por haber aceptado dormir en el pajar? Y, por tanto, ¿por haber evitado que ella y su padre lo pasasen mal? La verdad es que jamás lo sabría. Eso sí, era la manera de dar las gracias más original que había visto.

Ella se levantó, se cubrió con la capa y salió como había entrado, sin hacer ruido. Ítram tenía los ojos clavados en el cielo. Había un agujero en el techo del pajar y, mientras contemplaba el cenit, no podía parar de tocar el colgante que le había regalado Jezabel aquella noche, antes de partir. Y se sentía observado por ella, como si lo estuviera mirando a través de las estrellas. Estaba seguro de que sabía que le había fallado y se le revolvía el estómago.