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Ruegos y preparativos

Sentado, o más bien, hundido en el sitial, el asiento de las grandes ceremonias, el conde de Besalú pensaba. Se aferraba a los brazos de aquel trono de haya maciza que muchos años antes ya había sido testigo de decisiones difíciles, acertadas o no, pero determinantes para la vida del condado. En ese momento se enfrentaba a un problema muy grave: resistir a un asedio en desigualdad de condiciones, con una clara desventaja. Se levantó y bajó decidido a la iglesia de Santa María. Sus pasos firmes y enérgicos rompieron el silencio del templo. Entró por el pasillo central de la nave y rápidamente acortó entre los bancos en dirección a la capilla de la Vera Cruz. Cuando llegó frente al pequeño altar clavó una rodilla en el suelo, se santiguó y miró fijamente al corazón de la cruz. Allí reposaban las astillas de la cruz en la cual habían sacrificado al hijo de Dios. Rezaba en voz baja con el puño en el pecho y con un nudo en el estómago. Rezaba para que Ítram y Simón llegasen lo antes posible a Girona. Rezaba para que volviesen con las fuerzas del Santo Padre. Rezaba para que fuesen suficientemente fuertes y hábiles para evitar los peligros y los obstáculos que les saldrían por el camino. Rezaba para que el condado resistiese lo suficiente. Y lo hacía encomendándose a la fuerza que había tenido el Salvador en los últimos instantes, colgado en la cruz, para soportar el destino de expiar los pecados de los hombres. Aquella fuerza y determinación era la que quería conseguir para hacer frente al asedio y liberar a todo el pueblo del yugo de Empúries.

Oyó unos pasos que llegaban de la puerta y se acercaban con celeridad hacia él. Levantó la cabeza.

—¡Señor, disculpadme! —dijo la voz preñada de preocupación de Guillermo de Ortons.

El conde se volvió, se levantó y con un gesto solemne puso las manos sobre los hombros de Guillermo. Lo miró a los ojos.

—¿Qué noticias me traes?

—No muy buenas, señor. La niebla ha comenzado a aclarar y abajo, en la explanada, ya hace rato que hay movimiento. El ejército de Empúries comienza a prepararse para atacar, señor. Suenan los tambores y no tardarán mucho en hacer sonar los cuernos para que los hombres se pongan en formación.

Sin apartar los brazos de los hombros de Guillermo, el conde levantó la mirada al cielo y por un momento, sólo por un momento, se le humedecieron los ojos. Soltó un suspiro que iba dirigido al Altísimo. Esperando que se hubiesen escuchado sus súplicas.

—Entendido. Estamos a punto, Guillermo. Los hombres están preparados.

—A punto, señor, tan a punto como pueden estarlo en estas condiciones. Esperan vuestras órdenes.

—De acuerdo, entonces, vamos… —Se volvió hacia la Vera Cruz. Hizo otra reverencia con la cabeza y se santiguó—. ¡Qué sea lo que Dios quiera!

Aún no habían salido de la iglesia de Santa María cuando ya oían el sonido de los cuernos y las trompetas que marcaba el inicio del fin del condado.

Desde las almenas se veía que los primeros movimientos estratégicos de los de Empúries comenzaban a dibujarse frente al castillo; las torres móviles se iban llenando de soldados listos para trepar por las murallas. Las catapultas estaban bien distribuidas por el campo de batalla, de manera que buscaban que las piedras que se lanzasen impactasen en todos los flancos de las paredes. El blanco era muy grande y era imposible fallar el tiro, no se podía fallar, cayese donde cayese la piedra hacía un agujero, hacía daño.