La misión
Ítram estaba nervioso por la responsabilidad del encargo que tenían entre manos. A pesar de los nervios, estaba a punto. Había quedado para encontrarse con Simón frente a la puerta de su casa para dirigirse al camino de los judíos, atravesar todo el barrio, salir del condado y eludir el asedio para poder llegar a Girona frente al Papa. Para esta misión sólo se llevaba un zurrón con un poco de pan, embutido y queso. Dentro también se hallaba el documento del conde para el Santo Padre envuelto en cuero y sellado con cera roja con el anagrama condal. Mientras esperaba, puso la mano dentro del zurrón y lo sacó. Se entretenía mirando el sello del conde que cerraba ese pliegue de piel adobada. Se sentía importante por ser el correo condal, por ser portador de una misiva tan vital. Estaba decidido a defenderla de quien o de lo que fuera, con la vida si fuese necesario. Por eso, atado a la cintura, a la derecha, también se había ceñido un cuchillo por si lo necesitase en alguna hipotética pelea o por si le hiciese falta blandido para amenazar a alguien. No sabía si llegado el momento tendría suficiente valor, sangre fría o coraje para usarlo… Estaba repasando toda su indumentaria cuando Simón apareció tras las hojas de la puerta de su casa. Tenía cara de asustado, pero tan pronto como lo vio le ofreció su mejor sonrisa, aquélla con la cual lo recibió el primer día desde el tejado de su casa. Ítram se la devolvió y se reconfortaron mutuamente con las sonrisas. Sabían que tenían una responsabilidad muy grande y, en su interior, no estaban seguros, no sabían si lo podrían conseguir.
—¿Vamos? —dijo Ítram con un movimiento de cabeza y en un tono decidido que quería animarlos a los dos.
—¡Vamos! —exclamó Simón sin demasiado convencimiento.
Cerró la puerta tras de sí con un golpe seco. Fueron bajando la calle en silencio, cabizbajos y sin mirarse. El asedio también había afectado a la comunidad judía y a su barrio. No había ni un alma por las calles y las pocas que encontraron parecían fantasmas. Deambulaban y caminaban como poseídos por no sabían exactamente qué o asustados por el incierto futuro, y se arrimaban a las paredes de las casas. Todo era muy extraño.
Rodearon la plaza por el lado de la sinagoga, y después se metieron en un callejón que se abría entre dos casas. Era muy estrecho, tanto que Ítram pensó que un hombre no muy corpulento no pasaría. A medida que avanzaban parecía que fuesen a entrar en las paredes. De pronto, el terreno hizo un desnivel, que a cada paso era más acusado. La bajada era tan pronunciada que tuvieron que cogerse a las piedras que sobresalían de las paredes o ayudarse con los pomos de las puertas para no resbalar y caer de culo. Ítram recordó que estaban bajando hacia el río. No sólo porque oía el rumor cada vez más cerca sino también porque hacía rato que había mucha humedad, y además le llegaba a la nariz aquel olor tan característico del agua fluvial. Se acababan de quedar a oscuras y Simón sacó alguna cosa de la bolsa. Era un candil.
—Ahora lo encenderé. A partir de aquí hemos de seguir por un sendero subterráneo. Es una galería muy antigua con un palmo de agua que mis antepasados habían abierto para estudiar la posibilidad de encontrar las corrientes de aguas termales que después se desviaron y canalizaron hacia el micvé.
—¿Y cómo vas a encenderla? —le preguntó.
—Ven, ahora verás. —Y le hizo una señal para que lo siguiera. Dio tres pasos a la derecha, en dirección al río, e Ítram oyó un ruido como si moviese unas losas o unas piedras—. Dame la mano. Agáchate y ten cuidado.
Lo obedeció y entraron medio encorvados en cierto pasillo que tenía una luz anaranjada.
La luz provenía de un candil clavado en la pared, que daba una llama débil. Simón acercó la mecha de la cera de su candil.
—¡Ya tenemos luz para todo el camino!
Se volvió hacia Ítram y le enseñó sus dientes blancos con una sonrisa. Sin que lo vieran venir, una nube de murciélagos se les echó encima.
—¡Cuidado! —le dijo tirando de él—. ¡Agáchate!
Tuvieron que agacharse para que no les clavasen las uñas ni los dientes. Esas bestias van de cabeza hacia la luz para cazar insectos que vuelen cerca. Oyeron muy cerca los chillidos y el batir de alas. Los que dicen que son mudos y ciegos no saben lo que dicen. Una vez que la bandada de murciélagos los hubo sobrevolado, Simón paseó la luz de la llama unos metros por delante de él y sólo vio oscuridad y, en el suelo, el fango provocado por el agua que se filtraba por las paredes.
—Las paredes sudan porque estamos pegados al lecho del río. Encima de nosotros está la cavidad de los baños donde se purifican las mujeres. Al final de este largo pasillo encontraremos una puerta que da acceso a una cueva que nos situará al otro lado del río, junto a una fuente que hay en la entrada del pueblo. Está a cubierto de todas las miradas, porque la entrada a la gruta queda disimulada con unos grandes haces de ramas secas y unas piedras suficientemente grandes para que nadie sospeche que hay lo que hay.
Y así fue. Al cabo de un rato de caminar bajo tierra, vieron una grieta por donde pasaba luz.
—Es allá —dijo Simón, señalándola con la antorcha medio consumida.
No tardaron mucho en llegar. Tuvieron que apartar las ramas y las piedras que protegían la entrada de aquella ruta secreta. Lo hicieron tan sigilosamente como pudieron. El corazón les latía muy deprisa e iban con mucho cuidado para no hacer ruido. No sabían si justo al otro lado había soldados del conde de Empúries.
La puerta construida a base de elementos naturales cedió por el empuje de los dos chicos desde el interior. Cayó como un muerto y sin hacer ruido. Antes de salir se esperaron un momento. Escuchaban atentamente para oír cualquier ruido que viniera del exterior. Lo único que captaron fue un viento suave que soplaba y hacía sonar las hojas de los árboles, y el rumor del agua del río que bajaba calmada y brillante.
Se disponían a salir y ya sacaban la cabeza por el agujero, cuando de pronto volvieron a entrar. Habían oído los cantos embriagados de los hombres del conde en Empúries. Y después las grandes risotadas que soltaban.
Se oían con claridad. Por el fuerte volumen tenían que estar acampados muy cerca de la salida de la cueva.
Salieron sigilosamente del escondite. Se habían alejado de Besalú y ya estaban tras las líneas enemigas. Frente a ellos estaba el campamento que había montado el destacamento que controlaba la parte del río. Una extensión de tiendas y unas cuantas hogueras que tenían de fondo las obras a medio hacer del puente. Incluso se oía la música. En una de las hogueras había una chica que bailaba, insinuándose a los soldados que se le acercaban lujuriosos y babeantes.
—Está oscuro y están entretenidos. Salgamos despacio, creo que no hay peligro —dijo Ítram.
—De acuerdo. Tengamos cuidado al pisar, aquí damos un mal paso y…
Se pasó el dedo gordo por el cuello como si cortase un pedazo de melón.
Tragó saliva, se frotó el cuello y asintió con la cabeza.
Salían temerosos del escondite pero con paso firme. Con un ojo puesto en la hoguera y otro en el suelo, y el oído afinado por si hacían ruido que pudiese delatar su presencia o por si oyesen algún ruido que los pusiese alerta. Se fueron alejando de las tiendas y entraban ya en el bosque cuando se encontraron de cara con un soldado. Salía de detrás de unas matas donde había ido a hacer de vientre.
—¿Adónde creéis que vais? —les preguntó amenazador y desenfundando la espada. Tenían la punta del acero brillando frente a los ojos—. ¡Contestad u os despedazo aquí mismo y luego os aso a la brasa! —gritó.
El sudor frío recorrió la espalda de Ítram y el corazón se le disparó. Sin ser consciente de lo que hacía, se vio a sí mismo encarándose con ese hombre que era el doble de alto y de ancho. Le apartó el arma y lo empujó con todas sus fuerzas. Lo hizo con tal rapidez que lo cogió desprevenido, estaba seguro de que no se esperaba una reacción tan directa. Aunque apuntara la espada hacia el mentón, tenía la guardia baja. Perdió el equilibrio y cayó. El miedo y la inconsciencia debieron de proveer a Ítram de valor para una reacción así.
—¡Corre, Simón, corre! —gritó, y salió volando.
Pero Simón, paralizado por el miedo, no se movía. Cuando iba a echar a correr ya era tarde, el soldado se le agarró a la pierna desde el suelo y lo hizo caer de un tirón.
—¡Ítram, ayúdame, Ítram! —gritaba con desesperación Simón.
El soldado estaba ahogando a Simón. Ítram volvió atrás, cogió una piedra y golpeó al soldado en la cabeza. Éste soltó a Simón con un gemido de dolor. El hombretón se echó las manos a la cabeza para intentar detener la sangre que brotaba sin parar y cayó al suelo.
Corrieron como nunca antes lo habían hecho. El miedo los volvía a empujar hacia delante sin mirar atrás. Cuando los otros soldados se dieran cuenta de que, por más estreñimiento que padeciese, su compañero tardaba mucho en volver, saldrían a buscarlo y, al encontrarlo muerto con la cabeza abierta en medio de un charco de sangre, se querrían vengar y los buscarían para torturarlos y descuartizarlos. Esos pensamientos los hacía correr aún más deprisa. Corrían atravesando el bosque y sólo sentían que las ramas les golpeaban las piernas y a veces también las mejillas. La luz de la luna llena los guiaba a través de los campos y los ayudaba a encontrar el camino para subir montañas y bajar colinas. Corrieron durante muchas horas, hasta más allá de la medianoche. Ellos tenían caballos y podrían recortar distancias muy fácilmente. Cayeron exhaustos, extenuados, no podían más. No se tenían en pie. Los pies les quemaban tanto que no se los notaban. La cabeza estaba a punto de estallarles. Estaban reventados y habían estado a punto de morir. Cuando dejaron de oír su respiración acelerada, sólo había dos sonidos que rompieran el silencio: el canto de una lechuza y los gemidos de Simón, que lloraba desconsolada, amargamente. Mientras ahogaba los sollozos con la cabeza hundida en la hierba, se fue durmiendo. Ítram lo hizo al cabo de un rato, pero tenía pánico a cerrar los ojos por si los encontraban.