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El concilio

Había comenzado en la sede episcopal de Girona. El concilio lo presidía el delegado del Papa, Amat, obispo de Oleró. El enviado de Roma excusó la ausencia del Santo Padre Gregorio VII a la reunión. Una inoportuna enfermedad lo había obligado a quedarse en la cama durante quince días y los médicos le recomendaron reposo absoluto. No era lo mejor para su recuperación hacer un viaje largo y después enfrentarse a un grupo de obispos rebeldes. Amat no tenía un trabajo fácil, ya lo sabía. Su expresión era seria y tenía la mirada nublada. A un lado y otro de la sala, sentados en poltronas cómodas, estaba el resto de prelados que habían sido convocados. Entre los asistentes, los obispos de Agda, de Elda, de Vic, de Carcasona y también el polémico Guifredo, obispo de Narbona, que se hacía llamar arzobispo por la gracia de Dios. Ya durante los días previos a la celebración del concilio, Guifredo se había dedicado a intoxicar el ambiente y se había encargado de tramar una conjura entre todos los obispos para no acatar la voluntad papal. No estaban dispuestos de ninguna manera a hacer caso de las exigencias de Roma. El hecho de saber que no venía el Papa en persona y que enviaba a un delegado animó al obispo Guifredo a enfrentarse a la pretendida ley que quería aplicar la Santa Sede. Amat llevaba órdenes concretas y estrictas: imponer la rectitud y el orden, la austeridad y la rigidez en las costumbres. Desde hacía algunos años se habían torcido en detrimento de la indisciplina y los actos de simonía. El Vaticano sabía que muchos de los que estaban allí reunidos se habían beneficiado económicamente gracias al cargo eclesiástico que ocupaban, y que eso lo habían aprovechado para hacer negocios sucios y poco honestos, sin ningún tipo de miramiento ni remordimiento.

Pero también sabía —y eso, según el Santo Padre, aún era más execrable— que muchos de los prelados y de sus súbditos habían cometido o continuaban cometiendo un pecado mortal: el concubinato. Se trataba de erradicar esa costumbre que daba libertad absoluta a frailes y abades para que yacieran con mujeres incluso dentro del propio monasterio.

Después de rezar por la salud del Papa, Amat de Oleró se santiguó y se abrió la sesión.

—Queridos hermanos —tenía las manos entrelazadas sobre el pecho y las desligó para desplegar los brazos—, gracias por vuestras oraciones, estoy seguro de que nuestro Santo Padre, Gregorio VII, las habrá recibido. Ya sabéis que el auto a la personalidad de nuestro Sumo Pontífice es tan importante como el deber de obediencia no sólo a él sino también a Nuestra Santa Iglesia y a su fe. Y juntamente con estos preceptos es tanto o más importante cumplir obligatoriamente el del celibato.

Un rumor comenzó a correr por la sala y muchos de sus obispos ya miraban con desdén al delegado del Papa. Amat había ido al grano y dejaba que se diluyera el susurro antes de continuar:

—Hemos sabido que algunos de vosotros usáis la religión como vehículo para conseguir un beneficio propio: para sacar provecho. Sabemos que utilizáis vuestro ministerio sagrado como instrumento para controlar a los más débiles de espíritu de vuestras parroquias y diócesis y para abusar. Manipulaciones y coacciones que con frecuencia se ejercen sobre los fieles más frágiles. El único objetivo no es llevarlos a la salvación y a la expiación de los pecados, no. La única motivación es personal y egoísta, y algunos de los que estáis en esta sala —y barrió con la mirada a todos los purpurados— os aprovecháis de vuestros fieles para influir socialmente, con finalidades económicas y, lo que es más grave, ¡con finalidades sexuales!

—¡Es intolerable! —Guifredo, obispo de Narbona, se levantó indignado y, dirigiéndose a sus compañeros de concilio y luego al delegado del Papa, comenzó a defender tanto su comportamiento como el de los demás—. Nos sentimos vacíos y frustrados porque esta Iglesia, esta religión, no nos llena, no nos sabe llenar. No nos sentimos amados, nos falta afecto, estamos incompletos, nos encontramos y nos sentimos solos y casi por un mecanismo psicológico nos dedicamos a acumular riquezas, grandes fortunas que después, cuando morimos solos y sin descendencia reconocida, van a parar a manos de la Iglesia, engordando las arcas y el patrimonio de la institución. Si los frutos de nuestros pecados, nuestros hijos, ahora ilegítimos, no lo fueran, heredarían todas nuestras posesiones. Y entonces, ¿qué pasaría con vuestra amada Iglesia? ¿Cuánto tiempo aguantaría? Por eso, por motivos económicos y no por razones morales, no podemos tener descendencia ni con concubinas, ni con esposas, ni nada que se parezca a una relación amorosa completa. ¡No fuese que en las últimas voluntades nuestro testamento fuese a favor de ella y de nuestros hijos, que nos han dado una vida plena, y no de la Iglesia, que nos ha hecho malvivir por esta tontería del celibato! ¡A la Iglesia, a Roma, le conviene económicamente que se siga escrupulosamente la ley del celibato!

—¿No sólo reconocéis que cometéis estos pecados sino que, además, sostenéis que quien os empuja a estas prácticas pecaminosas es la propia Iglesia?

Fue una sesión tensa, en absoluto plácida, larga y verbalmente violenta. La mayoría de los obispos, azuzados por Guifredo, se enfrentaban a Amat, quien, desconcertado e indefenso, aguantaba estoicamente las broncas y las intervenciones coléricas que acababan en discusiones acaloradas. Incluso el purpurado de la región de Agda lo incomodó con algunos comentarios de mal gusto.

—¡No sólo cuestiono vuestra fe, querido obispo de Oleró, sino que además, y no son simples insinuaciones, tengo personas de confianza que pueden asegurar que vuestras preferencias sexuales os hacen correr hasta los patios de las escuelas! —El obispo de Agda le escupió las acusaciones como si fuesen veneno.

También tuvo que escuchar muchos reproches. Sobre todo le reprochaban que esas órdenes de Roma eran de una hipocresía clamorosa. Después de Guifredo, el obispo de Elda, Hervé, fue el siguiente en levantar la voz. Era un religioso que tenía un aspecto más próximo al de un forjador que al de un fiel sirviente de la Iglesia. Protestaba y acusaba al Vaticano de no predicar con el ejemplo, de ser un nido de corrupción y concubinato conocido y mantenido por las propias instituciones vaticanas. Se hartó de nombrar obispos y arzobispos de la órbita de la curia romana que pasaban por fieles y sacrificados hombres de Dios, y tenían unos comportamientos y unas actividades poco pastorales.

—No necesito más que oíros para certificar que lo que decían de todos vosotros es cierto —dijo Amat al fin.

—¿A qué os referís? —preguntó con cierto aire de irreverencia el obispo Guifredo.

—Me habían informado de que desde vuestros altares pregonabais a los cuatro vientos contra esta supuesta vida llena de opulencia, excesos y pecados del Papa y su corte, y que incluso algunos de vosotros. —Amat se iba encendiendo y clavó los ojos en Guifredo— osáis pedir públicamente frente a los feligreses que el Papa debería purgar sus culpas y expiar sus pecados…

—Es lo que tendría que hacer como todo pecador —lo interrumpió Guifredo gritando—. Debería reconocer los pecados y pedir perdón y misericordia. Él más que nadie debería dar ejemplo.

—Aunque fuese verdad, que Dios sabe que no lo es, ¿cómo os atrevéis a extender tal sombra de sospecha? Pero si no lo podéis demostrar… —Amat estaba a punto de perder los estribos—. ¿Cómo os atrevéis a hacer una acusación tan grave frente a sus parroquias? ¿Es que no veis que es un descrédito enorme para nuestra santa institución?

—Ya os hemos dicho qué pensamos de todo eso, y qué creemos que debería hacer el Papa. ¿O quiere que la gente se le ponga en contra porque no creen en lo que predica?

—¡Nadie puede juzgar al Santo Padre! —estalló Amat—. Es el hombre de Dios en la Tierra y le debéis respeto.

Las críticas se volvieron cada vez más agrias y fueron subiendo de tono, bien orquestadas y bien dirigidas por la pérfida batuta de Guifredo de Narbona. No llegaron a las manos de milagro, pero Amat no lo toleró. Ya tenía suficiente, ya había aguantado suficiente por ese día.

Prefirió suspender la primera jornada del concilio y posponerla para el día siguiente, cuando ya se hubiesen enfriado los ánimos tras la primera misa de la mañana.

—Hermanos, no creo que éste sea el clima más idóneo para hablar de estas cuestiones, que acaban perjudicando y corrompiendo a los hombres, a los pueblos y, de rebote, a sus almas. Se levanta la sesión. Mañana por la mañana seguiremos.

Amat se fue a rezar a la capilla que había justo al otro lado del claustro. Su salida de la sala se hizo en medio de un ambiente enrarecido.

El espectáculo y el silencio de los obispos desautorizaban y deslegitimaban la supuesta integridad moral de la Iglesia como institución y abrían las puertas a la impunidad y la indecencia. «Ya se apañarán, ellos y sus conciencias», pensó Amat.

Sólo Guifredo dirigió la palabra al obispo de Oleró cuando abandonaba la sala. Unas palabras que sonaban a despedida:

—¡Qué Dios os bendiga!

El resto de obispos se levantaron con unas sonrisas complacientes. Se sabían vencedores y seguramente también entendían esa despedida: al enviado del Papa le quedaban pocas horas de vida.

La segunda jornada no se llegó a celebrar nunca en Girona.