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El bosque de los Desmayos

¡Dios os guarde, fray Florencio! —Tafaig interceptó al camarero en un camino frecuentado que atravesaba el bosque de los Desmayos, no demasiado lejos del hospital de los leprosos—. Aunque dudo que vuestro Dios esté muy contento con vuestros actos —le soltó el druida mientras le bloqueaba el paso.

El monje detuvo a la mula. Sin bajar y con cierta altivez y arrogancia, le dijo:

—¡Curandero insolente! Apartaos de mi camino. Ni me tenéis ningún respeto ni me merecéis ninguno. No tengo por qué escucharos ni perder tiempo con vos, ¡dejadme pasar! —le ordenó el fraile.

—¿Adónde vais con tanta prisa? ¿Acaso os persiguen los remordimientos?

Y Tafaig se acercó para acariciar la frente del animal.

Petrificado, fray Florencio estaba derecho es su montura sin mover ni un músculo, y lanzaba una mirada sombría sobre aquel druida que lo interrogaba de manera amenazadora.

—¿Qué queréis? —dijo escupiendo la pregunta.

—Nada, hablar con vos.

Y Tafaig, después de acariciar el morro de aquella mula paciente, la rodeó.

—¿De qué? —respondió con sequedad y con cierto nerviosismo.

—De vuestra afición a cambiar el curso de las cosas y alterar la voluntad de la naturaleza.

Fray Florencio apretó los puños, bajó del burro y se encaró con Tafaig. El druida aprovechó ese momento para dar una patada a la mula, que echó a correr.

—No es necesario que nos escuche nadie, ¿verdad?

—¡Maldito druida, me lo pagaréis!

La mula desapareció por el camino y los dos hombres siguieron discutiendo.

—Sé que os gusta ir contra la naturaleza y que habéis estado jugando con dos de mis elementos, el agua y el viento, para ponerlos a vuestro servicio. Al vuestro o al de otro… —le acusó Tafaig.

Fray Florencio suspiró profundamente y con un aire trascendente le espetó:

—¿Qué queréis decir con que son vuestros? ¿Quién os habéis creído que sois para otorgaros poderes exclusivos sobre los elementos? Tenéis que aceptar, y vos deberíais, saberlo mejor que nadie, que hay cuerpos en la naturaleza que no se pueden ver y que están al alcance de cualquiera. ¿Recordáis a Lucrecio, querido druida? ¿Recordáis su De rerum natura, «De la naturaleza de las cosas»?

Tafaig asintió con la cabeza y lo invitó con las dos manos a que se explicase.

—«Los elementos primeros de las cosas —continuó fray Florencio— son invisibles, los ojos de los hombres no los pueden ver. La fuerza impetuosa del viento es uno de estos cuerpos invisibles. Aleja las nubes, azota el mar, recorre los campos y golpea con violencia las cimas de las montañas. El viento se enfada y se ceba contra todo lo que se le ponga delante: hunde barcos en el mar, flagela bosques, barre cultivos y extiende la ruina en un río que… —e hizo una pausa acompañada de una sonrisa maliciosa—, de pronto se ha salido de madre. Una ventisca súbita, el gran chaparrón, desde las montañas altas, hace que el caudal crezca debido a las lluvias abundantes, arrastrando pedazos de bosque e incluso árboles enteros, sin que los puentes fuertes puedan aguantar la fuerza súbita del agua que llega. —Fray Florencio acompañaba la recitación del viejo y sabio romano con unos gestos que intentaban dibujar la furia desatada del río contra el puente—. De esa manera, el río impetuoso se precipita contra los diques con una fuerza poderosa y lo arruina todo. Con un ruido fuerte y bajo sus ondas, hace rodar piedras inmensas y arrastra todo lo que se opone a sus corrientes. Todo lo empuja y se lo lleva por delante, con acometidas frecuentes, a veces con un remolino tortuoso que lo levanta todo. Impulsos rápidos que se lo llevan todo girando en un remolino. El viento es invisible y el río es visible. Todos los elementos son fuertes por su simplicidad sólida, pero cuando se combinan se hace una mezcla densa con la cual muestran formas más vigorosas». Lucrecio, amigo mío, Lucrecio, romano de alma antigua y sabia.

—¿Me queréis hacer creer —dudó Tafaig— que aquella tempestad fue la conjunción fortuita de dos elementos naturales?

—Sentimos los olores y, a pesar de ello, no los vemos meterse en la nariz, ni vemos el calor agostador, ni podemos percibir el frío con los ojos, ni solemos ver las voces…

—La destrucción y la devastación del día de la gran riada no es sólo fruto de la combinación del aire y el agua. Alguien o algo los ha pervertido. Estos elementos no sirven a la destrucción sino a la creación, a menos que alguien, obrando con malas artes, consiga que el Numen del río siga el curso que le han marcado, que le han dictado. ¿Me equivoco?

—No me sorprende, viejo brujo, que penséis así. Tratándose de alguien como vos, que invoca los poderes oscuros de la naturaleza para curar.

—Os lo repito, fray Florencio, sé que habéis estado jugando con uno de mis elementos: la tierra, el aire, el fuego y el agua. Y eso no me gusta. Vengo a pediros que abandonéis estas prácticas y que no despertéis al numen divino del río. Ni del río ni de ninguna otra cosa.

Fray Florencio ya hacía rato que no lo escuchaba. Comenzó a levantar los brazos poco a poco en dirección a Tafaig mientras masticaba unas palabras ininteligibles. Las hojas y las ramas que tenía alrededor se levantaron y se arremolinaron hasta rodear al viejo druida. Éste encaró su vara de sabina contra la hojarasca amenazadora y salió un rayo incandescente que la quemó, la desintegró literalmente.

En medio de esas cenizas humeantes, la figura de Tafaig se elevó del suelo como si levitase, y con la mano derecha señalaba el suelo que pisaba el fraile. El monje estaba situado bajo un roble y rodeado de otros robles.

Fray Florencio notó que perdía el equilibrio. Las raíces de los árboles se sacudieron de encima la tierra y con una celeridad que dejó al fraile boquiabierto se le agarraron al cuerpo. Lo cogieron por el cuello, las piernas y los brazos, y lo estrujaron hasta que dejó de respirar. Las raíces se apartaron rápidamente del cuerpo del fraile, que cayó al suelo sin aliento. Tafaig hizo otra indicación y el suelo se tragó los restos de fray Florencio. Engulló el cuerpo sin vida del camarero en dos tiempos. Primero desapareció hasta la cintura y luego del todo. Lo último que vio Tafaig fue la suela de las sandalias gastadas de un monje que terminó siendo víctima de sus propias malas artes. La naturaleza le había pasado factura.