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El enigma del candelabro dorado

Le dolía más la conciencia que la espalda. Los pecados que se alojaban en la conciencia de fray Agapito le quemaban más que cualquiera de las heridas que le provocaban los azotes que cada noche se infligía para mortificarse. Fray Agapito quería pero no podía explicar al padre abad lo que Magali le había dicho. El abad tenía que saber que alguien estaba organizando un plan para que cayera Besalú. El abad tenía que saberlo, así podría avisar al conde con el tiempo suficiente para que estuviera prevenido. Pero fray Agapito se preguntaba insistentemente noche y día cómo decírselo sin revelar la fuente, cómo explicárselo sin ponerse en evidencia.

Así, con todas esas preocupaciones rondándole por la cabeza, es como el abad encontró a fray Agapito el día en que bajó a la cripta del monasterio.

La figura del padre abad bajando por las escaleras sobresaltó al monje, que no se imaginaba que tendría que encararse con ese dilema tan pronto.

—¿Os he asustado, fray Agapito? —le preguntó el abad al verlo tan inquieto y pálido como la cera.

—¡No, en absoluto! Dios os guarde, muy reverendo padre. Sólo… —la voz le temblaba ligeramente—, sólo que no os esperaba. ¿Qué os trae por aquí abajo?

—Una cuestión, querido hermano, ¿cómo os diría?, ciertamente delicada —contestó el padre abad con un gesto de preocupación.

Fray Agapito sudaba como nunca con los hábitos. Tenía las manos y las axilas muy mojadas. Se temía lo peor. Alguien lo había visto y el padre abad iba para recriminarle su depravación y castigarlo expulsándolo del monasterio y condenándolo a vagar por el mundo como un desgraciado.

—Es tan delicado, hermano Agapito, que la conversación que vamos a tener debe quedar… —e hizo una pausa que al monje le pareció una eternidad—, sólo —y levantó un poco la voz—, entre vos y yo. Nadie puede enterarse, porque de ello depende el buen nombre de nuestra institución y de muchas otras personas, comenzando por mí mismo… —dijo, y le dio la espalda.

El martilleo del corazón era tan fuerte que fray Agapito pensaba que sería imposible que el abad no lo estuviese oyendo. Era tan intenso que estaba convencido de que le saldría por la boca.

—Vos diréis, padre… —dijo fray Agapito con abatimiento—. Estoy a vuestra disposición para serviros en lo que haga falta. Pero antes confesadme…

—¿Os he hablado alguna vez de la joya hebrea?

Fray Agapito estaba muy desconcertado, el padre abad ni lo había oído.

—¿Cómo decís?

—La menorá, un candelabro ritual de oro de siete brazos.

—No, no sé qué es —respondió intrigado el sacristán.

—La historia que explica la tragedia ha quedado grabada en un relieve del arco del triunfo de Tito en Roma. Se ve a los judíos cautivos que transportan hacia la capital del Imperio la menorá de oro. Uno de los tesoros del templo de Jerusalén, arrasado por las huestes romanas del general Tito, hijo del emperador Vespasiano, el año 70 después de Cristo.

»La leyenda, que la Santa Sede siempre ha negado, situaba la menorá en los sótanos del Vaticano, junto a otros tesoros del segundo Templo de Jerusalén. Herodes lo levantó sobre las ruinas del primer templo, construido por Salomón para custodiar el Arca de la Alianza.

—¿Y cómo ha llegado aquí?

—Su salida de Roma no está clara y su llegada a Córdoba aún menos. Pero el caso es que, debido a las batidas de los condes catalanes en aquella ciudad andaluza, en las cuales había participado el ejército que dirigía el padre de nuestro conde, llegaron a nuestras tierras muchos objetos de valor. Y el candelabro hebreo terminó aquí. La llegada fue accidentada y se quiso desviar la atención de ese objeto tan preciado. Desde entonces han circulado infinitas versiones de los hechos, incluso se dijo que se había vendido. Con el paso de los años, no obstante, los rumores y cotilleos se fueron apagando y se ha conseguido el objetivo de mantener el candelabro lejos de todo el mundo. Hasta ahora —dijo suspirando—, que ha llegado el momento de devolvérselo a sus propietarios o, al menos, a sus herederos. Ese candelabro es el segundo símbolo más apreciado por los judíos después del Arca de la Alianza.

Fray Agapito estaba confundido y atónito, tanto que hacía rato que la sangre no le corría por las venas.

—Hermano Agapito, debemos devolver a la comunidad judía un tesoro muy valioso para su fe que ha estado oculto todo este tiempo en las entrañas del monasterio. —El abad se dirigió al fondo de la cripta—. Acompañadme, hermano. —Fray Agapito lo obedeció—. Habéis tenido encerrada bajo llave y muy cerca de vos una de las piezas más veneradas de la comunidad judía, la menorá.

Apartó con el pie un saco viejo y deshilachado y quedó al descubierto una trampilla con una anilla. Atónito, fray Agapito seguía todas las maniobras del abad sin entender nada.

—¿Me podéis ayudar, hermano Agapito?

El abad tiró de la anilla y del interior del escondite sacaron una caja que contenía un objeto. La abrieron y, envuelto en un manto negro, se adivinaban los brazos dorados de la menorá.

Una vez que el candelabro quedó a la vista de los dos religiosos con toda su magnificencia, fray Agapito preguntó:

—¿Y por qué, muy reverendo padre, precisamente ahora hay que devolver este candelabro a los judíos?

—Hijo mío —y el abad lo abrazó por la espalda—, apenas salís de esta cripta y del monasterio, apenas veis la luz del día, pero debéis saber que Besalú está asediada.

—¿Asediada? —dijo abriendo los ojos y arqueando las cejas en señal de sorpresa.

—Sí, hermano Agapito, el castillo se ha quedado sin agua porque la han envenenado, y podría ser que la comida también lo estuviera. El conde ha pedido a los judíos todas las provisiones que tengan para resistir y, a cambio, les quiere devolver lo que legítimamente es suyo. ¿Lo entendéis?

—Besalú asediada… Sin agua… y a punto de caer. —Se tapó la cara con las manos—. No he llegado a tiempo, padre, ¡perdonadme! —suplicó lanzándose a los pies del abad.

—¡No digáis eso! Vos no tenéis la culpa, ¿por qué tendría que perdonaros? —le dijo el abad mientras lo cogía por las axilas para ayudarlo a levantarse.

—Tenéis que confesarme, padre abad, porque he pecado —dijo el monje cabizbajo—. Sabía que se estaba planeando un ataque contra el condado y no os dije nada.

—Pero ¿qué decís, fray Agapito? —dijo el abad frunciendo el ceño—. ¿Vos estabais al corriente de este complot para hacer caer Besalú? —La expresión de la cara del abad se había endurecido como una roca—. ¿Y por qué no me dijisteis nada si lo sabíais? Contestadme, por favor.

—Yo, yo… Pues… —Fray Agapito jadeaba sin que le salieran las palabras mientras se retorcía los dedos de unas manos sudadas—. Escuchad, he pecado doblemente —dijo al fin mirando al suelo y evitando los ojos encendidos del abad—. Os he engañado a vos, reverendísimo padre, y a toda la comunidad, pero es que, además, me he condenado, porque he caído en el pecado de la carne.

—¿Cómo? —gritó enérgico el abad—. ¿Habéis mantenido relaciones sexuales aquí, en el monasterio?

—No, aquí no, en el burdel de Portalet.

—¿Y eso qué tiene que ver con el hecho de que estuvieseis al tanto del ataque contra el castillo?

—La chica con quien tengo relaciones…

—¡O sea que aún la veis! —gritó el abad interrumpiéndolo.

—No, no, muy reverendo padre —contestó el fraile, arrepentido, en un intento por suavizar la ira del abad—. Quería decir la chica con quien tenía relaciones, de eso hace ya mucho, hace mucho que no voy. —Esas palabras provocaron una punzada de dolor en el corazón de fray Agapito e hicieron que se le humedecieran los ojos, sabía que su amada Magali había muerto—. Pero la última vez que fui, la chica me lo explicó.

Y le volvieron las imágenes de esa noche en la habitación de Magali, con la chica ensangrentada y malherida. Se le hizo un nudo en la garganta que le costó deshacer, pero lo intentó. Se aclaró la garganta, cogió aire y continuó:

—Me dijo que uno de los hombres con los cuales solía dormir era un elemento importante del ejército de Empúries y le hizo una serie de promesas, entre ellas sacarla de la prostitución y convertirla en una mujer respetable cuando entrasen en Besalú y el conde de Empúries gobernase. Existía un plan para que eso sucediera.

Esas últimas palabras aún resonaban en las paredes en forma de vuelta de la cripta de Sant Pere. Después se hizo el silencio. Un silencio pesado y que sobre todo pesaba sobre la conciencia de fray Agapito, quien, lejos de haberse liberado con su confesión, se veía descendiendo al infierno por el doble pecado cometido.

Mientras el abad pensaba en lo que tendría que hacerle, lanzó una pregunta:

—¿Qué queda de vuestros votos de pobreza, obediencia y, sobre todo, castidad? —Y remató la sentencia—. Me habéis decepcionado mucho, hermano Agapito, mucho —repitió el abad, mascando el adverbio—. Yo confiaba en vos. —Fray Agapito fue incapaz de contestar, ni siquiera mostró indiferencia. Estaba abatido y a merced de lo que decidiera el abad—. Tras la cena vendrán los hermanos Ivo y Abdón a buscar la caja.

Y, dicho eso, el abad se fue de la cripta y dejó a fray Agapito llorando de rodillas y golpeando con los puños el suelo de esa estancia que había perdido todo su brillo. A la mañana siguiente, fray Agapito se ahorcó.

La muerte de fray Agapito no fue el único disgusto que tuvo el abad. La traición de fray Florencio, su camarero y mano derecha, le provocaría otro disgusto del cual tardaría en recuperarse.

Desde hacía cierto tiempo, coincidiendo con la presentación del proyecto de construcción del puente del maestro Primo, el abad veía a su camarero más nervioso, más desconcentrado, como si viviese en otra dimensión, en otra vida. La relación entre ellos se había ido deteriorando. Su comportamiento distante, frío y poco atento, lo contrario que hasta entonces, había marcado las últimas semanas del camarero en el monasterio. Su repentina visita a los hermanos del monasterio de Sant Miquel lo extrañó, pero no le dio importancia; en todo caso, pensaba que quizá la estancia entre los hermanos le sería de provecho y, cuando volviese, no estaría tan brusco y su carácter distante no sería tan agrio. Cuando el abad supo el papel de fray Florencio en todo aquel complot, ató cabos inmediatamente. Ya entendía el comentario que le había hecho el hermano Basilio; antes no le había dado ninguna importancia. Fray Florencio no se fue a ningún monasterio para compartir pensamientos y experiencias con los hermanos de Sant Miquel: había huido antes de que asediaran el condado. El abad no entendía qué le había llevado por ese camino de perdición, qué promesas le habría hecho Hugo de Empúries para que se decidiera a traicionar a la comunidad y a toda la gente de un pueblo. Cuando los captores de Jeremías hicieron confesar al judío, éste reconoció que el monje le había explicado que aspiraba a ser el abad de Sant Pere de Rodes. La autoridad de la abadía y el monasterio sustituiría a la de Sant Pere de Besalú después de que Hugo entrase en el condado e hiciera capitular a Bernardo II de Tallaferro.

La ambición de un hombre de Iglesia, de un hasta entonces fiel sirviente de Jesucristo, de profundas convicciones, pudo más que la devoción por la fe y la salvación.