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La niebla

El tiempo cambió y se volvió en contra del conde de Empúries. Parecían acampados en medio de la nada. Densa y mojada, la niebla lo invadía todo y parecía como si se hubiera tragado el condado entero. Escondidos detrás de aquella espesa cortina blancuzca, el castillo y la montaña habían desaparecido. Hasta el hombre más sensato habría dudado de que al otro lado hubiera vida. La suave capa vaporosa de la niebla cubría todas las tiendas y se retorcía y entrelazaba como si se tratara de delicados flecos. Los campos de los contornos humeaban; hubiérase dicho que había alguien cocinando en las entrañas de la tierra… No se oía nada, reinaba una quietud inquietante. Una pátina líquida cubría las tiendas, la misma que había apagado las hogueras que habían ardido toda la noche y que había dejado empapados a quienes montaban guardia. Eran los efectos de una niebla que enturbiaba el ambiente y que hacía que aquel que quisiera ver cinco metros más allá de sus narices tuviera que frotarse los ojos como si se le hubiera metido en ellos humo o arena. No veían porque era imposible ver nada. Una antorcha avanzaba hacia la tienda principal. Dentro la esperaban.

—¿Preparo a los hombres, mi señor? —preguntó Matamala al entrar, mientras ahogaba la llama.

—De momento, no —le contestó Hugo de Empúries—. Tenemos que suspender el ataque. No podemos arriesgarnos. No conocemos lo bastante bien ni el terreno, ni el entorno, ni las fuerzas del enemigo.

—Eso no puede ser, mi señor, no podemos perder ni un minuto más. Si por mí fuera, podríamos haber atacado ayer. Creo que es un error acampar y esperar hoy, mañana, pasado mañana. Si tenemos que quedarnos muchos días más, los hombres empezarán a acusar el cansancio, habrá peligro de deserciones. Podríamos ser ya los amos del condado, y mirad cómo estamos, con los brazos cruzados esperando que levante la niebla. ¿Es ésta vuestra estrategia?

—Basta, ya es suficiente. ¿Quién os habéis creído que sois? No tolero ese lenguaje, ni tampoco que cuestionéis mis órdenes. He dicho que esperaremos, y eso es lo que haremos. Comunicádselo a vuestros hombres. Esto es lo único que tenéis que hacer: callar y obedecer. Hasta ahora no os había costado tanto.

—Y mientras, ¿qué queréis que hagan? ¿Cepillar los caballos? ¿Jugar a cartas? ¿Descansar?

—Trabajo no falta. Tal vez tengamos que permanecer así unos cuantos días, o semanas, prolongando el asedio. Tenemos provisiones suficientes y un gran número de animales. Y somos muchos hombres. De modo que sería conveniente que la infantería se encargase de construir una acequia para garantizar una buena evacuación de las aguas fecales y residuales. Eso si no queréis que os mate la disentería o alguna otra enfermedad infecciosa antes de entrar en combate.

—¿Y no podríamos quemar y destruir todos los cultivos y pastos del condado?

—¡Claro que no, botarate! Voy a ser el amo de estas tierras, y lo último que quiero es ser propietario de un pedregal. Este condado no sólo es rico en tierras, ¡sino que estas tierras están además situadas en una parte privilegiada del territorio que yo quiero dominar! Quiero poseer el control de una zona que tiene mucha influencia económica y política. ¿Os ha quedado claro?

—Sí, mi señor —replicó con un gesto de desdén, mientras se disponía a salir de la tienda.

—¡Matamala!

—¿Y ahora qué pasa?

—Ordenad a los hombres que hagan lo que os he dicho, y una vez lo hayan cumplido… ¡qué estén a punto! En cuanto levante la niebla les caeremos encima —dijo Hugo de Empúries señalando al castillo—. No tendrán tiempo ni de respirar. No verán salir el sol, porque nosotros les traeremos la oscuridad. Actuaremos con tal celeridad, que ni se enterarán. Tan rápidos como el trueno que resuena antes de que puedas taparte las orejas, tan veloces como el relámpago que te ciega antes de que puedas cerrar los ojos. Para ellos será una pesadilla. No en vano la pesadilla de un hombre es el sueño de otro, y mi sueño es éste: ver ceder las murallas de Besalú…

Matamala salió de la tienda maldiciendo y refunfuñando.