27

El asedio

Mascaba una brizna de tomillo que le colgaba de los labios. Al mordisquear la base de la ramita, el gusto iba llenándole la boca. Mientras ésta se le refrescaba, entornó los ojos y contempló, o mejor dicho, escrutó con preocupación lo que tenía delante de las narices, en un horizonte cada vez más cercano. El pastor se quitó el tronquito de tomillo de la boca y silbó al perro para que fuese reuniendo el rebaño y las ovejas no se descarriaran.

Una gran sombra, oscura y desafiante, fue extendiéndose como una mancha de aceite por la explanada que moría a los pies de las murallas del condado. Era como si aquella colina derramara centenares y centenares de hombres armados. Un líquido reluciente, fruto del brillo de las corazas metálicas. Las tropas de Hugo de Empúries aparecieron por detrás de la montaña y fueron distribuyéndose por delante del castillo. Se distinguían los estandartes naranjas y negros que ondeaban al viento con arrogancia. Una cantidad ingente de banderas agitadas con una visceralidad que nacía del estómago, irracional, obedecía las órdenes sin pensar. Del tronco central de aquel inmenso cuerpo guerrero —una masa compacta y uniforme que avanzaba decididamente hacia la fortificación—, se desprendieron dos partes, dos brazos: uno iba hacia el monasterio de Sant Pere y los barrios que quedaban extramuros, y el otro hacia el río. El ejército se instaló a orillas del Fluvià y cerró el círculo que había de estrangular al condado hasta asfixiarlo.

El ruido metálico acompasado se hacía cada vez más audible, cada vez estaba más cerca, y empezaban a retumbar las murallas de Besalú. Era el sonido de la guerra.

En primera línea avanzaba la infantería. Empuñaban unas lanzas con una longitud de dos metros como mínimo, preparadas para atacar y defender empalando al enemigo en el momento en que se les viniera encima. No era previsible que se produjera un combate cuerpo a cuerpo. Los ataques procederían más bien del aire, por eso los escudos, los cascos, los yelmos y las corazas les serían de mayor utilidad para defenderse de las flechas, las piedras y otros proyectiles que les disparasen desde detrás de las murallas.

Cubriéndoles la espalda estaba la caballería, cuyos hombres iban protegidos de los pies a la cabeza y armados hasta los dientes. Justo tras ellos, una buena dotación de arqueros, y cerrando el contingente, tres catapultas. Y en la retaguardia, aún había un buen puñado de hombres armados más, por si a última hora era preciso intervenir para desestabilizar al enemigo.

Comenzaba a oscurecer y Hugo dio a sus hombres la orden de acampar. En un momento, aquel campo quedó salpicado de rojo y blanco. Así es como se veían, desde lo alto del castillo, las hogueras que habían encendido y las tiendas que habían plantado para pasar la noche.

Enseguida comenzó a ascender un rumor de alboroto y de cierta algazara, hasta de música. Guillermo de Ortons, el capitán de la guardia condal, observaba el escenario con inquietud desde una de las torres, donde iban relevándose algunos de los mejores arqueros del condado. Se levantó algo de viento, y Guillermo se abrigó con el manto que le colgaba por la espalda. Se arrebujó hasta la nariz con aquella capa, aunque la cota que llevaba era bastante gruesa, y al ir anudada al cuello y sujeta a la cintura con un cinturón, no había modo de que el aire le entrara hasta el cuerpo. Los escalofríos se los provocaba la imagen que veía. Con la mano posada en la empuñadura de la espada que llevaba al lado de la hebilla, meditaba. Era preciso combatir el asedio, pero ¿cómo resistirían sin agua y con toda la población dentro? ¿Cuántos días podrían aguantar?, se preguntaba. Necesitaban un milagro.

Bajó a la sala donde le esperaban el conde y el resto de la asamblea. También estaba Ítram, que le pidió a su padre que le dejara acompañarlo, y acordaron que se quedaría en un rincón, observando.

Cuando entró el capitán de la guardia, dirigió un saludo marcial al conde y luego saludó afectuosamente asintiendo con la cabeza al abad y al maestro de obras. El abad había creído oportuno y conveniente que por sus conocimientos el constructor asistiese a aquel encuentro improvisado por la urgencia. Todas las ideas serían bienvenidas, no podía descartarse ninguna, por muy descabellado que pudiera parecer algún plan. Intervino el conde, y lo hizo para serenar los ánimos.

—Esta tarde he estado en la capilla, rezando ante la Vera Cruz, y Nuestro Señor Jesucristo me ha iluminado. Me ha recordado que a finales de mes, dentro de un par de semanas, el Santo Padre estará en Girona. Vendrá para celebrar un concilio, y no vendrá solo. Le acompañará su ejército personal, uno de los mejores del mundo, y que además cuenta con la protección divina. Ya conocéis la buena relación que existe entre el condado de Besalú y el obispo de Roma. En virtud de esta relación, casi de amistad, he decidido que enviaremos a Girona a alguien que pueda explicarle lo que sucede. El Papa puede ayudarnos y lo hará.

En aquel momento, Guillermo de Ortons pidió la palabra.

—Mi señor, me congratula que la venerable Vera Cruz os haya guiado tan deprisa hacia una solución, pero no veo la forma de hacerla efectiva. No podemos salir por ningún sitio, estamos asediados por las tropas de Empúries.

Las palabras del conde habían iluminado un poco los rostros de los asistentes a la reunión. Ahora, sin embargo, la reflexión de Guillermo de Ortons volvió a nublarlos y a sumirlos en una apesadumbrada congoja. Un silencio incómodo envolvió a los presentes.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Primo, levantándose de un salto del asiento.

Todo el mundo en la sala se volvió con asombro hacia el constructor, por aquella intervención tan inesperada, incluso Ítram.

—Perdonad —se disculpó Primo—, pero de pronto —y se llevó un dedo a la cabeza— he recordado que mi hijo, Ítram, me explicó hace tiempo que una vez salió del barrio judío por un camino… en cierto modo secreto.

»No supo explicármelo demasiado bien, porque tenía la cabeza enturbiada. Era de noche y no sabía muy bien por dónde iba. Recuerdo que me extrañó que esta comunidad hubiera construido una especie de pasadizo para entrar y salir del condado sin dar cuentas a nadie. Mi hijo me explicó que era un sendero que discurría paralelo al río y que en determinado punto del recorrido se desviaba incluso por unas galerías subterráneas hacia el exterior de las murallas y por debajo del río, sin que nadie tuviese la más mínima constancia.

Durante su explicación, no miró a su hijo en ningún momento. Como si no estuviese.

Los presentes en la sala se quedaron boquiabiertos al escuchar lo que explicaba su padre. Lo observaban y volvían la cabeza hacia el rincón donde estaba, interrogándolo con la mirada: ¿los judíos tenían un túnel para entrar y salir?

El conde no sabía cómo debía actuar: si hacerlo destruir y castigar a los judíos por aquel desafío y aquel atrevimiento, o por el contrario dejarlo abierto y obtener de él un rendimiento en beneficio del condado.

Primo miró fijamente al conde, y éste le pidió con un gesto que continuara.

—Gracias, señor. —Y el conde le devolvió el agradecimiento con una pequeña reverencia—. Creo que podríamos utilizar el camino de los judíos para salir de Besalú e ir a Girona a pedir ayuda al Sumo Pontífice. Así seguro que los soldados de Hugo de Empúries no se percatarán… ¿Qué me decís, señores? —preguntó Primo, dirigiendo la mirada en primer lugar al conde y luego al resto de los asistentes.

—Debo confesaros, maestro Primo —intervino el conde—, que no dejáis de sorprenderme, para seros franco. Y no sé si debo haceros castigar por no haber informado antes, o si debo daros las gracias por abrirnos las puertas a una solución.

—Os suplico disculpas, señor, yo no sabía que vos no estabais al corriente… —se excusó Primo, como buenamente supo y pudo.

Desde su rincón, Ítram hubiera querido esfumarse en el aire.

—Es igual, ahora tanto da —dijo el conde con una mueca de desdén hacia su maestro de obras—. Ahora mismo lo que cuenta es la seguridad del condado, eso es lo más importante… —Se levantó de la silla y se puso a dar vueltas bajo el escudo condal que presidía la sala de la reunión y mientras se acariciaba la barba—. Es una idea arriesgada pero no imposible —sentenció finalmente el conde—. Enviaremos al mejor guerrero del condado. —Y miró al capitán de la guardia—. Guillermo, te encomiendo la misión de ir a Girona para encontrarte con el Santo Padre y hacerle conocedor de esta situación en que nos encontramos, por culpa del plan de Hugo de Empúries para derribar el condado de Besalú.

—Mi señor, permitidme que os contradiga. —Guillermo de Ortons se levantó dirigiéndose al conde—, pero yo no quiero abandonar Besalú en estos momentos en que se encuentra rodeada de más de medio millar de hombres armados que pueden lanzar un ataque en cualquier momento. Creo, señor, que es menester que desobedezca vuestras órdenes, pues entiendo que mi presencia aquí será de mayor provecho para defender el castillo y el condado, y para coordinar a nuestros hombres ante un inminente ataque de las tropas de Empúries. Y es más, mi señor, me atrevo también a sugeriros que si nos pertrechamos y aguantamos un primer embate, todo ello será tiempo ganado. Según mi modesto parecer, mi señor, a Girona debemos enviar a alguien que no sea aquí necesario, aunque soy consciente de que cualquier persona capaz de coger un arma puede sernos útil para hacer frente al enemigo.

La asamblea volvió a enmudecer. Unos instantes que se hacían eternos y durante los cuales podían oírse los latidos del corazón de los hombres que estaban sentados esperando que les lloviese una solución del cielo.

Primo miró a su hijo. Le brillaban los ojos, y le sonrió. Tenía una mirada que Ítram ya le había visto en ocasiones anteriores, una mirada que infundía confianza.

El maestro de obras cobró valor de nuevo y se puso en pie de un salto. Llevándose la mano al pecho, dijo:

—Señores, mi hijo Ítram podría ir. —Lo señaló con la mano extendida—. Conoce bien el camino y sabe quién podría conducirle a las afueras del condado. Es lo bastante veloz, valiente y astuto como para llegar sano y salvo a Girona y pedir audiencia ante el Papa.

Ítram no acababa de creerlo. Él mismo había pensado en ofrecerse, pero lo había considerado poco sensato. Había pensado que le dirían que era una estupidez, que dónde pretendía ir un mozuelo como él, que acababa de cumplir quince años… Sentía una mezcla de miedo, nerviosismo, alegría y exaltación. La esperanza que depositaban en él era considerable, y estaba sufriendo ya por ver si sería capaz de responder a las expectativas que pudiera generar entre los notables reunidos en asamblea, sin saber qué diría el conde, que era al fin y al cabo quien tenía la última palabra.

—Sólo faltaría que vos, señor —proseguía su padre—, pidieseis al Papa la ayuda por escrito con el sello condal estampado, para que, cuando mi hijo le transmita el mensaje, Su Santidad pueda ver que no se trata de ninguna encerrona. Será el mejor modo de asegurarnos de que la ayuda se pone en camino en cuestión de horas.

El abad apoyó la decisión del maestro de obras. Se volvió hacia Ítram y le guiñó un ojo. Sin esperar respuesta, se dio la vuelta de inmediato hacia el conde con una mirada y un gesto que le daban a entender a éste que podía estar seguro de que aquel sacrificio que hacía Primo era una buena solución.

El conde lo estudió con la mirada largo rato. Por fin, sentenció:

—Señores, no se hable más. Si estáis todos de acuerdo, así se haga. ¡Qué Dios Nuestro Señor y la santísima Vera Cruz nos amparen!

Y hecha la invocación, el conde se levantó, y la reunión quedó disuelta.

El conde regresaba a sus aposentos cuando, al pasar junto a Ítram, se detuvo y le dijo:

—Besalú confía en ti, joven Ítram. Sé que no nos defraudarás.

Le cogió la mano, se la estrechó y se marchó. Su padre se le acercó y, mientras lo abrazaba, el abad lo bendijo. Salieron juntos en dirección al monasterio, y el resto de los asistentes fueron desfilando hacia las diferentes estancias del castillo. Guillermo de Ortons, después de felicitar a Primo y de animar a Ítram, se fue con sus hombres. Debían prepararse para resistir.

Fray Florencio vivía el asedio desde el hospital de leprosos, extramuros. Él era el administrador del hospital y, con la excusa de pasar las cuentas con el rector que se encargaba de los cuidados de aquel pequeño sanatorio, había abandonado el monasterio apenas unos días antes.

—El ejército de Empúries está a punto de llegar a las puertas de Besalú —le informó uno de los hombres al servicio del hospital.

Llegó sofocado del bosque, donde había ido a partir leña, y explicó que había visto pasar las tropas en dirección a la capital del condado.

—Eso es terrible —dijo el camarero del abad, fingiendo un tono que simulaba preocupación—. ¡Avisad enseguida al cura!

Fray Florencio esbozó una sonrisa malévola cuando el sirviente salió corriendo para buscar al rector.

«Todo sigue su curso», pensaba el monje, frotándose las manos, que se embutió en las holgadas mangas del hábito.

Dos gorriones y dos petirrojos se comían las semillas recién sembradas en un trigal. De pronto levantaron el vuelo, espantados por el estrépito de los cascos de los caballos que pasaron al galope como una exhalación. Era la caballería del ejército de Empúries. Un montoncillo de piedras que había en el camino salieron disparadas y fueron a caer en el lugar en el que los pajarillos habían estado picoteando.