Sin agua
Fue el encargado de las caballerizas, Baudilio, quien dio la voz de alarma.
La angustia le subió desde la boca del estómago hasta el paladar. Se llevó un disgusto que lo dejó conmocionado, y eso justo después de haber estado tan a gusto.
Tenía una costumbre que el resto de la gente no veía nada bien: fornicaba con los animales; con uno en concreto. A diferencia de los demás, no perseguía ni montaba cualquier bicho de cuatro patas y un agujero. Él buscaba una de las gorrinas que campaban por el corral, pero exclusivamente una. Su fidelidad para con ese animal ya la habrían querido muchas de las mujeres del condado, desatendidas como estaban por unos maridos que, cuando no las zurraban, se iban de putas, o que, cuando andaban faltos, o simplemente de vez en cuando, asaltaban un corral y violaban alguna cabra o gallina. La de Baudilio era una desviación, sí, una perversión, pero era un impulso que nacía de la cabeza y del corazón, no del bajo vientre. No se trataba, pues, de una acción animal ni instintiva —bueno, quizás instintiva sí—; en todo caso, obedecía a la razón —quizá también algo trastornada por unos sentimientos difíciles de explicar y de compartir—, pero aquella penetración era, al fin y al cabo, fruto de un acto racional, pensado, aunque enfermizo. Por lo general, en todas las especies, los machos se relacionan con las hembras de la misma especie, y, en teoría, los humanos no son una excepción. Está claro que Baudilio, con su comportamiento, rompía esta lógica del emparejamiento. Sin embargo, él no tenía la sensación de estar haciendo nada despreciable, absurdo ni bruto, sino al contrario. Entraba al corral empujado por el deseo y acostumbraba a declamar palabras dulces, suaves y tiernas. Lo vivía con total naturalidad, nunca mejor dicho. Se dejaba llevar por lo que un día la madre naturaleza le había puesto delante: una gorrina.
Lo impulsaba una naturalidad ciega y llena de pasión, la misma que siente el enamorado que abre el corazón y el deseo a la naturaleza irracional del amor, sólo que, en su caso, aquel acto de amor natural era una animalada, una salvajada. Si alguna vez lo hubiera visto alguien, lo hubiera considerado un acto depravado de una perversión extrema en grado sumo. Era un acto impensable, inaceptable incluso, para el resto de los humanos. Lo que para él era una historia diferente, de amor sentido y verdadero, se habría interpretado como una aberración, una enfermedad que había que extirpar para que no contaminara al resto del cuerpo social.
El estado de enamoramiento era tan excepcional que ni siquiera la peste que desprendía, no ya su cerda, sino el corral al completo, conseguía que cejara en su propósito. Cuando abría la portezuela de la pocilga, las otras cerdas se apartaban directamente y le dejaban el camino libre. Su objeto de deseo lo esperaba lista para ser embestida, inmóvil en un rincón. Sus gruñidos se entremezclaban con los gemidos de placer de Baudilio, que la cubría con una combinación de delicadeza y suavidad, de fuerza y determinación, con un ritmo digno del más preciado de los sementales de las caballerizas del conde. Aquel animal no se inmutaba por nada de lo que pasara detrás. Mientras duraba el acto, paseaba tranquilamente la vista por la pocilga, donde el resto de puercos yacían, comían o, simplemente, miraban como ella hacia el infinito a través de los barrotes de madera que encerraban el espacio.
Baudilio acababa extenuado; lo hacía como el mejor de los amantes, dado que pretendía quedar bien con su amada. Al acabar, la desmontaba, y, con un suspiro eterno, se sacudía la verga mientras contemplaba extasiado y obnubilado cómo la gorrina se alejaba para meter la cabeza en el comedero.
Satisfecho, se abrochaba los pantalones y se iba a dormir, solo, pero con una sonrisa en los labios y calma y serenidad en el alma. Cuando a la mañana siguiente se levantaba, le picaba la entrepierna. Nunca se preocupaba por ello; cada vez que montaba la gorrina notaba la misma molestia, así que sencillamente se rascaba mientras buscaba alguna cosa que echarse a la boca.
Cada día, después de comer pan con aceite y una loncha de jamón como desayuno y antes de que se levantaran los demás, Baudilio se transformaba y, a primera hora, ya trajinaba por los establos para que los hombres del conde se encontraran las monturas a punto: unos caballos impecables, bien alimentados, limpios y cepillados, ensillados y a punto por si tenían que salir a primera hora de la mañana. Él era un enamorado de los caballos, pero ese amor era distinto al que sentía por la gorrina. Era un hombre sencillo, tirando a delgado y optimista por naturaleza. Se acercaba a la portalada de los establos silbando alegremente y con una ramita de romero en los labios para tener buen gusto en la boca.
Baudilio abrió los dos batientes, dos hojas de roble macizo. Normalmente los goznes chirriaban, por lo que algunos caballos relinchaban, a pesar de que estaban acostumbrados a aquel sonido.
Sin embargo, aquella mañana no se oyó nada. A él le extrañó. Le sorprendía tamaña quietud, porque no oía ni el caminar apesadumbrado de los caballos dentro de las cuadras. Únicamente los ladridos, casi alaridos, de su perro lo pusieron en alerta. Fue corriendo entonces hasta el abrevadero que había al fondo de las caballerizas y se encontró con todos los caballos tendidos en el suelo, muertos.
Se le cayó la ramita de romero de entre los labios; se arrodilló, se santiguó, se tapó los ojos con las dos manos y rompió a llorar desconsolado.
—No puede ser, no puede ser —repetía incrédulo Baudilio, que se había acercado a gatas hasta los cuerpos sin vida de unos animales que, hasta entonces, habían sido toda su vida.
Mientras les acariciaba el lomo, su cabeza intentaba encontrar respuesta a unos interrogantes que parecían imposibles de contestar. «¿Qué había podido pasar? ¿Quién había sido capaz de hacer algo así? Y, sobre todo, ¿cómo?». Un descuido de la guardia era algo imposible: la seguridad del castillo era sagrada; las murallas, infranqueables; la valía y la lealtad de los hombres eran incuestionables, y su nobleza insobornable los dejaba fuera de sospecha.
No salía de su asombro; no entendía qué podía haber provocado la mortandad que tenía a sus pies. Sus cavilaciones fueron interrumpidas un instante por el vuelo de una paloma que abanicaba el aire con las alas para posarse en el abrevadero.
Baudilio alzó los ojos hacia la ventana por donde había entrado el pájaro y no la encontró rota ni con ningún barrote forzado: todo estaba en orden. Bajó la vista hacia los caballos que yacían muertos sin ninguna señal de violencia: no había sangre por ninguna parte.
La cuestión ya no era saber quién y cómo había accedido al castillo y a los establos, sino también cómo se las había arreglado para matar a todos aquellos animales de un soplido. Baudilio se rascaba la cabeza mientras ponía cara avinagrada.
No tenía ningún indicio, ninguna pista por la que comenzar. No había rastro del asesino, o de los asesinos. Se disponía a ir a ver al capitán de la guardia para informarle de la tragedia de las cuadras cuando oyó un sonido casi imperceptible, un ruido ahogado, como si hubiera caído al suelo algo carnoso, prácticamente sin querer, sin hacer apenas ruido. Ello fue suficiente para que Baudilio se diera media vuelta y volviera al abrevadero, a aquel escenario que tardaría años en olvidar. Allí, tumbado al lado de uno de los charcos que se forman alrededor del abrevadero, estaba la paloma. Hacía sólo un momento que había entrado volando a las caballerizas con el propósito de saciar la sed y ahora estaba allí, echada en el suelo cual trapo mojado; estaba muerta, bien muerta.
Se levantó, se le empequeñecieron los ojos, frunció las cejas, lanzó una mirada inquisitiva hacia el abrevadero, y, de repente, como si lo hubieran pellizcado, se le abrieron los ojos.
—Es el agua…, es el agua —repetía insistentemente Baudilio—. ¡El agua está envenenada! ¡Dios mío, si han envenenado el agua de los pozos y ya han muerto los caballos, todos en el castillo están en peligro! He de hacer algo o puede ser el inicio de una gran catástrofe. Tengo que avisar a todo el mundo.
Salió corriendo hacia el patio del castillo y se cruzó con uno de los soldados, que le hizo ademán de detenerse.
—¿Adónde vais tan sobresaltado, Baudilio?
—No puedo entretenerme. Tengo que ver urgentemente al capitán de la guardia —contestó sin pararse.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Qué es eso tan importante que no puede esperar? —preguntó el soldado.
—Estamos en peligro. Alguien ha envenenado el agua. Anda, corre y di a todo el mundo que no toque el agua bajo ningún concepto: quien bebe muere. No queda un caballo vivo. No sé, consigue que toquen las campanas, que todos se reúnan en el patio. ¡Va, venga, muévete! —le exigía Baudilio al soldado, que se había quedado desconcertado por lo que le acababan de contar.
Baudilio siguió corriendo hasta las estancias del capitán. Llegó resoplando y sin aliento cuando el capitán salía para ir a desayunar.
—¿Qué os pasa, Baudilio?, ¿adónde vais sin espera? —lo interrogó.
—Os, arf…, os, arf, arf… —No podía articular palabra porque le faltaba el aliento.
—Tranquilizaos, Baudilio —le recomendó el capitán al tiempo que lo hacía entrar en su habitación y le ofrecía un vaso de agua de una jarra que tenía sobre la mesa.
—¡Nooo! —gritó Baudilio—. No, señor, gracias. Os vengo a decir que he descubierto que el agua del castillo está envenenada. Me he encontrado los caballos muertos y, afortunadamente, también una paloma, que me ha hecho caer en la cuenta de que el agua, el agua nos va a matar a todos. Tenemos que avisar al conde y a los demás —soltó de corrido Baudilio.
—Un momento, un momento —dijo el capitán desconcertado—. Pero ¿qué estáis diciendo, Baudilio?
—Lo que oís. No podemos perder más tiempo. Hay que avisar a todo el mundo de que no pruebe ni gota de esta agua —afirmó Baudilio mientras tiraba al suelo el agua del vaso que el capitán le había ofrecido. Cuando ésta alcanzó el empedrado de la habitación, soltó humo como si llevara alguna sustancia corrosiva—. Alguien ha envenenado los pozos, señor, y los primeros que han bebido de esa agua han sido los caballos. Me los he encontrado muertos esta mañana cuando he llegado a los establos.
—¿Los caballos están muertos? —preguntó como si no se lo acabara de creer.
—Sí, señor, muertos y sin señal alguna de violencia, y sin que haya ninguna puerta ni ventana forzadas, ni una mancha de sangre.
»Mientras rumiaba qué había pasado ha entrado una paloma, ha bebido del charco que acostumbra a formarse alrededor del abrevadero y también la ha palmado. Primero pensé que alguien habría entrado en el castillo, pero, cuando he visto eso, he caído en que la causa era el agua.
—Si es tal y como explicáis, alguien nos ha traicionado por los intereses de un tercero y quiere eliminar al conde. Volved a los establos, Baudilio, y procurad que nadie, ni persona ni bicho viviente, se acerque al abrevadero. Que alguien os ayude con los caballos. Voy a avisar a los hombres y al conde. Estamos en peligro. Id y que Dios os guarde.
Las campanas de la iglesia empezaron a repicar con gran sorpresa para todos. La gente se dirigía hacia el patio.
Y como una desgracia nunca viene sola, mientras el capitán enfilaba hacia la planta noble del castillo donde estaba el conde y su familia, uno de los hombres que hacía guardia lo abordó y le comunicó que un ejército de al menos seiscientos hombres estaba llegando y los rodeaba, unos en la explanada de delante del castillo y el resto al otro lado del río, junto a las obras del puente.
Por suerte, el conde y la mayoría de personas que habitaban el castillo aún dormían o justo empezaban a despertarse.
El capitán dio dos golpes cortos, rápidos, en la puerta de la habitación del conde.
—Soy yo, señor, es urgente, muy urgente: ¡nos atacan! —le adelantó el capitán.
El conde abrió la puerta enseguida.
—¿Qué pasa, Guillermo, por qué tocan las campanas? ¿Quién nos ataca?
—No lo sabemos, señor. Pero traigo malas noticias. Por un lado, un ejército de unos seiscientos hombres se está desplegando frente a nuestras murallas y nos están rodeando. Y, por el otro, alguien de los nuestros nos ha traicionado y ha envenenado el agua. Baudilio ha encontrado todos los caballos muertos en las cuadras.
—Entendido. Ordenad que cierren todos los portales, que los arqueros se preparen en lo alto de las murallas y que todos nuestros hombres estén armados y a punto en el patio en media hora.