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La venganza de Bota

Era una fortaleza inexpugnable. El castillo del conde de Besalú tenía diferentes funciones; servía como plaza militar; ejercía de núcleo del dominio condal mediante la realización de las tareas administrativas, también como capital, y, además, contaba con un uso meramente doméstico: de morada de los condes y los súbditos. En el caso de Besalú, las tres atribuciones se daban a la vez y, a veces, acogía incluso alguna más, como cuando había sido sede papal durante dos días.

En el centro del castillo se erigía la torre maestra, desde donde se devanaba la muralla, de tres metros de grosor y grandes sillares de piedra, que envolvía así la colina y encerraba el recinto convirtiéndolo en una fortificación.

Además de la torre principal que dominaba el conjunto, había cuatro torres más situadas de acuerdo a los puntos cardinales: al norte, al sur, al este y al oeste. Constituían unos puntos de vigilancia excepcionales.

Se percibía rápidamente cualquier ataque o visita inesperada, de manera que se podía repeler desde las almenas, donde se apostaban los mejores arqueros del conde para detener la primera línea enemiga y, si resultaba pertinente, destruir con flechas de fuego los campamentos más cercanos que pudieran levantarse por los alrededores. Quienes vivían dentro de estas murallas estaban seguros, muy seguros. Sin embargo, la amenaza no vino de fuera, sino de dentro.

Si existía algo dentro del castillo protegido por lo menos tanto como las vidas del conde y de su familia, era el agua. El agua era un elemento básico e imprescindible para la subsistencia del castillo; de ella dependían completamente personas, caballos y ganado.

Está claro que siempre había excepciones, y precisamente el aguador era un hombre que podría haber subsistido únicamente a base de vino; por sus venas no corría ningún otro líquido rojizo que no fuera fruto de la viña. Huía del agua como los gatos, e, irónicamente, era el encargado de guardarla. Alguien habría podido pensar que ése era el justo castigo por vivir y trabajar rodeado de agua. En cualquier caso, había muy poca gente que conociera el lugar exacto en que se encontraba el agua dentro del recinto, ya fuera en silos, aljibes y cisternas o en el pozo. Era un bien que se preservaba de los peligros externos, envenenamientos y sitios.

Damián, que así se llamaba el aguador, era un hombre solitario, tirando a grueso, que andaba ligeramente encorvado, de carrillos sanguíneos, ojos vivos y algo de pelo en la coronilla. Vestía un jubón azul marino y arrastraba unas botas grasientas del mismo color. Vivía entre la iglesia y las caballerizas del castillo, en una pequeña estancia en la que a duras penas entraban una cama y una mesa.

Se había ganado por mérito propio el apodo de Bota, no sólo por su constitución —tenía la forma de un tonel: barriga prominente, redonda y preñada de vino, y la cabeza ligeramente ovalada—, sino porque también las apuraba hasta no dejar gota de vino en su interior. Hay que añadir, además, que más de dos y de tres veces había bajado rodando por la cuesta del castillo cuando, harto de vino, perdía el equilibrio y caía y rodaba por entre los rastrojos incapaz de enfilar la cuesta del camino de vuelta a casa.

Todo sucedió una noche en la que Damián había bebido más de la cuenta, mucho más que cualquier otra noche. La taberna era un bullicio de gente: comerciantes, rameras, soldados del conde… Damián había bajado a cenar, como solía hacer siempre, pero aquella tarde había empezado a beber mucho antes de lo acostumbrado.

Sentado en su mesa habitual, en un rincón, donde no lo molestara nadie, pero desde donde controlaba todo el local, Damián comenzó a hablar solo y cada vez en voz más alta. Blasfemaba, maldecía e insultaba al conde y a toda su familia.

Ninguno le prestaba atención a excepción de Marcial Matamala. Aquella noche había decidido pasar por la taberna y, a pesar del bullicio a su alrededor, se fijó en el aguador, solitario y apartado del resto, que estaba poniendo de vuelta y media al poder condal.

Tenía la oportunidad ante sus ojos, la posibilidad de presionar al aguador del castillo, una pieza clave y providencial en los planes del conde de Empúries para debilitar al de Besalú, para hacerse con él y someterlo.

Le prestaba atención y no dudó en acercarse a él. Y así lo hizo, pero no sin antes pasar por el mostrador. A continuación, se plantó ante él con dos jarras rebosantes de vino.

—Salud, amigo mío. Os veo muy turbado. ¿Por qué motivo? ¿Qué razones tenéis para estar tan indignado? —preguntó Marcial Matamala.

—No estoy indignado, y mis problemas no son de vuestra incumbencia —le espetó Damián.

—Pues nadie lo diría… Por vuestro tono de voz parece que lo queráis airear a los cuatro vientos, que tengáis ganas de compartirlo. —Le acercó la jarra de vino. Damián lo miró de reojo al tiempo que, con sonrisa interesada, Matamala le ponía delante la tentación—. A mí me lo podéis contar; no tengáis miedo. Desahogaos, de verdad, ánimo…

Y, dicho eso, se hizo un silencio alrededor de los dos hombres, como si se encontraran aislados del resto de los clientes de la taberna.

—Dicen que fue un error, una equivocación fatal, pero no se lo perdonaré nunca —empezó a explicar Damián desde las profundidades de su garganta—. Toda su familia y sus descendientes pagarán por ello. Lo juré y así será.

—¿Qué queréis decir? ¿De qué estáis hablando? ¿Quién se equivocó y con qué? —se interesó Matamala.

El aguador, a pesar de su profundo estado etílico, dio con un tono de voz que le permitió proseguir con el relato. Matamala lo escuchaba con atención.

—Cuando el hermano de nuestro conde Bernardo II, Guillermo, conocido como el Trueno, detentaba el poder sobre estas tierras, envió un destacamento de hombres a la vecindad de Clarinyà. Alguien les había informado de que en una de las casas de aquel burgo se escondía uno de los hombres más buscados del condado, Quintín, el Halcón, un bandolero sanguinario que asaltaba las propiedades del conde y que había asesinado a unos cuantos súbditos y, que, en consecuencia, tenía atemorizada a toda la comarca. Los hombres del conde, con el sayón a la cabeza, llegaron al lugar para detener al Halcón y a su grupo y ejecutar la sentencia que pesaba sobre ellos. Los habitantes, asustados por la presencia de aquel pequeño ejército, se encerraron en sus casas a cal y canto. Mi familia, mi madre y mi hermana hicieron otro tanto. Estaban solas. Aquella mañana, como cada día, yo había ido al bosque que hay a la entrada del pueblo. Mi padre, Dios lo tenga en su gloria, ya hacía años que nos había dejado. Había muerto tras unas largas fiebres que lo hicieron padecer mucho. Los soldados se dirigieron hacia la casa que les habían indicado y, al encontrársela cerrada y atrancada, pensaron que el Halcón les había preparado una trampa. El sayón y sus hombres rodearon la casa y, una vez cercada, llamaron por tres veces al Halcón pidiéndole que saliera y se entregara sin oponer resistencia. Se hizo el silencio, ese silencio tan denso y pesado que precede a las desgracias. Ordenaron preparar una hoguera delante de la casa, y, una vez estuvo bien avivada, los arqueros prendieron las puntas de las flechas en las llamas. Dichas puntas estaban envueltas con tela empapada de aceite, de manera que ardieron como teas.

»Al recibir la señal del sayón, dispararon tres tandas de flechas cada uno que fueron impactando en distintos puntos de la casa: el tejado, el granero, la fachada principal; y tres más atravesaron las ventanas e iniciaron el fuego dentro de la vivienda. Los soldados sonreían mientras las llamas iban consumiendo la casa.

»Se empezaron a oír gritos de histeria y desesperación, que pronto se vieron ahogados por el crepitar del fuego. Los verdugos seguían riendo, contentos de haber dado fin a una de las amenazas de la zona.

»Se quedaron contemplando cómo el fuego devoraba los últimos troncos de la casa para asegurarse de que nunca más saldría nadie de allá dentro. Finalmente, el sayón ordenó la retirada, y fueron desfilando de salida al pueblo con la satisfacción del trabajo bien hecho reflejada en la cara.

»Cuando los hombres del conde se hubieron ido, los vecinos se acercaron corriendo hasta la casa para tratar de apagar las llamas con cubos y calderos llenos de agua, pero ya era demasiado tarde. Estando en el bosque, yo me percaté de la columna de humo, dejé tiradas las herramientas y arranqué a correr. Cuando llegué, me encontré con una casa totalmente calcinada y un montón de cenizas humeantes.

»Los vecinos me contaron lo que había pasado: el sayón del conde había venido a buscar a la cuadrilla de Quintín, el Halcón, y, por equivocación, se habían confundido de casa y, después de avisarlo, la habían quemado.

»Murieron dos personas inocentes. Mi hermana y mi madre murieron carbonizadas. Y, sobre los restos de lo que había sido mi hogar y mi familia, juré que las vengaría.

Damián sorbía del vaso que Matamala le había ido rellenando durante su relato. El aguador prosiguió:

—Al cabo de un tiempo, detuvieron al Halcón y a su banda y los colgaron. Al conde Guillermo, a pesar de la alegría que me llevé cuando lo asesinaron, no lo he perdonado nunca. Por eso me vine a Besalú, a trabajar en las dependencias del castillo, bien cerca del conde Bernardo II y de su familia, para poder cumplir mi juramento algún día.

Matamala asistía extasiado al relato del aguador y su tragedia familiar y lo admiraba por la capacidad de beber sin perder el oremus. Sin embargo, rápidamente se puso en guardia y le ofreció su ayuda para que llevara a cabo su propósito.

—Si así lo deseáis, dispongo de los medios para convertir en realidad lo que hace tiempo que perseguís: vengar la muerte de los vuestros y limpiar su honor —le dijo Matamala con voz ronca mientras Damián no paraba de beber—. Se trata de hacerlo de manera harto sutil, tanto que nadie sabrá nunca que habréis sido vos. De hecho, ni siquiera hará falta que se vierta una sola gota de sangre —agregó.

Al oír esas últimas palabras, Damián retiró los labios del vaso, lo dejó en la mesa con parsimonia y pasó a interesarse por la propuesta.

—¿Y cómo se supone que tengo que eliminar al conde y a su familia sin mancharme las manos de sangre? —le preguntó mirándolo a través de los ojos entornados mientras movía la cabeza ligeramente hacia delante y hacia atrás.

Matamala se le acercó tanto como pudo, porque apestaba a vino, y, tapándose la boca y la nariz, le contó la solución.

—¿Qué decís? —profirió Damián como en un ladrido.

Matamala, que se había tapado la boca y la nariz con la mano para no vomitar, se tuvo que apartar. El hedor del vino se entremezclaba con la pestilencia corporal del aguador, y prácticamente se hacía imposible respirar. Se volvió para coger aire y le repitió la propuesta.

El aguador sonrió de satisfacción, y asomaron sus dientes amarillos y picados; era la sonrisa de la venganza, pero la venganza de los insensatos, de los irreflexivos y los resentidos. Para los que, como Damián, no saben ni pueden perdonar, la venganza es el camino; por eso lo recorren los incrédulos, aquellos que, como el aguador, no creen ni en sí mismos ni en la posibilidad de cambiar. Así era como pensaba Damián, a pesar de que él no lo sabía, ciego y obsesionado como estaba por la idea que, hasta entonces, sólo había sido un sueño. Y, en aquel momento veía que muy pronto se iba a convertir en realidad…