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Tafaig, el druida

Primo abrió los ojos en dos tiempos. Primero poco a poco y luego rápidamente. Miró a un lado y a otro. No sabía dónde estaba. Hizo un intento de incorporarse, su nariz seguía el aroma de calabaza y cebolla cocidas que le había hecho recuperar los sentidos. Pero tuvo que volver a tumbarse enseguida. La habitación le daba vueltas. Tumbado, miraba el techo de madera y se preguntaba dónde podría estar.

Del otro lado de la habitación oyó que alguien canturreaba una canción —fue incapaz de identificarla— e inmediatamente calló. Una voz que conocía bien le preguntó riendo:

—Veo que ha sobrevivido al bosque de los Queirons. Eso quiere decir que está capacitado para hacer grandes cosas, ¿no es verdad, amigo mío? —El volumen de su voz era cada vez más alto porque se acercaba a la cama de Primo—. No es necesario que me conteste, ya tendremos tiempo de hablar. ¡He oído que se movía y he pensado que ya se había despertado, amigo constructor!

Y una sonrisa rodeada de pelo y barba blanca, la de Tafaig, apareció ante Primo.

Estaba sano y salvo en casa del brujo. Hizo un gesto como si quisiese levantarse. Una mano arrugada pero firme se lo impidió.

—No, no… ni pensarlo. Tiene que descansar. Ha perdido mucha sangre, tiene que recuperarse de las heridas y su cuerpo tiene que expulsar todo el veneno que le inyectó la serpica, esa especie de anguila que ha encontrado en la cueva de Esvedrá. —Le acercó un cuenco de madera—. Beba este jarabe, que lo ayudará.

—¿Cuánto llevo aquí? —preguntó Primo, gimiendo mientras con medio cuerpo incorporado sorbía ese caldo humeante que le había dado el druida.

—Hace tres días. Después de un pequeño movimiento de tierras que tuvimos, un terremoto que por suerte no hizo mucho daño, lo encontré tumbado en el suelo cerca del claro de Torga. Cuando paso por el bosque de camino a la ciudad suelo ir a recoger setas, me detengo bajo un sauce donde se hacen unas aguaturmas excelentes que me sirven para muchos de mis destilados, jarabes y otros brebajes terapéuticos.

Primo relacionó ese pequeño episodio sísmico que decía Tafaig con los ruidos y temblores que había oído en el bosque; ni rastro de los queirons.

—¿Entra y sale del bosque sin ninguna protección contra las bestias que viven allí? ¿Tiene un pacto? ¿Cómo lo hace para atravesarlo sin que le toquen un pelo ni lo ataque cualquier otra criatura? —quiso saber Primo.

—Vale la pena vivir, amar la vida, sentir que formas parte de la naturaleza, que estás en comunión con la tierra, los árboles y el aire, y que te hermanas con todos los animales que viven a tu alrededor —argumentaba Tafaig, mientras trabajaba entre ollas y cazos—. Por eso tengo una relación con todo lo que me rodea que podríamos definir como de buena vecindad: nos respetamos y nos ayudamos en lo que haga falta. No hay imposiciones ni agresiones. Hay lugar de sobra para todos en este mundo, sólo hace falta administrarlo con conocimiento.

—¿Y quiere hacerme creer que los animales que viven en ese bosque tienen «conocimiento»? —dijo Primo incrédulo mientras se tocaba la cabeza con el dedo.

—No es nuestro conocimiento, pero sí que tienen un sentido común que guía sus acciones, no hacen las cosas porque sí ni por instinto animal irracional, al contrario.

—¿Qué lo lleva a hablar así? ¿La experiencia?

—No, amigo mío, no… La experiencia es un regalo que te llega cuando ya sólo te sirve de poco o nada —replicó el druida con un gesto conformista—. Hablo así, simplemente, porque lo sé… ¡Ya son muchos años!

Tafaig era un druida rico en conocimientos. Era un hombre de bosque que a veces hacía de curandero. Tenía la capacidad de curar porque conocía las plantas y era capaz de aliviar el dolor y eliminar el mal con sólo imponer las manos.

La gente le pedía consejo incluso para curar a los animales. Las creencias populares lo hacían el amo de los animales salvajes y de seres fantásticos y algunos incluso decían que lo habían visto a lomos de un lobo. Él lo desmentía todo, eso y todas las insinuaciones de nigromancia que lo relacionaban con prácticas y hechizos más bien oscuros, que daban a entender que trataba con espíritus, que podía entrar y salir del más allá porque tenía un pacto con el diablo… Tafaig no se movía por ese lado, sino que podía usar las fuerzas de la naturaleza porque las conocía y estaba en comunión con ellas.

—Yo vengo de una tradición muy antigua de hombres y mujeres ligados a la tierra y a su sabiduría. La mayoría de los credos y rituales están relacionados con las fuerzas de la naturaleza. La reencarnación es el ciclo que rige nuestra existencia y para llegar a la máxima expresión de nuestra perfección hay que procurar vivir en armonía con la naturaleza, sólo así se puede obtener la potencia y la fuerza a través del contacto entre la mente humana y los espíritus de la naturaleza. Mi deber es ayudar a todo aquel que lo solicite siempre que se pueda y usar lo que la naturaleza me ofrezca y tenga a mi servicio.

—¿Y puede usar cualquier cosa?

—Sí, aunque suponga sacrificar algún elemento vivo de la naturaleza, pero ésa es su grandeza. Mire, los de mi condición nos regimos por cuatro preceptos que, cuando están en marcha y activados, liberan una energía que se puede transformar en la obtención de lo que deseamos.

—¿Y cuáles son?

—Primero tiene que manifestar una voluntad constructiva. Después tiene que desarrollar una imaginación creadora. Por eso debe tener fe y finalmente mantener el secreto.

—Ya, pero… ¿No es posible que alguien como yo, que no es ni druida ni brujo, quiera obtener alguna cosa de la vida o de la gente a través de rituales y no lo consiga?

—Sí, evidentemente, pero el trabajo del aprendiz consiste en observar y prestar atención para saber cómo canalizar su energía para obtener buenos resultados.

—¿Y cómo debería hacerlo?

Llamaron insistentemente a la puerta de la cabaña. Tafaig abrió con rapidez. Era un payés con la cara desencajada y voz temblorosa que suplicaba al brujo que lo acompañara a su casa.

—Hace días que mi hijo ha caído enfermo y la fiebre no le baja. Por las noches delira y mi mujer y yo tememos que… —Miró asustado a un lado y a otro como si quisiese asegurase de que nada ni nadie lo oyese y añadió con un susurro—: Tememos que lo haya poseído el diablo.

Tafaig lo hizo pasar y se puso a interrogarlo.

—A ver, a ver. Explicadme qué hacía vuestro hijo antes de sufrir estas fiebres.

—Me ayudaba en las labores del campo y de pronto se puso malo. Se sentía cansado, muy cansado. Tosía y sobre todo estornudaba mucho. Decía que le dolía mucho la cabeza y se quejaba de que le dolía mucho el pecho.

—¿Y le vinieron de pronto estos dolores?

El payés se lo pensó un momento y contestó:

—No del todo.

—¿No recordáis cuándo comenzó a quejarse?

—Quizás… —El payés se rascó el cuello e hizo una mueca con los labios que le quedaron en forma de herradura—. Quizá… —parecía que iba recordando—, quizá fuese después de un día de trabajo en que estábamos muy sudados. Nos sentamos bajo la sombra de un árbol donde teníamos el cántaro con agua fresca. Se estaba muy bien. Pasaba mucho aire, un aire fresco…

—Ya es suficiente, buen hombre —sentenció Tafaig.

—¿Y es grave?

—No, si lo detenemos a tiempo. —Se volvió hacia unos armarios, rebuscó en un cajón y Primo vio unos frascos. El druida cogió unos cuantos, se los puso en un zurrón y, dirigiéndose a él, le dijo—: Me voy pero volveré enseguida. No os mováis de la cama.

—Ah, no —dijo Primo mientras se incorporaba—, ¡os acompaño! Por nada del mundo me voy a perder al druida Tafaig en acción.

—No, no es posible, maestro Primo. Os conviene descansar y tenéis que recuperaros. Nosotros —y miró al payés— no tenemos tiempo que perder. ¡Salud!

Cogió el sombrero, la casaca y la vara y salió con el payés empujando la puerta. Dejó a Primo con la palabra en la boca, pero el constructor se dio prisa en seguirlos.

Si bien es cierto que las piernas le fallaban y le costaba mantener el equilibrio, siguió el rastro que dejaba el asno con que había llegado el payés. Además, no vivían muy lejos. Cerca de un pino vio una masía y distinguió la figura alta y corpulenta del brujo y la del payés, más basta y redondeada.

Primo se acercó a la puerta de esa sencilla casa de payés y desde fuera se oían los gritos roncos del chico enfermo. El pobre payés tenía motivos para pensar que algún espíritu se había metido en el cuerpo del chico. Habían dejado la puerta abierta. Entró sin que nadie lo viese y procuró esconderse para seguir toda la operación del druida.

Un muchacho delgaducho y blanco como la cal yacía en una cama al fondo de la habitación principal. Oyó que Tafaig pedía que le llevasen un par de docenas de caracoles vivos. Cuando se los dieron comenzó a manipularlos. Unos cuantos los puso en un cazo con azúcar y pidió a la mujer de payés que recogiera la baba que hicieran. Le ordenó que la pasta resultante la untase en un trapo que luego le pediría. La mujer obedeció diligentemente.

Mientras tanto, el druida sacó los caparazones del resto de caracoles. Cogió unos cuantos, los rebozó bien con sal y los envolvió con hilo uno por uno sobre los dedos de los pies del chico. Después hizo lo mismo con otros cuatro caracoles y los puso en las plantas de los pies. Finalmente, lo envolvió todo junto con ese trapo húmedo de jarabe de caracol que le había ordenado preparar a la señora de la casa. Además, hizo que el chico se tragase una cucharada de espíritu de flores de saúco.

—Así te bajará la fiebre y el dolor —explicó Tafaig sin desconcentrarse al chico, que a veces se convulsionaba. Pero aún no había terminado—. ¿Tenéis conejos? —preguntó al payés.

—Sí, ¿por qué? —preguntó con una angustia compartida con su mujer.

—Matad uno y traédmelo enseguida.

—Lo que vos digáis —contestó y salió corriendo hacia fuera, al corral.

Mientras tanto, Tafaig retiraba de la espalda del enfermo la suela de una alpargata de esparto impregnada de vinagre que ya se había enfriado.

—Es un buen remedio —le dijo a la mujer—, pero para detener pulmonías no hay suficiente con eso.

El druida extrajo del saco que había traído dos tarros: uno con un líquido marrón y otro con uno blancuzco. Con dos hojas de col aplicaba al enfermo cataplasmas de manteca y azúcar en el pecho y en la espalda, y le hacía friegas con aceite caliente de lagartija.

Entonces entró el payés. En las manos llevaba el conejo sacrificado, cogido por las dos patas.

—Aquí lo tenéis —dijo mostrándole el animal, que aún estaba caliente.

—Gracias —respondió el druida.

Y sin apartar las manos ni la vista del cuerpo del hijo del payés, le ordenó que le sacase la piel y que se la trajese enseguida.

El payés no preguntó nada e hizo lo que le pedía Tafaig.

Cuando hubo aplicado todas las curas y ungüentos con poderes curativos, Tafaig procedió a envolver el pecho del enfermo con la piel del conejo que acababan de matar. Tuvo mucho cuidado para que la parte de dentro de la piel tocase la piel del enfermo.

—Si veis que a vuestro hijo le sube aún más la fiebre, matad otro conejo y haced lo mismo que he hecho, y así tantas veces como haga falta. Si hacéis lo que os digo, en tres días vuestro heredero volverá a estar perfectamente.

—Muy agradecido, Tafaig, mi mujer y yo os damos las gracias.

—De nada, de verdad, ya sabéis dónde estoy para lo que os convenga —y se dieron la mano.

Se puso el sombrero, echó un vistazo detrás de la columna de madera donde Primo se había escondido para ver toda la escena y le dijo con voluntad de reñirlo sólo un poco:

—Maestro constructor, ¿vos venís conmigo o preferís quedaros a acompañar al enfermo? Como no hay manera de que me hagáis caso…

La pareja de payeses se sobresaltó cuando lo vieron salir de detrás de la columna. Lo hizo levantando los brazos en señal de paz.

—Disculpadme, no quería incomodaros. —Y dirigiéndose al druida—: Sí, sí, claro que voy con vos, esperadme.

—Vamos, que no tenemos todo el día —dijo el druida saliendo por la puerta.

Caminaron juntos en dirección a la montaña de Guix.

No se dirigieron la palabra en todo el camino, pero cuando hubieron entrado en la cabaña de Tafaig, Primo le dijo:

—Tengo la impresión de que tenemos una conversación pendiente. Os recuerdo que vine a veros atravesando el bosque de los Queirons para saber, tal como me prometisteis, la manera de calmar las aguas del río y que no volviesen a salirse de madre.

—Sí, tenéis razón, maestro Primo…

Tafaig se quitó la casaca y el sombrero, y le volvió la espalda mientras entraba en una especie de alacena donde tenía cazos, recipientes y otros utensilios indefinibles. Salió con una jarra pequeña que contenía un líquido rojizo, se dirigió hacia el fuego y encendió una pipa.

—Sentaos —dijo Tafaig indicando con una mano un pequeño taburete que estaba junto al hogar, y le ofreció un poco del licor que acababa de vaciar en dos vasos—. Tened, tomaos esto que os hará bien.

—Gracias. —Cogió el vaso y se sentó—. ¿Qué es?

—Es un jarabe de ruda que os reconfortará. —Y se repantigó en la poltrona grande que estaba de cara al fuego—. Es un brebaje muy sencillo y saludable.

—¿Y es difícil de hacer o la fórmula tiene secretos que no se pueden revelar?

—¡No, amigo, qué va! —dijo Tafaig con una sonrisa—. Dos nueces secas, dos higos, veinte hojas de ruda y un gramo de sal gruesa, todo pasado por el mortero. Cuando ha quedado cierta pasta, se añade un poco de algún licor graduado y ya está a punto. —Primo comenzó a sorberlo—. Enseguida notaréis que se os irán todos los males y la sensación de mareo que tenéis debido al veneno que aún os corre por dentro. —Aspiró una calada larga y el humo que soltaba formaba unos anillos que se disipaban—. Vos, maestro Primo, viniendo de la Lombardía, ¿no conocéis las propiedades de la ruda?

—No.

—Son infinitas y muy eficaces para todo tipo de veneno, y es una planta muy apreciada en vuestras tierras. En Venecia creen que la ruda genera felicidad, prosperidad y bienestar a la familia, y por eso se planta en los jardines, para que florezca cerca de muchos hogares.

—Sí, ahora que lo decís, recuerdo —tenía la mirada perdida mientras iba saboreando ese reconstituyente— un dicho que había oído hace muchos años. Decía: «En casa con ruda no muere criatura».

—Sí, señor… Es una planta mágica… Aquí la gente que vive en las montañas lleva ruda colgada en el cuello para evitar hechizos de brujas, mordeduras de serpiente y picaduras de escorpiones. Es mágica porque crece bajo la influencia de Saturno y de Marte. Antiguamente, cuando la secaban la usaban en muchos rituales mágicos para encender el fuego sagrado.

Primo apuró hasta la última gota de ese brebaje y retomó la conversación que había quedado cortada por la visita del payés.

—Tafaig…

—Hummm —respondió el druida mientras daba una calada.

—Me dijisteis que si venía a veros me podríais dar lo que necesito para hacer frente al embrujo. ¿Qué tengo que hacer para poner fin al hechizo?

Tafaig chupó de la pipa y soltó una nube de humo que perfumó toda la habitación.

—Lo único necesario es…

Primo jugueteaba con el colgante que llevaba en la mano y que después se tendría que atar al cuello. Eso y nada más era lo que necesitaba para deshacer el hechizo de las aguas embrujadas del Fluvià. Tafaig le había dado el colgante y las instrucciones para que las aguas embrujadas volviesen a su estado original. Se despidió del druida y volvió a Besalú por otro camino que le había indicado el viejo brujo, lejos del bosque de los Queirons. Hizo el camino con rapidez y antes de lo esperado ya divisó las murallas. Sin pasar por casa se dirigió al río. El esqueleto del puente a medio hacer le provocó un sentimiento de asco, rabia y tristeza. No estaba seguro, pero Primo sabía que era tan importante decir las palabras como creérselas. El ritual que tenía que oficiar era el que le había encomendado Tafaig y tenía que seguirlo al pie de la letra. Sólo el rumor del agua acompañaba el silencio que dominaba la escena. Subido sobre el último pilar construido, Primo tenía que colgarse al cuello una bolsa de cuero que le había dado Tafaig. Dentro, no obstante, no sabía qué había.

Una vez allí arriba y con las manos abiertas de cara al agua del río, primero debía levantar la vista hacia el cielo y proclamar su lealtad:

—Oh, Supremo Creador, queridísimo padre de todos los seres humanos, aleja de este lugar a las fuerzas malignas y protégeme de enemigos y peligros que habitan en lo invisible. De embrujos y de maleficios, sean provocados o naturales. Permite a este mortal que el imponderable espíritu de Numen me escuche y así pueda garantizar de ahora en adelante mis proyectos y mis empresas.

Después, sin moverse, llevó a cabo la siguiente invocación mirando al río:

—Oh, tú, Numen, muéstrate propicio a mis ruegos e ilumina mi inteligencia para que sepa complacerte y vele para que nada ni nadie moleste tu sueño y a tus aguas. Y para que así sea, recibe de éste, tu humilde siervo, esta ofrenda.

Debía arrancarse aquello que llevaba al cuello y lanzarlo hacia arriba procurando que dibujara en el aire un círculo antes de hundirse en el agua. Como si así de alguna manera se cerrara el círculo del hechizo que con otras intenciones abrió fray Florencio. Si no se aseguraba de que hacía un círculo en el aire, Primo podía correr el peligro de que el sortilegio no funcionara.

No lo sabía, pero dentro de aquel minúsculo saquito estaba su propia sangre. Tafaig le había extraído un poco la tarde en que lo encontró desmayado en el claro de Torçà después de haber atravesado el bosque de los Queirons.

El maestro de obras bajó del pilar y miró su obra medio desfigurada. Se tocó las heridas y después soltó un suspiro mientras miraba las oscuras y tranquilas aguas que discurrían río abajo. Se dirigió a casa pensando que si había hecho bien aquel rito, las obras del puente podrían arrancar de nuevo.

«Ya estoy en casa», pensó en voz alta. E inmediatamente pronunció el nombre de su hijo: Ítram.