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El bosque de los Queirons

Las obras se detuvieron indefinidamente. Primo no sabía cuándo volvería a ponerse a ello, ni siquiera sabía si podría. Había miedo entre los jornaleros y se negaban a volver a trabajar después de lo que había pasado, tanto en el río como en la cantera. Exigían unas mínimas condiciones de seguridad que ni él, ni el conde, ni el abad podían garantizarles. Primo le daba vueltas al asunto mientras desayunaba unas hogazas, unas rebanadas planas y redondas de pan basto. Las acompañaba con queso fresco. Se bebió un vaso de vino, de un trago, y tomó una decisión. No estaba completamente seguro, pero si aquel brujo podía ayudarle a deshacer un posible encantamiento que afectaba a las aguas del río, tenía que intentarlo. Valía la pena acercarse hasta su cabaña situada en la falda de la montaña Blanca, más allá del temido bosque de los Queirons. Sabía que no era fácil llegar y que podían surgirle graves complicaciones al intentar atravesarlo. Hasta el punto de poner en peligro su vida. No se lo había dicho a Ítram para no asustarlo más de la cuenta. Le habían advertido de la peligrosidad de adentrarse en el bosque, un territorio áspero y salvaje donde crecían una flora y una fauna diferentes al resto. Era el hábitat ideal para un montón de especies y animales salvajes que, según decían, estaban sometidos a los amos y señores del bosque: los queirons. Unos monstruos engendrados por el diablo.

Pocos, de hecho nadie, podían explicar de verdad cómo eran. Pero Primo aún recordaba lo que le había explicado una noche en la taberna aquel mercader.

Explicaba que, según las antiguas leyendas y las representaciones que aparecían en los libros, fruto de la imaginación popular, los queirons eran unas bestias enormes. Caminaban sobre dos patas tan ligeras que, cuando corrían, a pesar de la envergadura, eran suficientemente rápidas para ser capaces de cazar a cualquier animal o persona. Ojos pequeños y amarillos hundidos en la inmensidad de una cabeza coronada por una cresta de tres puntas y una cara roja, del color de la sangre, acababan de dar forma a aquella monstruosidad embutida en un cuerpo de color gris piedra, mitad león mitad dragón, y con una cola de escorpión. Primo se quedó impresionado con aquella descripción y pensó que los queirons —si alguna vez habían existido, cosa que dudaba— debían de haber sido creados para campar por los infiernos, pero, por un motivo que desconocía, habían huido para pisar la tierra durante una época.

Con todo eso en la cabeza, un escalofrío le recorrió la columna. Suspiró profundamente, reunió coraje y salió de Besalú por la puerta de Bell-lloc. Desde allí podía ver cómo se levantaba desafiante la magna silueta de la montaña, siempre envuelta de un anillo de nubes grises que parecían asfixiar el cuello de la cima.

Emergía de un bosque de color azul oscuro que no le daba muy buena impresión. Atravesó la riera de Capellades con un par de saltos. Subió una colina un poco empinada y frente a sí se extendió una infinidad de campos.

Los atravesó procurando no pisar los que estaban sembrados. Oía los cencerros de un rebaño de corderos que debían de estar cerca; seguían los ladridos de un perro y los silbidos de un pastor. Después vino una leve inclinación del terreno que desembocaba en una suave hondonada, coronada por un pinar, donde media docena de vacas yacía a la sombra después de haber pastado. Era la penúltima etapa antes de internarse en una masa boscosa que le inspiraba de todo menos confianza.

El sol que hasta hace un momento le había calentado la cara desapareció, como si las copas de los árboles lo hubieran engullido. De repente, como si fuera el atardecer, la oscuridad y el frío lo envolvieron. El trino alegre y constante de los pájaros que lo había acompañado durante el camino enmudeció. El silencio lo llenaba todo. Eso hacía que se le amplificaran más los latidos de su corazón y la respiración, cada vez más intensos y acelerados.

Le costaba caminar, porque el suelo del bosque estaba surcado por las duras raíces de los robles que se levantaban amenazadores. Tenía miedo de perder el equilibrio, caerse y ser una presa fácil para cualquiera de los depredadores que pudieran estar vigilándole.

De hecho, se sentía observado. Desde que había puesto los pies en aquella siniestra arboleda, Primo tenía la sensación de que llevaba un montón de ojos clavados en la espalda. Unos ojos que podían convertirse en garras o colmillos que lo atraparan y destriparan vivo. Mientras intentaba convencerse de dejar de lado los deseos de huir, ni que fuera mentalmente, de aquel lugar, oyó un ruido que hizo temblar las ramas más gruesas de los robles, testigos silenciosos de tantas maldades como debían de haber visto a lo largo de los siglos.

Aquel ruido paralizó a Primo. No sabía qué hacer: si arrancar a correr, o dar marcha atrás y abandonar la idea de atravesar un bosque que podía conducirle a la muerte. En todo caso, tampoco sabía por dónde debía ir. La cabeza estaba a punto de estallarle y un segundo ruido, que sonó mucho más cerca, esta vez más prolongado, más agudo y más aterrador, no le ayudó nada a serenarse y ser capaz de pensar. Volvió la cabeza a derecha e izquierda, y entre la maleza y las ramas caídas de un sauce llorón, le pareció entrever un agujero lo suficientemente grande como para caber en él.

Podría ser perfectamente la guarida de algún animal, pero Primo no se lo pensó dos veces. Corrió tanto como pudo, saltando por encima de los troncos y las raíces que alfombraban un suelo que empezaba a temblar.

El suelo se movía violentamente y se originó un gran estruendo. Se levantó un viento que arremolinaba las hojas y caía una lluvia de ramas que Primo intentaba esquivar como buenamente podía.

Se torció el pie y tropezó con una rama que acababa de caer, con tan mala suerte que fue a golpear con todo el costillar contra unas piedras que había bajo el sauce, a unos cuantos metros de la boca de la cueva. Se quedó tendido en el suelo, inmovilizado por unos momentos.

Se tragó el dolor que le había provocado la caída y arrastrándose, reptando como si fuera una serpiente malherida, consiguió entrar en aquel agujero que sería su salvación. Primo serpenteó un buen tramo hasta que se sintió suficientemente seguro. No podía ponerse de pie, pero tenía bastante aire para respirar. Era como si estuviera en unos intestinos de piedra, oscuros y calientes. Afuera se oía la naturaleza, que rugía, gritaba y golpeaba con fuerza contra la pared de la cueva. Cuando le pareció que todo estaba más calmado, Primo giró sobre sí mismo como si volviera a salir por donde había entrado. Entonces se dio cuenta de que con todo aquello se le había desgarrado la ropa y se había hecho una herida que sangraba bastante.

Primo volvió adentro a gatas. Las rodillas le quemaban porque el suelo de aquella gruta era pedregoso y las tenía bien magulladas, a punto de sangrar. Deseaba con todas las fuerzas que aquel túnel condujera a algún lugar que le permitiera descansar y reposar un rato antes de continuar su penoso periplo por el bosque. Se sentía cansado, muy cansado, y, cuando creyó que estaba suficientemente lejos, aflojó la marcha y decidió tumbarse y dormir…

Cuando se despertó, le parecía que hacía una eternidad que estaba allí dentro, aquella especie de tripa de piedra que caracoleaba por el interior de la montaña. Había perdido la noción del tiempo por completo. No sabía si lo que le había pasado lo había soñado o lo había vivido de verdad. Se dio cuenta de que todo había sido real y que no había estado soñando cuando se vio el corte sangrante del brazo. Abrió el morral para echar un trago de agua, pero se dio cuenta de que con tanto correr se le había vertido toda y no le quedaba una sola gota. Hacía calor, tenía la garganta seca y necesitaba beber para hidratarse.

Le pareció que oía un goteo, el ruido de las gotas de agua que caían por las paredes y chocaban contra la superficie de una charca o de un río subterráneo.

Se puso a gatas y arrastrando las rodillas recorrió un tramo. Se detuvo, y el sonido del agua se había hecho más intenso, más cercano.

Se apresuró y aceleró la marcha, como si alguien que tuviera que llegar antes que él pudiera arrebatarle toda el agua. No sabía, sin embargo, si le quedaba mucha distancia hasta llegar allí.

El corredor ahora se estrechaba ahora se ensanchaba, subía y bajaba; los desniveles y la poca uniformidad del terreno le pasaron factura. Sus rodillas en carne viva ya eran insensibles al dolor que le provocaba aquella carrera contra el tiempo y contra él mismo para poder apagar la sed.

Después de avanzar un buen rato, vio una luz tenue: el conducto se acababa y desembocaba en un espacio amplio con el techo alto, en forma de cúpula. Eso le permitió levantarse y estirar las piernas; las tenía muy agarrotadas. Cogió aire para llenar los pulmones, pero un hedor a azufre le cortó la respiración de inmediato.

Al otro lado había una pared tatuada con unos relieves y unos grabados, unos símbolos que nunca había visto antes. Vio que el agua —no sabía de dónde venía— resbalaba por aquella pared hasta ir a parar dentro de una charca. Un estanque que desprendía una fetidez persistente.

Tenía un color oleoso y pastoso y la superficie hervía, ya que podían verse las burbujas claramente. Se fue corriendo hasta la otra punta de la cueva para lamer desesperadamente aquellas perlas frescas que iban a morir en aquel caldo. No tuvo tiempo de llegar, porque se lo impidió un animal que emergió de dentro de las aguas, manteniéndose a flote en la superficie. De piel brillante y resbaladiza, ojos metalizados, largo y delgado, parecía una anguila, pero de grandes proporciones.

Se estremecía, basculaba sobre su propio eje y enseñaba una lengua bífida amenazadora. Emitía un susurro que ponía la piel de gallina y, sin necesidad de acercarse hasta donde Primo permanecía inmóvil, desplegó el aguijón como si fuera un látigo que quisiera darle caza. Primo se agachó y el latigazo contra la pared mojada sonó como una bofetada. Se levantó para correr hacia el otro lado, sin mirar atrás. La bestia se sumergió de nuevo.

Pero un golpe lo lanzó al suelo. Otra bestia, aún mayor que la primera, salió disparada del fondo de la charca, como si tuviera un muelle en el culo. Se abalanzó sobre Primo y él no pudo esquivarla. Unas garras afiladísimas, como cuchillos, se hundieron en la carne del constructor y fue arrastrado hasta la charca.

El dolor era insoportable. Estaba a punto de perder el mundo de vista, pero antes de que lo engullese aquel estanque apestoso y cargante se palpó nerviosamente el lado derecho del cinturón. Debía de tener allí la daga. Confiaba en que estuviera allí. Temía haberla perdido con todo aquel barullo. Aún la llevaba. La bestia lo arrastraba decidida hacia dentro del estanque. Primo se revolvió y revolcó para poder clavarle mejor la daga, pero las zarpas del animal se adentraron un poco más en la carne. Empuñó el arma con todas las fuerzas que le quedaban. Se la clavó en el vientre. Daga y mano hasta el fondo de una cavidad fría y viscosa.

Después subió el arma hasta la base del cuello de aquel monstruo, que lanzó un grito aterrador, lo dejó de golpe y, abierto en canal, cayó de espaldas al agua hirviendo. Primo lo observaba desde el margen de aquel pequeño precipicio mientras se secaba un líquido azul oscuro, casi negro, que había salido de las entrañas de aquella bestia que a punto había estado de llevárselo al otro barrio. Fue entonces cuando se vio la sangre que le salía del costado casi a borbotones. Se desgarró la camisa para hacer tiras con ella, unas vendas con las que pudiera taparse las heridas e intentar cortar la hemorragia.

La cabeza le bullía, se ahogaba y aún tenía mucha sed, pero se le habían pasado todas las ganas de volver a acercarse a la pared para lamer las gotas de agua. Se incorporó como pudo y volvió a entrar en la cueva, una cavidad subterránea que había resultado infernal. Decidió continuar adelante.

«En algún punto debe de haber una salida, en algún lugar tiene que acabar esta pesadilla», pensaba Primo.

Sin fuerzas ni agua, herido y magullado por todo lo que había pasado, el maestro de obras no desfallecía y se empeñaba en encontrar, en medio de aquel laberinto de piedra, un camino que lo llevase al exterior. Pero no sabía hacia dónde ir. Arrodillado, continuó gateando un buen rato hasta que al final de un recodo encontró la salida de la caverna.

Las manos y las rodillas le ardían, porque a medida que la luz se había hecho más intensa, él también había acelerado la marcha con lo que eso comportaba para sus extremidades, ya bastante lastimadas y ensangrentadas. Una vez fuera, respiró tranquilo y aliviado.

Se puso de pie, caminó un trozo a tientas y se dejó caer unos metros más allá, sobre una alfombra de hierba. La notó fresca y húmeda. El sol volvía a iluminarle el rostro. De hecho, hasta lo deslumbró. La cabeza le daba vueltas y perdió el conocimiento.