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El hospital

No tenía la función sanitaria ni tampoco la de administrar curas propiamente dichas, sino que más bien tenía una actividad hospitalaria, en el sentido más estricto de la palabra. El hospital, a resguardo del monasterio, acogía y alimentaba a hombres y mujeres pobres, trotamundos, peregrinos, niños abandonados y otras personas enfermas y de vida miserable. Los religiosos del monasterio de Sant Pere se ocupaban de él y lo gestionaban. El centro se mantenía en parte gracias a las donaciones de muchos de los finados que, para ganarse más deprisa el cielo, lo dejaban así indicado en sus testamentos.

Fue un atardecer, allí en el hospital, mientras los monjes repartían comida a los pobres, cuando una mujer enferma y medio moribunda tiró de la manga del hábito a fray Basilio para explicarle lo que había visto.

—No os preocupéis, enseguida os servirán —le dijo el monje para tranquilizarla.

—No, no tengo prisa por cenar, padre, no es eso lo que quiero. Sólo quiero que me escuchéis…

—¿Queréis confesaros ahora, hermana?

—No es una confesión, no tendréis que absolverme de pecado alguno… Sólo quería deciros que el camarero del abad tiene unas costumbres muy extrañas para ser quien es y tener el cargo que tiene.

—¿Fray Florencio? —preguntó extrañado el hermano Basilio—. ¿Por qué? Si es un hombre de costumbres rectas, muy estricto, juicioso y riguroso. ¡Es un hombre de Iglesia como pocos, creedme! —sentenció el monje.

—Pues eso debe de ser de día, porque de noche, cuando cree que nadie lo ve —y la mujer meneó la mano como si fuera un abanico—, hace sus cositas.

Fray Basilio no dijo nada, pero por el gesto de su rostro se veía que no entendía adónde quería ir a parar aquella mujer. Ella continuó:

—Lo vi entrar en el Carnero Borde. ¿Sabéis dónde está esa taberna, hermano? —fray Basilio asintió—. Vuestro superior entró a escondidas para encontrarse con el bastardo del conde de Empúries.

—¿Y cómo sabéis eso, buena mujer? —preguntó, arrugando el entrecejo, fray Basilio.

—Porque yo estaba allí y lo vi.

—¿Y hace mucho de esto?

—Debe de hacer… —la mujer levantó la vista hacía el techo del hospital y movió los labios como aquel que hace cuentas— unos… No lo sé, pero ya hace tiempo, cuando aún servía en aquel antro.

He hizo una mueca de asco.

—Y después de tanto tiempo y en vuestro estado, ¿pretendéis que os crea?

—Vos sabréis, pero he pensado que debíais saberlo. Aunque aquella noche había un poco de alboroto y el camarero del abad iba cubierto con una túnica negra, lo supe distinguir. Y como subió hacia la habitación en que sólo unos instantes antes había entrado Hugo de Empúries… até cabos. Ahora, si no queréis creer a esta vieja, allá vos —y acabó de decir aquello cuando llegaron dos monjes para servirle la sopa.

—Vamos, tomaos esto, descansad y no penséis más —le dijo fray Basilio, dando por cerrado el tema.