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El respeto por la naturaleza

Primo levantó la cabeza, que tenía apoyada en las rodillas, donde, abatido y pensativo, estaba recordando todo lo que acababa de pasar. Lanzó una mirada aún compungida hacia su izquierda, de donde venía la voz ronca y rota que le había hecho aquella advertencia.

—¿Cómo decís? —musitó Primo.

Un hombre viejo caminaba lentamente pero con firmeza hacia él.

Y para hacerlo se ayudaba de un bastón, una vieja y larga raíz de cedro que había encontrado en el bosque hacía años. Una verga que, por lo que explicaban, agitaba enérgicamente cuando discutía.

Una vara con tanta energía que, cuando señalaba hacia el cielo, tenía la fuerza y el poder necesarios para nublar el sol y desatar pequeñas tempestades.

—Si antes de poneros a trabajar hubieseis tenido el cuidado de escuchar a las aguas de este río, ahora no estaríais aquí lamentándoos —advirtió el viejo.

—¿Quién sois? ¿Qué queréis decir? —preguntaba Primo, desorientado, como si despertara de una pesadilla.

—Mi identidad, creedme, ahora no tiene importancia. Sólo soy alguien que os aconseja que antes de actuar contra la naturaleza tengáis la precaución de escucharla. Os diré más: de respetarla. Tenéis el problema frente a vos, sólo debéis querer entender para poder solucionarlo. —Y soltó otra sentencia—: El río tiene los interrogantes, pero también las respuestas.

—¿Qué queréis decir?, ¿qué el río se ha rebelado contra nosotros porque no quería que construyéramos encima de él? —preguntó con incredulidad el maestro de obras.

—Los dioses de las pequeñas cosas, como los de las grandes, también quieren ser escuchados, respetados y tenidos en cuenta —le advirtió el hombre, mientras señalaba con el bastón las aguas del río—. Sólo os pido… —y dejó la palabra suspendida, como si meditara mucho más profundamente lo que iba a decir— que demostréis por el río el mismo respeto y la misma devoción que tenéis por los dioses de los altares. Estas aguas fluyen en un sentido o en otro según los designios de Numen.

—¿De quién habéis dicho? —le preguntó en un tono de extrañeza.

—El río es de Numen. —Susurró el nombre como si no se atreviese a despertar a la divinidad de las aguas.

—¿Qué queréis decir? —preguntó el constructor.

—Alguien ha manipulado la voluntad del río porque no quiere que vuestra empresa tenga éxito y ha puesto estas aguas contra vos —dijo tranquilamente.

—¿Qué decís? ¿Sugerís que alguien ha…? ¡Por el amor de Dios —se iba indignando—, si era una tormenta desatada! ¿Queréis hacerme creer que he sido víctima de un hechizo? ¡Vamos, hombre, por el amor de Dios! ¡Tomadle el pelo a otro, que no estoy para supercherías!

—Eso, eso, clamad a Dios, pedidle explicaciones, pero no es a Él a quien debéis dirigiros. Es mejor que no os equivoquéis, señor. Quien persigue vuestro fracaso a fe que sabe cómo hacerlo. —Y se le dibujó una sonrisa de sorna en el rostro—. Pero es igual, allá vos y vuestra terquedad. —Hizo como aquel que espanta moscas con los brazos y le advirtió—: Pensad que, si seguís así, sin querer venir a la razón, lo perderéis todo: vuestros hombres, el encargo, el prestigio y quién sabe si también la vida.

Hecha la advertencia, que sonaba como una amenaza, se dio la vuelta y se fue por donde había venido. Su silueta ya se desdibujaba en el horizonte cuando oyó:

—¡Esperad, escuchadme, por favor!

El constructor había reaccionado con aquel grito mientras se levantaba e intentaba acercarse, vacilante, a donde estaba el viejo. A duras penas podía sostenerse en pie, porque aún estaba exánime por el desastre que acababa de vivir. La cabeza le ardía, estaba a punto de estallarle.

—Decidme, ¿qué se supone que debo hacer? —preguntó angustiado a media voz.

El viejo se volvió y con un cierto aire de indiferencia le dijo:

—Primero debéis creer, señor mío. A mí me es indiferente si me hacéis más caso o menos. No me lo invento. ¿Para qué vendría a vos con estas historias si no fueran ciertas? ¿Por quién me habéis tomado? Pero quiero que entendáis que no podéis hacer nada si antes no creéis en lo que os he dicho: que estas aguas son de Numen.

—Muy bien, muy bien… —decía nervioso el constructor—. Pero es que me cuesta creer en encantamientos, maleficios, conjuros y todos esos cuentos… ¡Coño! —estalló.

—No tenéis nada que perder, al contrario —insinuó el viejo—. Podéis hacer un ritual aquí, en la orilla del río, reconocer la autoridad de Numen y hacerle una ofrenda adecuada.

—¿Y si con eso no hubiera suficiente? —interrogó preocupado Primo.

—Siempre podéis recurrir a otros poderes. Tengo entendido que de su visita a Roma, hace unos cuantos años, el conde trajo fragmentos de la Vera Cruz. Si es así, puede que esas reliquias os sirvan para deshacer el embrujo que hay sobre estas aguas que intentan entorpecer la buena marcha de las obras.

—Os oigo hablar y aún me hago cruces, que una crecida del agua…

—No continuéis por ese camino, amigo constructor —le interrumpió—. ¿Vos creéis de verdad que esta devastación —y señaló con el bastón hacia el lecho completamente desfigurado del río—, la furia con que ha bajado el agua, es propia de una riada de finales de verano? —lanzó la pregunta al aire y él mismo se respondió—: Aquí han intervenido otros elementos al margen de los naturales.

—De acuerdo, me doy por vencido. Os pido perdón, y decidme cómo deben ser esas ofrendas a Numen —dijo Primo.

—Cuando queráis, venid a verme a mi casa, a los pies de la montaña Blanca, la de Guix, y os daré todo lo que os hace falta.

Dicho esto, aquel viejo sabio desapareció por el meandro del río. Primo volvió a sentarse con la mirada perdida, siguiendo las tímidas olas de agua dulce, pero envenenada, que venían a morir a la orilla del río.