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Una tempestad infernal

Nada ni nadie podía prever que el día se acabaría de una manera tan oscura y trágica. Habían pasado unas pocas semanas desde el ataque a la cantera. Hacía una mañana de principios de septiembre radiante. El cielo estaba sereno y el sol ya no quemaba, brillaba de manera que la luz era más nítida, más propia del otoño que del verano. Soplaba un viento muy ligero que incluso hacía más agradable el trabajo, y erizaba el agua que bajaba plácida por el río como una lengua de plata que lamiera las cañas que crecían en las riberas. Al otro lado del río, Ítram vio a su padre con el abad. Tenía los pergaminos en la mano y señalaba el punto de las obras que estaba más avanzado. El abad asentía y se le veía animado por el modo en que su brigada de operarios iba cumpliendo el trabajo. La estructura del puente crecía lentamente, ahora una piedra, ahora otra… con la paciencia y la tenacidad de las hormigas. En el verano se aprovechaba el buen tiempo para trabajar y reforzar los cimientos, los pilares que se levantaban sobre las piedras que había en el lecho del río. Cuando llovía sólo trabajaban los carpinteros y los obreros de las canteras.

Después de comer, mientras los trabajadores iban subiendo la pared de uno de los pilares, el cielo fue oscureciéndose. El viento, que hasta entonces había sido agradable, empezaba a azotar con fuerza la piel de los obreros, ya suficientemente castigada por el sol y los años de trabajos a la intemperie en toda clase de condiciones meteorológicas.

—Maestro Primo, quizá convendría dejarlo por hoy —insinuó con un punto de preocupación Amadeo—. Apuntalamos las estructuras para que no sufran el embate del viento ni del agua que pueda bajar, y mañana será otro día.

—Debemos aprovechar las horas de sol tanto como podamos, Amadeo. No sufráis, que no será gran cosa —respondió Primo levantando la vista al cielo.

—¿Estáis seguro, señor, de que no nos exponemos al peligro de que el trabajo hecho durante todos estos últimos meses se vaya río abajo?

—Confiad en mí, Amadeo, y no os preocupéis, que esto no serán más que cuatro truenos. Mucho ruido y pocas nueces. Vos sois sufridor por naturaleza y os estoy agradecido por devolverme a la realidad en ciertas ocasiones.

»Vuestros consejos me son muy útiles para tomar algunas decisiones determinadas. Con vuestro juicio y mis arrebatos mantenemos el equilibrio de esta obra, querido Amadeo. Pero tened confianza, acabaremos la jornada de hoy sin más sufrimientos de la cuenta, os lo puedo asegurar.

No tuvo tiempo de volver la cabeza hacia el andamio. Un trueno ensordecedor le hizo silbar los oídos. Hizo el gesto de tapárselos con las manos y un rayo lo medio deslumbró. Le daba la impresión de que todas las piedras que meticulosamente habían dispuesto en los pilares y las bases de las arcadas se hacían añicos. El discurso tranquilizador que acababa de pronunciar quedaba en nada. Era el preludio de lo que se les venía encima. El viento empujaba una cortina de agua y piedra que se acercaba amenazadora desde el norte y que, sin que casi ni se dieran cuenta, descargó sobre sus cabezas. Aquello cayó de improviso.

Aquel viento, entre caliente y húmedo, chocaba con una corriente de aire frío y seco y hacía girar la nube, que adquirió forma de remolino. Aquel embudo de aire se estiraba hacia abajo, llegaba al agua y actuaba como una manga, colgando del cielo, con una altura imponente y desatando vientos casi huracanados. Todo a su alrededor daba vueltas, se elevaba y salía rebotado por el aire. El pánico se desató entre los braceros, que corrían despavoridos. El agua de la lluvia daba fuerzas a la del río y avanzaban juntas, ensanchando el lecho del Fluvià hasta engullir toda forma de vida animal o vegetal que hubiera en las cercanías.

El maestro de obras hizo sonar el cuerno para que sus hombres corriesen a protegerse hacia la ribera y subieran sanos y salvos hacia las torres, situadas en la entrada del puente. Muchas familias dependían de la construcción del puente. Padres e hijos dedicaban una jornada entera por unos miserables sueldos de plata que sólo les permitía vivir en el umbral de la pobreza.

Los andamios de roble y pino negro se tambaleaban, crujían, y algunos empezaban a resquebrajarse, se deshacían, destrozados por el embate del agua, una manga que avanzaba destruyéndolo todo sin miramientos y atemorizando a los hombres que huían a la carrera.

Uno de los picapedreros tropezó con el cabo de una cuerda que se había desatado de una barandilla del andamio y cayó al agua.

No tuvo tiempo de sufrir, porque al caer ya estaba inconsciente.

Golpeó con la cabeza en una de las grandes piedras del río y quedó sin vida.

Desapareció enseguida, tragado por la fuerza de aquel agua, marrón por la tierra removida que arrastraba del fondo a la superficie y que mezclaba la de la orilla del río con la que la corriente había ido absorbiendo hasta desbordar un lecho que tenía un caudal sobrenatural.

El espectáculo que la naturaleza había desencadenado en aquel tramo del río y la destrucción que iba dejando a su paso llegó a oídos del sacristán de Santa María. Luciano estaba en casa del platero para recoger unos candelabros y, cuando oyó aquellas nuevas, le faltaron piernas para salir corriendo hacia la capilla. En su mente bullía una idea. Si aquello era realmente una fuerza sobrenatural, empujada por el demonio, quien sabe si quizá la fuerza de las astillas de la cruz de Cristo, que el conde Tallaferro había traído de Roma hacía unas cuantas décadas dentro de la Vera Cruz, podría ser útil para detener aquella crecida. Tenía que intentarlo y no podía perder tiempo. Los andamios se inclinaban sumisos al poder del agua y finalmente se desmontaban. La consecuencia funesta era que los obreros caían indefensos dentro de aquel remolino. El río se estaba desbordando y el agua se elevaba hasta límites peligrosos para las casas que estaban cerca de la ribera.

Entró como una exhalación hasta el fondo de la sacristía. Abrió una capillita donde se guardaba la cruz de dos brazos con las reliquias sagradas. La envolvió en un paño y salió del templo a la carrera. Los talones le tocaban el culo. Le costaba respirar. La Vera Cruz pesaba y le empezaban a doler los brazos. Reunió fuerzas para poder llegar al final de la calle del puente. Su intención era plantarse en el límite del precipicio. Las aguas estaban más agitadas y enfurecidas que nunca. Hacía rato que oía el estruendo. Pero un mal paso hizo que tanto Luciano como la Vera Cruz acabaran por los suelos.

La cruz salió rebotada, rodó, sin romperse, y se detuvo en el borde del despeñadero. La dulzura amarga del agua del río lamía la base de la cruz.

Desolado y con la mirada perdida sobre el agua, Primo paseaba su mirada incrédula por aquel paisaje devastado y pensaba en las advertencias que había oído en el mercado, en la taberna…

Se lo habían dicho otra vez: el principal enemigo son las riadas, porque atacan por sorpresa, sin avisar. A duras penas había llovido aquel año. Un invierno y una primavera con lluvias inapreciables habían dado paso a un verano seco, los campos se cuarteaban como sí pidieran agua a gritos.

Se lo habían advertido hasta la saciedad: las lluvias del otoño son torrenciales, diluviales. Lo que no había caído en todo un año podía caer en una sola tarde con consecuencias catastróficas. Ya lo decía la sabiduría popular: septiembre seca las fuentes o se lleva los puentes. Lo que hasta entonces había sido un anémico cauce de agua se había convertido en un mar de agua dulce con resultados bien amargos y funestos. El lecho del río estaba deshecho, desdibujado. Borrado. Sólo veía agua, mucha agua que empujaba barro, troncos, piedras que destruían y arrasaban todo lo que encontraban a su paso. El esfuerzo, el sacrificio, las penurias de todo el verano se habían ido río abajo.

Qué lejos quedaba aún, pensaba Primo, el día en que se colocaría la última piedra, el obispo podría bendecir el puente y el pueblo lo celebraría con una fiesta multitudinaria.

Una voz premonitoria truncó aquellos pensamientos con voz alta de pontífice:

—¡Si las aguas de este río hablaran, podrían explicar muchas historias!