Jezabel
Ítram tenía la sensación de que estaba haciendo alguna travesura, pero sólo la idea de volver a ver a Jezabel podía más que cualquier otro pensamiento responsable. Después de aquel episodio tan desagradable de la sinagoga, Jezabel fue castigada a estar en casa por orden del rabino y sólo podía salir para atender las obligaciones religiosas; las clases de danza eran una de ellas. Él y Simón se situaron detrás de una pared, y gracias a una grieta pudieron ser espectadores de excepción de una sesión de danza de un grupo de ocho chicas. Jezabel era una de ellas. Estaban todas a punto de formar un círculo. Sonó la música. Unos suaves toques de tambor las pusieron en movimiento. Poco a poco. Como si despertaran de un sueño profundo. Acompañaban las suaves y delicadas contorsiones de sus cuerpos con el tintineo de pequeños cascabeles que llevaban atados a los tobillos y a los brazos. La coreografía seguía la música. Era de una gran belleza plástica. Un rumor de voces y ruido de metales que se acercaba desde el otro lado de la calle interrumpió aquel espectáculo tan agradable para los sentidos. Ítram y Simón se miraron. Estaban asustados y arrancaron a correr. Los talones les tocaban el culo y los perseguían los improperios, las maldiciones y los insultos. Ítram se quedó tendido de espaldas en el suelo, en medio de un charco, inconsciente por los golpes que había recibido.
Simón pudo huir. Ítram no tuvo tanta suerte. Lo arrinconaron en el callejón de detrás del burdel y lo golpearon hasta que les dolieron los puños.
No sabía cuánto rato había estado navegando por aquel mar de bilis, sangre y agua estancada. No notaba ninguno de los miembros del cuerpo, sólo sentía un frío intenso. El recuerdo más nítido que tenía mientras intentaba recuperar la consciencia fue notar cómo alguien lo cogía por debajo de los brazos y otro lo hacía por los pies. Había una tercera persona que los guiaba a oscuras por los laberínticos callejones de la judería. Iban deprisa. Intentó levantar la cabeza para ver con sus nuevos ojos de terciopelo quiénes eran los que cargaban aquel saco de huesos desvencijados y magullados en que lo habían reducido los vasallos del duque de Dosquers, que a veces hacían incursiones a la judería para escarmentar a los judíos. No lo consiguió, se mareaba y perdió el mundo de vista. Cuando recuperó el conocimiento, lo hizo en la cama de una habitación que olía intensamente a romero.
Al otro lado de la puerta se oían unas voces que discutían. Una le era muy familiar: Jezabel.
—Padre, os lo ruego, es una cuestión de vida o muerte… —decía en tono angustiado.
Se hizo el silencio.
—Hija, ya sabes que nosotros, los judíos, no tenemos prohibido ejercer la medicina con pacientes cristianos, pero es mejor que no los tratemos. Ya tienen a sus sanadores y sus métodos.
Ésa fue la fría respuesta que le dio su padre. Ítram no lo conocía, pero había oído hablar de él. David del Catllar no era tan sólo un médico muy conocido en Besalú y su condado, sino que era el reconocido autor de diversos tratados sobre las fiebres, las pestes y las sangrías. Una autoridad en la materia, respetado por sus colegas y un referente para toda la comunidad.
—No me lo puedo creer, padre —contestó Jezabel con un hilo de voz.
Ítram oyó que hipaba y empezaba a llorar.
—No puedo, Jezabel —insistía David del Catllar. Respiró profundamente antes de continuar—. Si alguna vez se enteraran los miembros del Consejo, Jezabel, no sólo me retirarían la licencia, sino también la confianza.
El médico cambió el tono de voz para intentar convencer a su hija.
—Tendríamos que irnos y, tal como están las cosas, no nos acogerían en ningún lugar.
—No me lo puedo creer, padre —repetía incrédula Jezabel—. Creía que los médicos debíais salvar vidas, independientemente de las creencias y de las ideas del enfermo. —Jezabel se revelaba contra las razones que le daba su padre y su tono se iba endureciendo—. ¿Cómo es posible que estés dispuesto a traicionar tu compromiso como médico y, en cambio, no seas capaz de pasar por alto esa promesa de lealtad… —hizo una pausa y una mueca de asco se le dibujó en las comisuras de los labios— absurda? —gritó con rabia Jezabel—. ¡Creo que es una vergüenza para tu profesión, no puedes dar la espalda a una persona que sufre!
—Jezabel, hija, debes entenderme… —respondía derrotado su padre.
Los gemidos de Ítram interrumpieron la discusión y eso hizo posponer la decisión del padre de Jezabel. Ambos entraron corriendo en la habitación. Las heridas le escocían de mala manera y continuaba sin sentirse las piernas. Le dieron a beber un jarabe de color verde oscuro —agua de lechuga— para que se le calmara el dolor de las llagas y los golpes.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Jezabel.
Tenía una sonrisa en la boca pero una mirada triste, mientras con los ojos le recorría todo el cuerpo magullado, que se encargó de contestar con un gemido de dolor.
—Enseguida se encontrará mejor —puntualizó su padre, cuya figura apareció por detrás de la melena de Jezabel—. Los mozos le acompañarán fuera del barrio hasta su casa. Aquí no puede quedarse por más tiempo. Es peligroso para él y para nosotros.
Lo levantaron de la cama cogiéndolo por las axilas y lo ayudaron a incorporarse, pero se caía, Se mareaba y todos los objetos de la habitación bailaban a su alrededor. El padre de Jezabel le hizo aspirar un ungüento que lo espabiló de golpe. Primero le hizo cosquillas en la nariz, pero rápidamente le hizo efecto, porque la habitación se detuvo de repente. Notaba que ya no tenía la mente confusa. La sensación era la misma que cuando se disipa la niebla y la luz del sol lo invade todo. Abrió y cerró los ojos un par de veces, y los contornos de Jezabel y de su padre, que hasta hace poco veía borrosos, poco definidos y difuminados, ahora estaban nítidamente recortados contra la pared y podía distinguir todos los detalles de la ropa, la piel y la cara. ¡Pardiez! ¡No sabía qué había en aquel frasco que había olido, pero tenía la capacidad de resucitar a un muerto!
Gracias a aquella sustancia y al aire gélido, que al salir a la calle le golpeó en la cara, acabó de despertarse de aquella pesadilla. Dos de los asistentes de la familia de los Catllar lo llevaron hasta las afueras del barrio. No salieron por la puerta principal porque a aquellas horas estaba cerrada con llave y cerrojo. Lo llevaron afuera por una especie de salida secreta. Pasaron por un sendero, retorcido y estrecho, que, si alguna vez tuviera que utilizarlo como entrada para acceder al barrio, no sabría cómo encontrarlo. Se aseguraron de que nadie les viese y, después de dejarlo al otro lado, se fueron sigilosamente por donde habían venido.
Lo envolvía la oscuridad. Antes de volver hacia casa, cerró los ojos y recordó todo lo que había pasado. Tanto la paliza que había recibido como la conversación entre Jezabel y su padre. Se tocó las heridas y la piel lastimada. Estiró los brazos, se tocó los riñones, mientras movía la cabeza y el cuello, y sentía cómo le crujían todos los huesos del cuerpo. Aquella noche, inconscientemente, dio gracias a Dios por haber sobrevivido, pero también le agradeció haberlo acercado un poco más al corazón de Jezabel.